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Margot terminó de cumplir con mi cuota de Sala. La esperé en la puerta del hospital, en el refugio para protegerse de los mendigos. Vino a casa conmigo. Tendrías que verla: sin ser joven, es algo más que linda. Tiene una gracia natural en sus movimientos, un porte que no se pierde con los años. Margot me hace pensar en un venado: una gacela que ha pasado ya la edad de procrear sin perder la humedad conmovedora de sus ojos, la torpeza graciosa de sus patas demasiado largas y sobre todo esa sensación casi física de timidez: como si estuviera dispuesta a escapar -a correr o a refugiarse en sí misma- en cualquier momento. Hice lo que había que hacer prolijamente, desvistiéndola despacio, espectador distante de su placer.

Si hubiera podido comportarme con vos así, con sabiduría, con esa distancia, ¿no te hubiera tenido, como la tengo a Margot, mucho más enamorada de lo que a un hombre le es dado aceptar sin fastidio? ¿Fue solamente mi pasión lo que te hacía diferente? Sin embargo a veces pienso que Margot me odia, que sólo está esperando la oportunidad adecuada para devolverme tanta indiferente gentileza.

– Tu papá se muere. Para mí, esta noche. Está muy viejo, no le va a dar el corazón -me dijo después Margot, creyendo que me daba una buena noticia, mientras jugaba a fumar en uno de esos tubitos de plástico rellenos de no sé qué sustancia capaz de emitir un vapor suave con cada aspiración.

Ella esperaba de mí un suspiro, una señal que expresara pena y alivio al mismo tiempo, pero no pude: de golpe la muerte se me hizo presente en toda su miseria, me sopló eternidad en la oreja. Estaba recostado sobre el almohadón grande, el que más te gustaba. Miré hacia abajo y luché contra la presbicia para enfocar el pelo que me blanquea el pecho, tanto más canoso que el de la cabeza o la barba. Estoy demasiado cerca de la vejez como para pensar en la muerte -en cualquier muerte- sólo con alivio.

Tengo miedo.

Seis

Si no fuera tan dolorosa, si no me lastimara, observar la locura de mi madre me resultaría fascinante. Sobre todo por el contraste con las psicosis de ficción: esos locos sabios, coherentes y creativos que enfrentan a los médicos con una visión del mundo de los hombres más justa o más poética que la mediocre normalidad. Locos que sirven, por lo general, como vehículo para expresar las concepciones filosóficas del autor o del director de la película. Locos felices a quienes la cordura no les traería más que monotonía o desdicha.

Uno se pregunta, cuando mira esas películas, esas obras de teatro que exhiben formas de la demencia tan cuerdas, tan inteligentes, por qué esos locos brillantes, injustamente encerrados, no son capaces de fingir en el momento apropiado el grado de sensatez que les permitiría recuperar la libertad. Nadie que trate con un psicótico real se hace esa pregunta absurda. Se ha roto el soporte de la memoria y todos los archivos están confundidos y mezclados. Nada se encuentra cuando se lo necesita, no hay programas que permitan extraer las respuestas apropiadas en el momento critico.

Nunca más voy a poder ver o leer algo así sin que la indignación me suba desde las tripas en forma de nausea En el círculo de la locura toda posibilidad de creación ha sido abolida. El delirio de mi madre es repetitivo, doloroso. Una y otra vez vuelve a recibir la noticia de que papá está gravemente enfermo, de que lo operaron, de que está internado en el hospital, de que no sabemos si va a sobrevivir. "¡Cáncer!", repite, llevándose la mano a la frente y después al pecho. Y se echa a llorar. Diez minutos después vuelve a preguntarnos si papá se comunicó con nosotros, si dejó algún teléfono. Nos lleva aparte, a Cora y a mí, para interrogarnos por separado.

– ¿A vos te parece, un hombre de su edad, con una chiquilina? -dice, y me mira a los ojos para comprobar si me parece o no-. Pero qué te pregunto a vos, si sos un hombre, igual que él.

