Sandy Bell estaba hecha un ovillo en un rincón y se negaba a salir del escondite mientras hubiera gente en la casa. Pero cuando escuchó que el personal de seguridad nos estaba interrogando, me pidió que le alcanzara su ropa y emergió con la energía suficiente como para echar a todos de allí y acostarse a llorar tirada sobre una confusión de escombros, vidrios rotos, basura y papeles.
En un estado de alteración absoluta, con los ojos vidriosos, Gary se le acercó y le acarició la cabeza.
– Yo sabía, mamá -le dijo-. Yo ya lo sabía hace mucho.
Linda escena, pero teníamos que irnos. Por las preguntas que nos hacía la gente de seguridad, nos dimos cuenta de que todavía no sabían si había sido un atentado guerrillero, una venganza de traficantes de drogas, un robo profesional disimulado en un ataque vandálico, la acción de alguno de esos grupos religiosos que reivindican la violencia, o un verdadero ataque de vándalos, de esos que nadie se atribuía, que nadie se explicaba, en los que la falta de motivos hacía imposible descubrir culpables.
El ataque había sido rápido, perfecto, y eso demostraba que un equipo de gente había colaborado desde adentro. En horas, en minutos quizás, la compañía de seguros empezaría a investigar para encontrarlos. Teníamos que irnos.
Goransky era el único de mis conocidos con dinero y poder suficientes para ayudarnos a salir de allí. ¿Querría hacerlo? Con mi padre apoyado apenas en mi hombro, pero caminando solo y bastante erguido, salí sin muchas esperanzas a buscar en el barrio un teléfono celular que hubiera quedado entero.
– Pobre Gary -intenté un comentario irónico-.
Tuvo que perder a su padre adoptivo para encontrar a su verdadera madre.
– Pobre tonto, querrás decir: creer que ese señor es su madre. ¿No sabes las cosas que se consiguen hoy con cirugía? ¿Huesos incluidos?
Entonces advirtió mi cara de desconcierto, mi cara desnuda, y se dio cuenta de que yo deseaba tanto como Gary que Sandy hubiera nacido mujer.
– No sólo con cirugía: también con hormonas, por supuesto -agregó-. ¡Para conseguir semejante resultado, muchísimas hormonas!
Y se reía, mi padre, como si no fuera a dejar de reírse nunca. Con una carcajada eterna se reía de mi pequeñez, de mi inocencia, de mis dudas, de mis piernas flaquitas, de mis esfuerzos por desarrollar los músculos andando día y noche en bicicleta. Como siempre, se reía de mí.
Veintiséis
Si formas con trozos de hielo la palabra Eternidad, te daré el mundo entero y un par de patines. Ésa era la promesa de la Reina de las Nieves a sus gozosos prisioneros. Los escenógrafos que trabajaron para la fiesta de Goransky habían logrado convertir la estación de trenes de Retiro en un palacio.
Como el Palacio de la Reina de las Nieves: muros de nieve compacta, la tempestad como orquesta, puertas y ventanas de cortantes vientos. Paredes transformadas en remedos del horizonte para provocar la sensación de infinitud. Y sin embargo, nada parecido a la monótona, enceguecedora repetición del blanco puro: el inmenso salón estaba iluminado por la aurora boreal, proyectada en el techo y en los muros, o quizás en una niebla cálida que se formaba allí arriba, flameando de tal manera que era imposible adivinar dónde estaban, detrás de su brillo y sus colores, los artefactos que lograban simularla.
