Sin duda los viajeros tenían un motivo de celebración. Macandal estuvo tres días preparando el banquete. Estaba picando y batiendo en la cocina cuando apareció Patulcio.
—Hola —saludó ella en inglés, todavía su idioma favorito—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Él sonrió levemente.
—O yo por ti. Creo que he recordado cómo era ese entrante que mencioné.
—¿De veras? —Macandal dejó el cuchillo y se tocó la barbilla—. Ah sí. Tahini algo. Lo describiste como algo sabroso, pero ninguno de los dos recordaba qué era el tahini.
—¿Cuánto más habremos olvidado? —murmuró él. Irguió los hombros y habló animadamente—. He evocado el recuerdo, al menos en parte. Era una pasta hecha de sésamo. El plato en que pensé lo combinaba con ajo, zumo de limón, comino y perejil.
—Espléndido. El nanoprocesador puede hacer sésamo, y aquí hay una trituradora, pero tendré que experimentar, y tú me dirás si ando cerca o no. Tendría que congeniar con otras hors d'oeuvres que estoy planeando. No queremos nada demasiado pesado antes del plato principal.
—¿Cuál será, o todavía es un secreto?
Macandal estudió a Patulcio.
—Lo es, pero te lo revelaré si cierras el pico. Ganso con curry.
—Delicioso, sin ninguna duda —dijo él inexpresivamente.
—¿Es todo lo que tienes que decir tú, nuestro campeón de los glotones?
Patulcio se volvió para irse. Ella le tocó el brazo.
—Espera —murmuró—. Te sientes mal, ¿verdad? ¿Puedo ayudarte?
Él miró hacia otra parte.
—Lo dudo. A menos… —Tragó saliva y torció la cara—. No importa.
—Vamos, Gneo. Hemos sido amigos durante mucho tiempo.
—Sí, tú y yo podríamos confortarnos mutuamente en vez de… ¡De acuerdo! —escupió—. ¿Puedes hablarle a Aliyat? No, claro que no. Y si lo hicieras, ¿de qué valdría?
—Suponía que era eso —murmuró Macandal—. Sus travesuras. Bien, no me alegra que Peregrino pase algunas noches con ella, pero ella lo necesita. Pienso que Hanno hace mal en ignorar las insinuaciones de Aliyat.
—Ninfomanía.
—No, no creas. Búsqueda de amor, de seguridad. Y… algo que hacer. Ya pasa demasiado tiempo en la caja de sueños.
Patulcio se golpeó la palma con el puño.
—Pero yo no soy algo que hacer, ¿eh?
—¿Ya no? También lo sospechaba. Pobre Gneo. —Macandal le tomó la mano entre las suyas—. Escucha, la conozco bien, mejor que nadie. No creo que quiera herirte. Si te elude, bien» es porque se siente… ¿avergonzada? No, más bien teme lastimarte más. —Hizo una pausa—. La llevaré aparte y le hablaré como una tía severa.
Él se sonrojó.
—No por mí, por favor. No quiero piedad.
—No, pero mereces más consideración de la que has recibido.
—El sexo no es gran cosa, a fin de cuentas.
—Una filosofía sensata —dijo Macandal—, pero difícil de practicar cuando no eres santo y tu cuerpo no envejece. Como bien sé. No podemos permitir que te tortures, Gneo. Si yo… —Cobró aliento, sonrió—. Tuvimos buenos momentos en el pasado, ¿verdad? Fue hace mucho tiempo, pero no los olvidé.
Él la miró atónito. Al cabo de un minuto tartamudeó:
—No hablas en serio. Eres muy dulce, pero no es necesario.
Macandal habló con calma.
—No creas que es misericordia. Me gustas mucho. Bien, no hay prisa. Tomémonos nuestro tiempo y veamos cómo van las cosas. Dios sabe que tiempo no nos falta, y si a estas alturas no hemos aprendido a ser pacientes, más nos vale abrir las compuertas. Me refiero a todos los que vamos a bordo.