Sigue con Cora.

– Tu papá no volvió en toda la noche y ojalá fuera un accidente pero no es. ¡Ojalá fuera! -y se echa a llorar con el mismo horrible dolor con el que recibe las palabras enfermedad, tumor, operación, hospital.

Si su locura le trajera alguna forma de paz, si fuera para ella más agradable, menos terrible aceptar el abandono voluntario de mi padre que su enfermedad, entonces lo entendería. La demencia como una forma de enmascarar una verdad dolorosa. Ojalá pudiera volverme loco, dicen los que sufren en la cordura, porque no saben de qué hablan. Su locura no le ha dado ningún alivio: mamá está agitada, sufre, respira con dolor, sacando el aire del pecho con un esfuerzo penoso. Abre y cierra los roperos, revisa los cajones, no se resigna a la idea repugnante que quizás temió toda la vida y que ahora, con formas variadas, la locura le instala en la cabeza: la idea de que su marido se hartó de ella para siempre.

El intento que hago de repetir sus palabras las falsea. Para una persona cuerda hay algo imposible de reproducir en el delirio de un loco. La locura se parece a una pesadilla y los sueños no se pueden contar sin transformarlos, sin mentirlos. Hay un saltearse ciertas conexiones lógicas, hay agujeros en el discurso, en el significado pero también en el significante: a veces son simples palabras las que el loco no puede encontrar en su cabeza y cuenta con que su interlocutor disponga de los faltantes necesarios para rellenar esa especie de colador por el que se le escapa el sentido. "Vos me entendés", repite mamá, como una muletilla. "Eso que ya sabes", nos dice. "Lo que te podes imaginar", intentando con desesperación usar la mente de quien la escucha para tender puentes de significado entre riscos que se disgregan, desmoronamientos del lenguaje.

Alguien debe haber hecho una denuncia, porque una asistente social se apareció en el departamento de mamá con dos guardias de una Casa de Recuperación. Cora tuvo una larga charla con ella mientras mamá las miraba con ojos desbocados.

Mi hermana no hizo ningún intento de engañar a la asistente, hubiera sido imposible. El médico secreto le había estado recetando a mamá pastillas para dormir y como efecto secundario la medicación le había provocado alucinaciones. De a ratos miraba a su hija, conversando con la asistente social, que estaba sentada a la mesa tomando un simulacro de té con sabor a avellana mientras los guardias permanecían cerca de la puerta. Otras veces mamá cambiaba de escenario defendiéndose con movimientos bruscos de algo o alguien desagradable, aunque no temible, que se le aproximaba demasiado. Ésos son quizás los peores momentos para los que estamos afuera de su mundo.

Quedarse con un viejo en esas condiciones esta prohibido, severamente penalizado y mal visto por la mayor parte de la sociedad. Pero todo tiene arreglo. La asistente era una de esas personas cuyos principios les impiden aceptar dinero, de modo que se fue de la casa de mis padres llevándose una preciosa porcelana francesa -de chico me intrigaba cómo había logrado el artista imitar la filigrana de los encajes, probablemente el único adorno que tenía algún valor real.

No era una solución sino solamente un respiro. Vendrían otras denuncias, otros asistentes. Los guardias se habían quedado afuera esta vez, pero se decía que eran insobornables: les pagaba la Casa y no el Estado. Hablé con Cora. ¿Por qué estábamos tan empeñados en evitar que nuestros padres fueran a una Casa de Recuperación? Para mamá, nada podía ser peor que ese mundo interno en el que se sumergía cada vez a más profundidad. Nuestro padre no iba a sobrevivir, le dije a Cora, no podía salir vivo de la Sala de Terapia Intensiva: su viejo corazón estaba demasiado gastado. Usé los argumentos de Margot para convencerla pero no fue fácil. ¿Quién es tan ingenuo como para suponer que todo esclavo quiere librarse de su amo?