Выбрать главу

—Comparte tu visión —añadió Marc Aurel Stein—. Yo morí satisfecho porque fui donde había deseado ir durante sesenta años. Ayúdalos a desear lo mismo.

—¡Ja! ¿Por qué se resisten? —rugió Peter Freuchen—. ¡Por Dios, qué aventura! ¡Llámame de nuevo cuando llegues allí, muchacho!

—Dadme vuestro consejo —suplicó Hanno—. He descubierto que no soy ningún Boecio, para consolarme con la filosofía. Quizás haya cometido un tremendo error. Dadme vuestra fuerza.

—Sólo hallarás fuerza en ti mismo —declaró Henry Stanley—. No en fantasmas como nosotros.

—¡Pero no sois fantasmas! Os han hecho a partir de lo que fue real…

—Si algo de lo que hicimos sobrevive hasta hoy, deberíamos estar orgullosos —dijo Nansen—. Vamos, démosle utilidad. Tratemos de brindar buenos consejos.

Willem Barents tiritó.

—¿Para un viaje tan extraño, que quizá termine en una muerte solitaria? Encomienda tu alma a Dios, Hanno. No hay nada más.

—No, les debemos algo más —dijo Nansen—. Son humanos. Mientras los hombres y mujeres continúen viajando, serán humanos.

25

Macandal miró de hito en hito a los seis que se sentaban con ella a la mesa del comedor.

—Supongo que os imagináis por qué os he hecho venir —dijo.

La mayoría permanecieron inmóviles. Svoboda hizo una mueca. Peregrino le apoyó la mano en el muslo.

Macandal cogió una botella y llenó una copa. El clarete gorgoteó con su color rosado y su aroma impregnó el aire. Ella pasó la botella. Había copas para todos.

—Primero bebamos un trago —propuso.

Patulcio intentó una broma.

—¿Sigues el ejemplo de los antiguos persas? ¿Recuerdas ? Cuando debían llegar a una decisión importante, discutían una vez estando sobrios y una vez estando ebrios.

—No es tan mala idea —dijo Macandal—. Mejor que estas drogas y neuroestimulantes modernos.

—Al menos el vino cuenta con una tradición —murmuró Yukiko—. Tiene un sentido que lo trasciende.

—¿Cuánta tradición queda en el mundo? —preguntó con amargura Aliyat.

—Nosotros somos sus portadores —dijo Peregrino—. Somos la tradición.

La botella circuló. Macandal alzó la copa.

—Por el viaje —brindó. Y al cabo de un momento—. Sí, bebed, todos. Esta reunión está destinada a restaurar algo bueno.

—Si no ha sido totalmente destruido —protestó Tu Shan, pero participó con los demás en la pequeña e intensa ceremonia.

—Bien —dijo Macandal—, escuchad ahora. Sabéis que os he perseguido a todos, discutiendo, adulando, rabiando, tratando de abatir esas murallas de furia que habéis construido alrededor de vosotros mismos. Tal vez algunos no hayáis notado que he hablado con cada uno de vosotros. Esta noche lo hacemos abiertamente.

—¿De qué hay que hablar? —preguntó con cierta frialdad Svoboda—. ¿Reconciliación con Hanno? No tenemos rencillas. Nadie ha soñado con amotinarse. Es imposible. Un cambio de curso de regreso a Feacia también es imposible; no tenemos suficiente antimateria. Tratamos de sobrellevar las cosas como podemos.

—Encanto, sabes muy bien que no es así —replicó Macandal con voz acerada—. La cortesía glacial y la obediencia mecánica no nos llevarán a destino. Necesitamos recobrar nuestra camaradería.

—Ya me lo has dicho, y a todos, una y otra vez —masculló Peregrino—. Tienes razón, desde luego. Pero nosotros no la rompimos. Fue él.

Macandal lo miró largo rato.

—Estás muy dolido, ¿eh?

—Era mi mejor amigo —contestó Peregrino, detrás de su máscara.

—Aún lo es. Eres tú quien lo ha excluido.

—Bien, él… —Peregrino calló.

Yukiko asintió.

—Entonces también intentó acercarse a ti —dedujo—. A todos, estoy segura. Con tacto, admitiendo que podía estar equivocado…

—No se ha arrastrado —concedió Tu Shan—, pero ha abandonado su orgullo.

