El estudio era un lugar enorme, defendido como un acorazado, con puertas blindadas y gruesos barrotes protegiendo todas las entradas posibles, especialmente la terraza, además de los guardias de seguridad, contratados para vigilancia de día y de noche. A un costado, como si estuvieran arrumbados descuidadamente, pero en cuidadosa exhibición, estaban todos los premios que había ganado con su famoso corto sobre la Antártida. Tal vez no fuéramos tan distintos.
En la gran sala donde íbamos a trabajar, las enredaderas crecían desaforadamente alrededor de las vigas. Era invierno, las ramas caían peladas y, sin embargo, parecían contener una potencia vital tan agresiva que me sorprendí deseando terminar con el guión antes de la primavera.
Goransky me llevó a conocer los vehículos que tenía en el garaje del subsuelo. Había comprado ya buena parte del equipo necesario para la filmación: unos enormes tractores-trineo, especiales para trasladarse en la nieve, importados de Oslo. Y las sorprendentes casas rodantes laponas, fabricadas en Japón.
Sólo faltaba un buen guión. Y yo era el elegido para escribirlo. En ese momento no pensaba en los que me habían precedido, entre ellos profesionales con más méritos y más experiencia que yo, escritores, guionistas de televisión, publicitarios, periodistas que habían intentado lo mismo que yo iba a intentar ahora. Goransky había aventado todas mis dudas.
– Estoy harto de gente que usa fórmulas del oficio -me dijo-. Creen que están inventando una historia y no hacen más que ensartar lugares comunes como patos al asador.
Un comentario extraño, nadie come por aquí patos asados, pero por eso mismo me pareció una muestra de su capacidad de creación. La comparación me gustó: varios patos, todos iguales, todos muertos y pelados, ensartados en una larga barra de metal que da vueltas sobre el fuego. La viva imagen de un guión para televisión.
– Vos trabajas con espontaneidad, te salís de los carriles, tenes pensamiento lateral, eso estoy buscando.
¿Pero qué será lo que Goransky está buscando? Después de tantos meses de trabajar juntos, ya no estoy seguro. Llegó la primavera y las enredaderas demostraron ser casi tan peligrosas como parecían.
Cuando empezamos los protagonistas eran una pareja de chicos jóvenes, casi adolescentes, que llegaban a la Antártida formando parte de un equipo de investigación. A la semana siguiente se habían convertido en un padre y su hija y poco después en una mujer embarazada. Cada vez que estábamos a punto de completar la construcción -o, mejor dicho, el enunciado- de una historia coherente, Goransky sacaba un ladrillo de abajo y el edificio se caía. Me llamaba a las tres de la mañana.
– Todo lo que tenemos vale, vamos bien -me decía, tratando de seducirme-. Hay que mantener esa historia, pero en vez de una mujer embarazada, el protagonista tendría que ser un perro San Bernardo.
Vos sabes dónde vivo y cómo vivo. Goransky me paga por mes y ese dinero significa para mí la diferencia entre la supervivencia y la vida verdadera. Él es uno de los privilegiados, sólo que en vez de estremecer al mundo con esas fiestas enormes y violentas que entretienen a los muy ricos, invierte en su película o, mejor dicho, en el sueño de su película. Después de un par de meses me di cuenta de que nunca iba a empezar a filmar. Pero ya reservó la película virgen y todos los días baja al subsuelo a poner en marcha sus vehículos, probarlos otra vez, aceitarlos, ensayar sus movimientos.
Ahora nuestra relación es delicadísima, está gastada en varios puntos y cualquier gesto brusco podría romperla. Ya no sueño con festivales internacionales: sueño en forma obsesiva y recurrente con ganarme un mes más de sueldo.
Esos son mis sueños buenos, mis ensoñaciones diurnas. Mis sueños malos no cambiaron desde entonces, desde que los soñaba al lado tuyo: el mar, como siempre. Esa ola inmensa que empieza a formarse en el horizonte y que al principio, a causa de la gran distancia, parece inmóviclass="underline" una montaña con la cumbre nevada de espuma. Pero se mueve. Velozmente. Como una ola.
La llamada desesperada de mi padre en mitad de la noche me había conducido, a través de los confusos caminos de mi mente, al estudio de Goransky. La brusca frenada del taxi me salvó de ahogarme una vez más en el maremoto de mis sueños. Quería librarme de los restos del mar para orientarme otra vez en la pesadilla de la realidad, cuando los guardias de seguridad del estudio rodearon el automóvil apuntándonos desde una distancia cautelosa.
Como nunca había estado de noche, no conocía al personal de la guardia nocturna. Por suerte uno de ellos parecía conocerme a mí. Era un hombre moreno, de ojos tristes y cara de identikit: ese tipo de persona a la que uno puede haber visto muchas veces y sin embargo sería incapaz de describir. Mostré mis documentos, exigí que llamaran a Goransky y a pesar de la hora me dejaron hablar con éclass="underline" estaban entrenados para evitar confusiones. Con un par de órdenes me los sacó de encima.
Seguía haciendo calor. El aire de la calle olía a humedad, a tierra y cemento mojados, a fruta podrida. Una hora después, con la ropa húmeda de sudor a pesar del aire acondicionado del taxi, llegué a la casa de mi padre.
Tres
Nadie puede humillarte como tus padres. Nadie más en el mundo tiene ese gigantesco poder: el mismo que tenemos sobre nuestros hijos. Vos no tenes hijos -no los tenías cuando te fuiste ni me interesa imaginar tu vida más allá de ese momento-, pero tuviste padres: me entendés.
Nadie como tus padres puede exhibir en público tus miedos más secretos cuando sos chico. Nadie como ellos puede recordarte después, en tu vida de adulto, las promesas de tu infancia, los ideales que empuñaste en la adolescencia.
Nadie como tus padres para conocer tus puntos flacos.
Mis puntos flacos son mis piernas. Muy flacos. "Piernas escuálidas", explicaba el pediatra: un rasgo genético que según él era posible modificar a fuerza de bicicleta. "Para que se desarrollen los músculos" insistía. Así, cuando cierro los ojos, aquello que sube primero hasta mí desde lo hondo de mi infancia no es el sabor de una medialuna mojada en café con leche, no es el olor a algas del verano: es el pedaleo. Una sensación de pedaleo que me hormiguea en la planta de los pies y me sube por todo el cuerpo y me hace inclinarme un poco sobre el manubrio de la bici, lo suficiente como para cortar el viento que ya me está revolviendo el pelo, amistoso, sin la pesada superioridad de las manos de los adultos.
No sólo fui chico alguna vez: también tuve pelo, aunque vos nunca lo llegaras a conocer. Con pelo en la cabeza y una bicicleta entre las piernas, fui un centauro con ruedas que hacían mi felicidad y desdicha, porque los músculos de mis piernas se fortalecieron mucho, pero las pantorrillas y los muslos siguieron tan extrañamente flacos como al principio, como siempre, como ahora. Como dejaban entrever, asomando de la ancha botamanga de sus pantalones, los finísimos tobillos del Superhombre de Alfred Jarry. En la adolescencia descubrí y amé el surrealismo por esos tobillos tan parecidos a los míos. Todavía me da vergüenza sacarme los pantalones por primera vez delante de una mujer.