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– ¿Cómo me habéis encontrado? -preguntó, mientras doblaba la escopeta y metía más cartuchos. Avanzó hasta donde estaban. No cabía duda de que apretaría el gatillo cuando quisiera.

– Todavía estás a tiempo, Lasse -dijo Carl, incorporándose un poco del suelo para que Assad pudiera liberarse de su cuerpo-. Si te entregas ahora pasarás sólo unos años en la cárcel. De lo contrario es la perpetua, por asesinato.

El tipo sonrió. No era difícil de entender que las mujeres se enamorasen de él. Era un diablo disfrazado.

– Entonces hay muchas cosas que no sabéis -repuso, apuntando directamente a la sien de Assad.

Eso es lo que tú crees, pensó Carl, mientras notaba la mano de Assad abriéndose camino en el bolsillo de su chaqueta.

– He pedido refuerzos. Mis compañeros llegarán pronto. Dame esa escopeta, Lasse, y terminemos con esto.

Lasse sacudió la cabeza. No se lo creía.

– Mataré a tu compañero si no respondes. ¿Cómo me habéis encontrado?

Teniendo en cuenta la presión que debía de sufrir, su autocontrol era excesivo. Probablemente estaba loco de atar.

– Fue Uffe -respondió Carl.

– ¿Uffe? -se sorprendió el hombre, y la expresión de su rostro cambió. Aquella información no encajaba en el mundo que estaba decidido a gobernar-. ¡Chorradas! Uffe Lynggaard no sabe nada, y no habla. He leído la prensa de los últimos días. No ha dicho nada, estás mintiendo.

Carl notó que Assad había agarrado la navaja de muelles.

A tomar por culo las regulaciones de la ley de armas. Sólo esperaba que Assad tuviera tiempo de emplearla.

Se oyó un ruido en los altavoces de la pared. Como si la mujer de la cámara intentara decir algo.

– Uffe Lynggaard te reconoció en una foto -continuó Carl-. Una foto en la que aparecéis tú y Dennis Knudsen de jóvenes. ¿Recuerdas la foto, Átomos?

El nombre le escoció como una bofetada. Era evidente que el sufrimiento padecido por Lasse Jensen durante años estaba aflorando a la superficie.

Torció el gesto y asintió en silencio.

– Vaya, ¡también sabes eso! Así que supongo que lo sabéis todo. Entonces comprenderéis que tenéis que acompañar a Merete.

– No te queda tiempo, la ayuda está en camino -añadió Carl inclinándose un poco hacia delante para que Assad pudiera abrir la navaja y asestar una cuchillada. La cuestión era si el psicópata tendría tiempo de apretar el gatillo antes.

Si apretaba ambos gatillos a la vez de cerca, tanto Assad como él podían darse por perdidos.

Lasse volvió a sonreír. Se había recuperado ya. La marca de clase del psicópata. Nada lo afectaba.

– Lo conseguiré, estate seguro.

El tirón del bolsillo de la chaqueta de Carl y el consiguiente clic de la navaja al abrirse coincidieron con el sonido de la carne al pincharla. Nervios cortados, músculos que se desgarraban. Carl vio la sangre de la pierna de Lasse a la vez que Assad daba un golpe hacia arriba al cañón de la escopeta con su brazo izquierdo ensangrentado. El estruendo junto a su oído cuando Lasse apretó el gatillo por puro reflejo lo dejó completamente sordo, y vio que Lasse caía hacia atrás en silencio y Assad se abalanzaba sobre él con la navaja en alto para apuñalarlo.

– ¡No! – chilló Carl, y apenas oyó lo que gritaba. Intentó levantarse, pero se dio cuenta del alcance del disparo que había recibido. Miró al suelo, donde la sangre se había corrido en forma de rayas. Luego se llevó la mano al muslo y apretó mientras se levantaba.

Assad, sangrando, estaba sentado sobre el pecho de Lasse, y tenía la navaja contra su cuello. Carl no lo oyó, pero vio que Assad gritaba al hombre que tenía debajo, y que Lasse escupía a Assad después de cada palabra.

Entonces poco a poco fue recuperando la audición en un oído. Ahora el relé del techo había vuelto a empezar a aspirar aire de la cámara. Esta vez el silbido estaba un tono más alto que antes. ¿O era quizá el sentido del oído que le jugaba una mala pasada?