Luego añadió:
—Es una lastima que esta gran misión no nos haya vuelto dignos de ella. Somos los mismos primitivos de siempre, limitados, necios, confundidos y ridículos. Los terrícolas de hoy no tendrían nuestros problemas. Pero somos nosotros, no ellos, quienes han venido aquí.
La Piteas continuó su vuelo. Transcurrieron otros tres años y medio de a bordo antes que el universo irrumpiera como el oleaje de una tormenta barriendo la cubierta de un barco griego.
20
Fue repentino.
La melodiosa voz rebotica anunció.
—¡Atención! ¡Atención! Los instrumentos detectan la entrada de un flujo anómalo de neutrinos. Parece estar en código.
Hanno soltó un juramento de marino que no se había oído en los últimos tres mil años y saltó de la litera.
—Luz —ordenó. La iluminación bañó el cuarto, arrojando un fulgor ambarino en el pelo de Svoboda y un color tenue entre las paredes.
—¿De la Tierra? —jadeó Svoboda, irguiéndose—. ¿Han construido un transmisor?
Hanno se estremeció.
—Creo que la Piteas reconocería…
La respuesta lo interrumpió:
—La dirección de origen se está haciendo evidente. Está hacia delante y se emite por banda y no por haz. Hay modulación de pulso, amplitud y rotación. Todavía estoy observando y analizando para determinar la velocidad de la fuente y compensar el corrimiento Doppler y la dilación temporal. De hecho, el patrón parece matemáticamente simple.
—Sí, empieza por indicarnos que es artificial. —Hanno tocó el intercomunicador—. ¿Habéis oído? Reunios en el comedor. Iré allí cuanto antes. —Casi innecesariamente cogió su ropa—. ¿Quieres venir, Svoboda?
Ella sonrió con picardía.
—Intenta detenerme.
Tal vez fue igualmente superfluo buscar la sala de mando. Quizá no fuera aconsejable esperar en medio de las pantallas. La majestuosa vista podía intimidar el ánimo y obnubilar la mente. Pero estar sentados allí, cogidos de la mano, observando los números y despliegues gráficos que generaba la nave, era como mantener aferrada una realidad que de otro modo se disiparía en el vacío.
—¿Sabes algo más? —preguntó Svoboda.
—Dale una oportunidad al ordenador —rió Hanno—. Sólo ha tenido unos minutos.
—Cada minuto nuestro es como una hora exterior. ¿Y cuántos kilómetros recorridos?
—Detecto una fuente similar, mucho más débil pero fortaleciéndose —dijo la nave—. Está en el lado opuesto de nuestro curso proyectado.
Hanno escrutó un rato el cielo distorsionado.
—Sí —dijo lentamente—, creo que entiendo. Ellos saben nuestro rumbo aproximado, y han enviado mensajeros para interceptarnos. Claro que no pueden discernirlo con exactitud. Les habrán parecido posibles varios destinos y no podían prever factores tales como el combustible que usaríamos, así que enviaron varios mensajeros, ampliamente distribuidos, para irradiar mensajes a las zonas que probablemente atravesaríamos.
—¿Ellos?
—Los Otros. Los alienígenas. Quienes sean, o lo que sean. Al fin hemos dado con una civilización con navegación estelar. O ella nos ha encontrado a nosotros.
Ella alzó los ojos embelesada.
—¿Establecerán contacto?
—No creo. Dadas las incertidumbres y las distancias, y el largo tiempo que podemos tardar en llegar, no enviarían tripulaciones vivientes. Deben de ser naves robóticas de baja masa y alto impulso, quizá fabricadas con este propósito.
Ella calló medio minuto.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —dijo al fin, casi con fastidio. —Vaya, es obvio —respondió Hanno, sorprendido—. La radiación de nuestra planta energética nos precedió sólo durante el primer año, hasta que nos aproximamos a la velocidad de la luz. No sería antelación suficiente, si se propusieran encontrarnos cuando la recibieron. No pueden vivir en las cercanías, o los habríamos detectado desde el Sistema Solar.