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La próxima vez que estemos en el frente iré preparado, pensó Carl, y su mirada interior vio la linterna sobre los montones de papel tras el cajón de su escritorio. Metió la mano y buscó a tientas un interruptor y pensó con añoranza en su pistola. Por un momento notó presión en el pecho.

Aspiró profundamente y escuchó. No, joder, no podía haber alguien allí. ¿Cómo iba a poder encerrarse con llave teniendo un candado en la puerta exterior? ¿Podría imaginarse que el hermano o la madre de Lasse Jensen se encargara de encerrarlo en su escondite en caso de que la policía volviera a husmear?

Encontró el interruptor algo más allá y lo accionó, dispuesto a saltar a un lado si hubiera alguien esperándolos. Durante un segundo el escenario que tenían ante sí parpadeó mientras se encendían los tubos fluorescentes.

Todo quedó claro.

Habían dado con la persona adecuada. No cabía la menor duda.

Carl notó que Assad se deslizaba en la habitación tras él, y se acercó a los tablones de anuncios y las gastadas mesas metálicas que había junto a la pared. Se quedó observando varias fotografías de Merete Lynggaard de todas clases. Desde su primera intervención en el atril de oradores hasta su idilio doméstico sobre el césped moteado de hojas de su casa. Momentos de despreocupación captados por alguien que la quería mal.

Dejó caer la mirada sobre una de las mesas de acero y finalmente comprendió de qué forma tan sistemática había avanzado aquel Lasse, alias Lars Henrik Jensen, hacia su objetivo.

En el primer montón estaban todos los papeles de Godhavn. Levantó un papel del montón y vio los expedientes originales de Lars Henrik Jensen. Los que habían desaparecido unos años antes. En algunos de los folios había hecho unos torpes intentos de corregir los números de registro civil. Después había cogido maña y en el folio superior le salió perfecto. Efectivamente, Lasse había manipulado el resto de los papeles de Godhavn, y con eso había ganado tiempo.

Assad señaló el siguiente montón. Era correspondencia entre Lasse y Daniel Hale. Al parecer, Interlab no había recibido aún la totalidad del precio de los edificios que el padre de Lasse había comprado muchos años antes. A principios de 2002 Daniel Hale envió un fax en el que notificaba que iba a interponer una demanda judicial. La suma exigida eran dos millones de coronas. Daniel Hale se arrastró a sí mismo hasta el abismo, pero ¿cómo iba a conocer la fuerza de voluntad de su adversario? Tal vez fuera aquella exigencia la que provocó toda la reacción en cadena en aquel preciso momento.

Carl tomó el papel de encima. Era la copia de un fax que Lasse Jensen había enviado el mismo día en que Hale fue asesinado. Era una notificación y un contrato sin firmar: «Ya tengo el dinero. Podemos firmar y cerrar el trato en mi casa hoy. Mi abogado traerá los papeles necesarios. Envío adjunto el borrador de contrato. Añade tus comentarios o correcciones y trae los papeles contigo», ponía. Sí, todo estaba pensado. Si los papeles no ardían en el incendio, ya se encargaría Lasse de que desaparecieran antes de que llegara la policía y los equipos de salvamento. Carl apuntó la fecha y la hora de la cita. Todo coincidía a la perfección. Hale fue atraído hacia lo que sería su muerte. Dennis Knudsen lo esperaba en la carretera de Kappelev con el pie en el acelerador.

– Y mira, Carl -le mostró Assad, tomando el primer folio del siguiente montón. Era un recorte del diario regional de Frederiksborg, que informaba de la muerte de Dennis Knudsen en la parte inferior de una página. «Muerto de una sobredosis», decía escuetamente.

Otro más para las estadísticas.

Carl examinó las siguientes hojas del montón. No cabía duda de que Lars Henrik Jensen había ofrecido mucho dinero a Dennis Knudsen por provocar el accidente. Tampoco había duda de que fue el hermano de Lasse, Hans, quien salió a la carretera delante del coche de Daniel Hale y lo obligó a invadir la calzada contraria. Todo como estaba convenido, excepto que Lasse nunca pagó a Dennis lo que le había prometido, y Dennis se enfadó.

