Las cosas y lugares se pueden recobrar en el futuro, pero como ilusión, una danza fantasmal de electrones, fotones, neutrones. He aquí la realidad palpable. Esta imagen de la pared vino de un puesto ribereño de tiempo atrás, aquélla se tomó cuando la gente usaba cámaras. La mesa es igualmente vieja, con la madera señalada por el uso y con dos quemaduras de cigarro. El resto del mobiliario también es acogedoramente decrépito. El libro tiene peso, sus páginas manchadas se quiebran entre los dedos, el nombre garabateado en la solapa está borroso, pero no olvidado.
Ya no hay cementerios. La muerte es demasiado rara, la tierra demasiado preciosa. Los documentos funerarios de los humildes duraban poco de todos modos. Uno busca a tientas —en una ciudad que se ha vuelto exótica, en un retazo de campiña donde la hierba y las flores silvestres han recobrado los cultivos— y se queda allí un rato, sin sentirse solo, antes de musitar:
—Ahora adiós, y gracias.
12
El fuego creaba un viento que impulsaba la Piteas. El Sol se encogía a popa, despacio al principio, bajo la aceleración lenta, apenas un astro más brillante cuando la nave se aproximó a Júpiter.
Las estrellas llenaban esa vasta noche con fulgores radiantes y parejos, blancos, azulados, amarillentos, rojizos. La Vía Láctea surcaba el firmamento como un río de escarcha y luz. Las nebulosas relucían en la muerte y el nacimiento de los soles. Al sur resplandecían las Nubes de Magallanes. Exquisita en la lejanía, titilaba una galaxia en espiral.
Hanno y Svoboda miraban el espléndido cielo desde el centro de mando.
—¿En qué piensas? —preguntó Hanno.
—En los grandes virajes —respondió Svoboda en voz baja.
—¿Qué?
—Esta maniobra que debemos realizar. Claro que no es absolutamente irrevocable. Aún podríamos regresar…, nos queda tiempo, ¿verdad? Pero lo que ocurrirá pronto, el cambio de curso, es como…, no sé. Ni el nacimiento ni el matrimonio ni la muerte. Algo igualmente extraño.
—Creo entenderte —asintió— aunque soy un pragmático incorregible. Peregrino, por cierto, te entiende. Me comentó que él y Corinne planean una ceremonia. Tal vez todos debiéramos asistir. Svoboda sonrió.
—Rito de pasaje —murmuró—. Debí darme cuenta de que Peregrino lo entendería. Espero que me reserve un papel.
Hanno frunció el ceño. Todos habían formado parejas informales y más o menos tácitas, Hanno con Svoboda, Peregrino con Macandal, Patulcio con Aliyat, Tu Shan y Yukiko renovando su alianza. Claro que todos habían tenido relaciones mutuas. Era inevitable que hubieran cambiado en ocasiones, durante la prolongada duración de su mascarada. Pero desde entonces habían estado más separados que juntos. ¿A cuántos peligros emocionales se enfrentaban en este viaje? Quince años de travesía, sin saber qué aguardaba al final…
Al margen de las separaciones, una pareja adquiría bastante sensibilidad mutua al cabo de siglos. Svoboda cogió la mano de Hanno.
—No te preocupes —le dijo en el inglés americano que era la lengua muerta favorita de ambos—. Sólo tengo en mente un… acto solemne. Necesitamos salir de nosotros mismos. Es un error llevar nuestras mezquindades a las estrellas.
—Pero lo haremos —dijo Hanno—. No podemos evitarlo. ¿Cómo puedes evitar ser lo que eres?
13
Los campos protectores desviaron la radiación de partículas cuando la Piteas rozó Júpiter. El planeta apoyó su manzana gravitatoria en la nave y la arrancó de la eclíptica, impulsándola al norte, hacia Pegaso. A bordo sonaba un tambor, se celebraba una danza, una canción invocaba a los espíritus.