—Sin insistir en que nosotros estábamos equivocados —añadió Svoboda, casi sin querer.

—Aunque tal vez lo estemos —argumentó Yukiko—. Había que escoger, y sólo él podía hacerlo. Al principio tú también querías esto. ¿Estás segura de que no fue sólo tu orgullo lo que te puso contra él?

—¿Por qué cambiaste de parecer y te uniste a nosotros?

—Por vosotros mismos.

Tu Shan suspiró.

—Yukiko me ha sostenido —dijo a los demás—. Y Hanno… bien, no he olvidado lo que hizo por nosotros dos en el pasado.

—Ah, ahora lo veis con mayor claridad —observó Patulcio—. Yo también, yo también. No estoy de acuerdo con él, pero ya no le guardo tanto rencor. ¿Quién le aconsejó cómo hablar con nosotros?

—Ha tenido mucho tiempo para pensar —contestó Macandal.

Aliyat tiritó.

—Demasiado. Ha sido demasiado tiempo.

Svoboda habló sin rodeos.

—No sé cómo podremos recobrar nuestro afecto por él. Pero tienes razón, Corinne, debemos reconstruir… tanta confianza como sea posible.

Todos asintieron. No era una culminación, sino el reconocimiento de algo previsto, tan lento y renuente en su crecimiento que llegaba como una sorpresa.

—Magnífico —dijo Macandal—. Magnífico. Bebamos por eso, y luego nos relajaremos para hablar de viejos tiempos. Mañana prepararé un banquete, haremos una fiesta, lo invitaremos y nos embriagaremos con él… —Soltó una risotada—. ¡Al mejor estilo persa!

Horas después, cuando ella y Patulcio estaban en la habitación de Macandal, preparándose para ir a la cama, él dijo:

—Has estado espléndida querida. Debiste dedicarte a la política.

—Lo hice una vez, en cierto modo, ¿recuerdas? —respondió Macandal con una sonrisa. —Hanno te lo pidió desde el principio, ¿verdad?

—Eres muy astuto, Gneo.

—Y tú le indicaste cómo comportarse con cada uno de nosotros, mes tras mes. Con cuidado y con paciencia.

—Bueno, le hice sugerencias. Y recibió ayuda de la nave. Consejos. Nunca me habló mucho de ello. Creo que fue una experiencia que le tocó el corazón. —Macandal hizo una pausa—. Él siempre cuidó su corazón, demasiado; supongo que por las pérdidas que sufrió en tantos miles de años. Pero además no es necio cuando debe tratar con la gente.

Patulcio la miró un rato. Ella se había quitado la bata y se erguía ante él, esbelta y oscura. La cara de Corinne contra esa pared con lirios pintados le hizo recordar Egipto.

—Eres una gran mujer —afirmó Patulcio.

—Tú no eres mal tío.

—Gracias por… aceptarme —continuó él—. Sé que te dolió cuando Peregrino se fue con Svoboda. Creo que todavía te duele.

—Es bueno para ellos. Tal vez no ideal, pero bueno; y necesitamos relaciones estables. —Macandal echó la cabeza hacia atrás y rió de nuevo—. ¡Oye, escúchame! ¡Hablo como una asistente social del siglo veinte! —Contoneó las caderas—. Ven aquí, chaval.

26

Nubes enormes y negruzcas se acumulaban sobre el promontorio, surcadas de relámpagos y truenos. El fuego del altar brincaba arrojando chispas como estrellas en el viento. Los acólitos llevaron la víctima al sacerdote. El cuchillo centelleó. En el bosquecillo los fieles aullaron. A lo lejos, en el mar blanco, emergían monstruos de las profundidades.

—¡No! —gimió Aliyat—. ¡Esperad! ¡Es un niño!

—Es una bestia, un cordero —respondió Peregrino en medio del ruido; pero seguía mirando hacia otra parte.

—Es ambas cosas —dijo Hanno—. Quedaos quietos.

El cuchillo relumbró, la víctima se agitó, la sangre cubrió la piedra. El sacerdote arrojó el cuerpo a las llamas. La carne chisporroteó sobre las ascuas, se desprendió de los huesos y arrojó un humo denso. A través de la tormenta, terribles en su esplendor, vinieron los dioses.