Una carta de Dennis Knudsen, sorprendentemente bien escrita, daba a Lasse el ultimátum: o pagaba las trescientas mil coronas o Dennis lo machacaría en alguna carretera un día que Lasse nunca sabría cuándo llegaría.

Carl pensó en la hermana de Dennis. Desde luego, el hermanito pequeño por quien guardaba duelo se las traía.

Miró los tablones de anuncios y tuvo una visión general de los estragos causados por el tiempo en la vida de Lasse Jensen. El accidente de coche, el rechazo de la compañía de seguros. Un rechazo a la solicitud de ayuda que enviaron a la Fundación Lynggaard. Los motivos iban juntándose y se veían con más claridad que antes.

– ¿Crees que se ha vuelto loco de la cabeza por todo eso? -preguntó Assad, extendiéndole un objeto.

Carl frunció las cejas.

– No quiero ni pensarlo, Assad.

Examinó el objeto que le había pasado Assad. Era un pequeño móvil Nokia compacto. Rojo, nuevo y deslumbrante. Detrás estaba escrito «Sanne Jonsson» con pequeñas mayúsculas torcidas y un corazoncito encima. ¿Qué diría la chica cuando supiera que aún existía?

– Tenemos todo aquí -le dijo a Assad, señalando con la cabeza las fotos de la madre de Lasse en la cama del hospital, llorando. Fotografías de los edificios de Godhavn y de un hombre, bajo el cual estaba escrito con trazo grueso «Padre adoptivo Satanás». Viejísimos recortes de periódico que elogiaban HJ Industries y también al padre de Lasse Jensen por el extraordinario trabajo pionero llevado a cabo en la industria danesa de precisión. Había por lo menos diez fotos detalladas del transbordador de Schleswig-Holstein, con horarios, mediciones de distancias y el número de escalones hasta la cubierta de coches. Había también un esquema horario a dos columnas. Una para Lasse, una para su hermano. Así que habían sido dos los autores.

– ¿Qué significa eso? -quiso saber Assad, señalando los números.

Carl no estaba seguro.

– Podría significar que la secuestraron y la mataron en otro lugar. Me temo que podría ser la explicación de todo.

– Y eso, ¿qué significa, entonces? -continuó Assad, señalando la última mesa metálica, donde había varios cuadernos de anillas y una serie de planos técnicos en sección.

Carl tomó el primer cuaderno de anillas. Estaba dividido con separadores de plástico de colores, y en la primera sección ponía «Manual de submarinismo. Escuela de Armas de la Marina de Guerra, agosto de 1985». Hojeó el cuaderno y leyó los titulares: fisiología del buceador, esquemas de válvulas, tablas de descompresión superficial, tablas de tratamiento de oxígeno, Ley de Boyle, Ley de Dalton.

Un auténtico galimatías.

– Un camarero jefe ¿tiene que saber de submarinismo, Carl? -preguntó Assad.

Carl sacudió la cabeza.

– Puede que no sea más que un hobby.

Hojeó en el montón de papeles y encontró un borrador de manual escrito pulcramente con letra cursiva: «Instrucciones para pruebas de presión de contenedores, por Henrik Jensen, HJ Industries, 10/11/1986».

– ¿Puedes leer esto, Carl? -se sorprendió Assad con los ojos pegados al texto. Estaba claro que él no era capaz.

En la primera página había varios diagramas y esquemas de la disposición de las tuberías. Al parecer, se trataba de instrucciones para efectuar cambios en unas instalaciones existentes, probablemente lo que HJ Industries recibió de Interlab al comprar los edificios. Repasó lo mejor que pudo la hoja escrita a mano, y se fijó en las palabras «cámara de descompresión» y «encerrar».

Levantó la cabeza y vio un primer plano de Merete Lynggaard, fijado en el tablón de anuncios encima del montón de papeles. Las palabras «cámara de descompresión» volvieron a resonar en su cabeza.