A distancia segura, salieron los robots. Trabajando alrededor del casco, desplegaron estructura con la pala y la cámara flamígera. A estas alturas, el impulso del motor cohete les había dado considerable velocidad. La interacción con el medio interestelar cobraba relevancia. Por pautas terrícolas ese medio era un vacío que promediaba un átomo por centímetro cúbico, sobre todo de hidrógeno. Pero un ancho embudo viajando a gran velocidad recogería mucha materia. Cuando los robots regresaron adentro, la Piteas semejaba un torpedo atrapado en la red de un pescador gigante.
Los tripulantes enfocaron el haz láser hacia la Tierra, pronunciaron pequeños discursos, recibieron buenos augurios ceremoniales.
Los iones y energías que los rodearían pronto bloquearían las comunicaciones electromagnéticas. Los neutrinos modulados atravesaban esa barrera y la Piteas podía recibirlos, pero los haces que podía irradiar se dispersaban demasiado pronto. La enorme instalación que era capaz de despachar un mensaje identificable a cientos o miles de años luz se fijó en su sitio, apuntando a blancos remotos que tal vez al final respondieran.
A través y más allá de la red, hasta miles de kilómetros, los campos cosechadores cobraron existencia. Sus intrincadas, potentes y precisas fuerzas se entrelazaron, una configuración cambiante modelada por los ordenadores de control y lo que ellos recibían por los sensores. Nuevos haces láser brotaron como espadas de la proa de la nave, separando los electrones del núcleo. Los campos capturaron el plasma y lo barrieron hacia atrás, lejos del casco; el impacto sobre el metal habría liberado rayos X en una concentración letal. El gas fue a popa, hacia la cámara flamígera, que era un vórtice magnetohidrodinámico.
Otro motor inmaterial liberó parte de la antimateria que llevaba suspendida, la ionizó, la descargó en el remolino y el gas estelar. Las partículas chocaron, se aniquilaron, se transformaron en energía, la conversión máxima, nueve veces 1020 ergios por gramo. Esa furia encendió reacciones de fusión en otros protones, y las continuó. Detrás del escudo de popa de la Piteas ardía un sol diminuto.
Impulsados por ese sol, los campos arrojaban el plasma hacia atrás. La reacción empujaba la nave. La tripulación recobró el peso, una gravedad terrestre de aceleración, novecientos ochenta centímetros por segundo añadidos cada segundo a la velocidad.
Con esa aceleración creciente, en menos de un año los viajeros recorrerían medio año luz de distancia, y se acercarían a la velocidad de la luz.
14
Nada natural podía guiar esa nave. Se guiaba a sí misma, un conjunto de sistemas conectados en una unidad tan compleja como un organismo viviente, manteniendo un movimiento externo y un ámbito interno. Los humanos se transformaron en pasajeros que ocupaban su tiempo como mejor podían.
Los aposentos eran crudamente funcionales, ocho cámaras individuales, un gimnasio, un taller, una cocina, un comedor, una sala común, instalaciones auxiliares como cuartos de baño y una cámara de sueños. Volver esos aposentos más acogedores complacía a quienes tenían ese talento. Yukiko propuso comenzar por la sala común.
—Es donde estaremos juntos —dijo—. No sólo para buscar diversión y compañía. También para compartir problemas, comunión o adoración.
Hanno asintió.
—Nuestra plaza del mercado —convino—. Y los mercados comenzaron con templos.
—Bien —advirtió Tu Shan—, será mejor que planifiquemos las cosas para que la decoración no interfiera con el uso.
Los tres se reunieron allí una noche. La nave mantenía el inmemorial ciclo terrícola de día y noche, el reloj cuyo ritmo regía la vida y su evolución. Gradualmente cobraría el ritmo del mundo de destino. Habían cenado y los demás se habían ido a descansar o a recrearse. En el corredor, el crepúsculo se disolvía en la oscuridad. Pronto se encenderían las suaves y espaciadas luces de los pasillos.