Para la mayoría de la gente, la estación Retiro era un lugar feo, deteriorado, sucio, marginal. Durante una breve primavera fue restaurada por las empresas de ferrocarriles pero pronto volvió a ser recuperada por la tristeza y la miseria. Sin embargo, para quien pudiera desprenderse de esa visión cotidiana y superficial, el palacio ya estaba allí, debajo y detrás de la basura, de la gente, de los puestos de venta de chorizos, alpargatas, vino, pañuelos, golosinas, limones, ajos, ilusiones. La estación Retiro estaba construida y diseñada a la inglesa, con un techo alto, curvado, sostenido por vigas forjadas en Liverpool, columnas y pisos de mármol, doseles esculpidos, rayos de sol enfatizando su altura y todo lo que debe tener una catedral excepto gradas y altares. Los arquitectos de Goransky supieron ver y aprovechar esas posibilidades.
Los invitados, al llegar, dejaban sus automóviles blindados en los fingidos establos para renos, construidos precariamente en la playa de estacionamiento. Allí los recibían enanos vestidos como duendes de Santa Claus.
Con su idea de alquilar la Estación para la fiesta, interrumpiendo por una semana la llegada y salida de trenes, Goransky había provocado un nuevo caos en las comunicaciones de la ciudad. Ese caos era parte del éxito. Los efectos espectaculares contribuían a la promoción de las fiestas, poniéndolas en primer plano en los medios. Los periodistas criticaban la inmoralidad de ciertas prácticas que atentaban contra el bien común y la fiesta se convertía en un tema público, comentario de todo el país.
Para evitar toda monotonía, la falsa inmensidad del salón estaba dividida en sectores donde se realizaban distintas actividades y cambiaba la decoración.
Había un baile de Osos, en el que participaban auténticos osos, controlados por entrenadores disfrazados de osos, mezclados con los invitados: los humanos disfrazados resultaban más verosímiles o quizás sólo más acompasados que los osos verdaderos.
Había un té de raposas blancas. Y un grupo de casitas laponas, en las que se servían platos exquisitos, no siempre en consonancia con el tema central de la fiesta en cuanto a sus ingredientes, pero sí en cuanto a su aspecto. En las casitas el tejado llegaba hasta el suelo y hacía un terrible calor en su interior, donde hombres atractivos y transpirados, con el torso desnudo y pantalones de cuero de reno arrollados hasta las rodillas servían a los invitados ostras disfrazadas de copos de nieve, con salsa blanca y claras batidas y tiernísimos lomos de ternero nonato girando sobre el fuego, como si fueran un solo trozo de carne adherido al enorme fémur que hacía de eje centraclass="underline" una pata de oso.
Había un lago helado, roto en mil pedazos todos desiguales, en el que sin embargo era posible patinar sin tropiezos porque las grietas eran falsas. En algunos lugares, sobre los grupos de mesas o sobre los iglúes, caía un ejército de copos de nieve. Los copos tomaban formas extrañas apenas tocaban el suelo: erizos, arañas, ositos, formas innominadas pero siempre con muchas patas que los llevaban a trepar, velozmente blancos, por las paredes para volver a caer una y otra vez, como el agua de una fuente.
Entre los invitados, sólo los más jóvenes eran capaces de entrar a los iglúes arrastrándose por el corredor de ingreso para comer, adentro, auténticos trozos de carne de foca delicadamente podrida, con la grasa chorreando sobre el fuego central.
Todos los mitos y las realidades relacionados con el Gran Frío estaban representados simultáneamente. Todas las tribus. Lapones, esquimales, fantasiosos indios onas y patagones, habitantes de Groenlandia, tribus de Alaska. Todos los animales del norte y del sur: cualquiera que mirara con atención las focas podía notar cómo los disfraces habían resguardado las diferencias entre las variedades de la especie. Había morsas y elefantes marinos o leones o lobos, y cada uno tenía el pelo, el hocico, los bigotes que le correspondían. Había pingüinos monarca y pingüinos emperador, pájaros ska, petreles, estorninos polares. Había mujeres hermosas en las que un hábil maquillador había acentuado aquellos rasgos en que la belleza se acerca a la crueldad para representar a la Rei na de las Nieves. Había hombres flacos con panzas postizas y rellenos en las mejillas para imitar la figura de Santa Claus.