– ¿Cómo se para este puto trasto? ¿Cómo se cierran las válvulas? ¡Suéltalo! -gritó Assad sabe Dios cuántas veces, seguido cada vez por los escupitajos de Lasse.

Entonces Carl se dio cuenta de que por cada escupitajo que recibía, Assad apretaba un poco más con la navaja la garganta de Lasse.

– ¡He rebanado el pescuezo a mejores personas que tú! -gritó Assad, arañándolo y haciendo que brotara la sangre.

Carl no sabía qué pensar.

– Aunque lo supiera, no lo diría -masculló Lasse entre dientes. Carl miró la pierna de Lasse, donde Assad lo había apuñalado. La hemorragia no parecía grave. No era como cuando se corta la arteria femoral, pero no dejaba de ser peligroso.

Miró al manómetro, donde la presión disminuía lenta pero continuamente. ¿Dónde coño se habían metido los refuerzos? Los de Holmen ¿no habían dado la voz de alarma a sus compañeros, como les pidió? Carl se apoyó en la pared, sacó el móvil y marcó el teléfono del servicio de guardia. Iba a llegar ayuda dentro de pocos minutos. Sus compañeros y las ambulancias iban a tener de qué ocuparse.

No sintió el golpe contra su brazo, sólo observó que el móvil golpeaba el suelo y su brazo caía al costado. Se volvió de pronto y vio que el ser flaco que estaba detrás asía la placa de hierro que habían empleado para romper el candado y golpeaba a Assad en la sien.

Assad cayó a un lado sin decir palabra.

Después el hermano de Lasse avanzó un paso y pisoteó el móvil hasta descuartizarlo.

– Dios mío, ¿es grave, mi niño? -se oyó detrás. La mujer avanzó en su silla de ruedas con el disgusto pintado en su rostro. No prestó atención al hombre desvanecido en el suelo. No veía más que la sangre que brotaba de los pantalones de su hijo.

Lasse se levantó con dificultad y miró cabreado a Carl.

– No es nada, mamá -la tranquilizó, sacando un pañuelo del bolsillo del pantalón, quitándose el cinto de un tirón y apretándolo bien en torno al muslo, ayudado por su hermano.

La mujer pasó junto a ellos y miró al manómetro.

– ¿Cómo te va, puta zorra? -gritó hacia el cristal.

Carl miró a Assad, que respiraba débilmente tumbado en el suelo. Tal vez sobreviviera. Carl deslizó la mirada por el suelo, esperando divisar la navaja. Tal vez estuviera debajo de Assad, tal vez quedara a la vista cuando el tipo flaco se moviera un poco.

Fue como si el flaco lo hubiese notado. Se volvió hacia Carl con una expresión infantil en el rostro. Como si Carl fuera a robarle algo o quizá incluso a pegarlo. La mirada que dirigió a Carl estaba modelada por la soledad de la infancia. Por otros niños que no entendían lo vulnerable que podía ser un individuo cándido. Levantó la placa de hierro y apuntó a la garganta de Carl.

– ¿Quieres que lo mate, Lasse? Puedo hacerlo.

– No hagas nada -gruñó la mujer, acercándose.

– Siéntate, poli de mierda -ordenó Lasse mientras se levantaba completamente-. Ve a buscar la batería, Hans. Vamos a volar la casa. Es lo único que podemos hacer. Date prisa. Dentro de diez minutos estaremos lejos de aquí.

Cargó la escopeta de cartuchos y siguió con la mirada a Carl, quien resbaló por la pared hasta quedar sentado con la compuerta a la espalda.

Entonces Lasse arrancó la cinta adhesiva de los cristales y tiró de las cargas explosivas hacia sí. Con un rápido movimiento de la mano enroscó la mezcla mortal de cables y detonadores en torno al cuello de Carl como si fuera una bufanda.

– No vas a sentir nada, así que no tengas miedo. Pero para ésa va a ser diferente. Así tiene que ser -dijo Lasse con frialdad, y arrastró las bombonas de gas hacia la pared de la cámara de descompresión, detrás de Carl.

En ese momento entró su hermano con una batería y un rollo de cable.

– No, vamos a hacerlo de otra forma, Hans. Vamos a volver a sacar la batería. Sólo tienes que hacer la conexión -declaró Lasse, enseñándole cómo había que conectar las cargas explosivas del cuello de Carl al alargador y después a la batería-. Deja mucho cable. Tiene que llegar hasta el patio.