Alto como una columna, robusto como un toro, la barba derramada sobre la piel de león que lo cubría, los ojos reflejando el resplandor del fuego, Melqart aspiró profundamente. Se relamió los labios.
—Está hecho, es bueno, es vida —tronó.
El viento agitaba la cabellera de Ashtoreth, la lluvia la constelaba de gemas, la luz de los relámpagos relucía sobre los pechos y el vientre. Ella también aspiró. Cogió el gigantesco miembro de Melqart como si fuera un cayado y alzó la mano izquierda al cielo.
—¡Traed al Resucitado! —exclamó.
Baal-Adon se apoyaba en Adat, su amada, su viuda, su vengadora. Tambaleaba, aún encandilado después de la penumbra de los infiernos; temblaba, aún tieso después del frío de la tumba. Ella lo guió hacia el humo de la ofrenda. Adat cogió el cuenco lleno de sangre y le dio a beber. Baal-Adon recobró la tibieza, la belleza, la lucidez. Vio y oyó cómo hombres y mujeres copulaban en el bosquecillo y en toda la comarca en honor de su despertar; y se volvió hacia su consorte. Más dioses acudieron, Chushor desde las olas, Dagón desde los sembrados, Aliaan desde los manantiales y las aguas subterráneas. Resheph desde la tormenta, y muchos más. Las nubes se entreabrían. A lo lejos relucían las columnas gemelas y el lago puro ante el hogar de Él.
Un rayo de sol bañó a los ocho que se erguían en el tophet cerca del betyl, invisibles para el sacerdote y los acólitos. Los dioses los miraron alarmados. Melqart alzó el garrote que había vencido al Mar, el Caos primordial, en el alba del mundo.
—¿Quién se atreve a hollar el santo de los santos? —bramó.
Hanno se adelantó.
—¡Oh, temibles! —dijo con calma y respeto, pero sin humillarse, mirando directamente a los ojos—, somos ocho que vienen desde la lejanía del espacio, el tiempo y la extrañeza. Nosotros también dominamos los poderes del cielo, la tierra y el infierno. Pero ansiamos ser vuestros huéspedes y aprender las maravillas de vuestro reinado. Mirad, traemos regalos. —Señaló joyas de oro, gemas, maderas preciosas, incienso.
Melqart bajó el arma y observó con una codicia similar a la que pronto manifestó Ashtoreth; pero la diosa miraba a los hombres.
27
Se desconectaron uno por uno. Era simple, bastaba con quitarse los cascos de inducción y los trajes de realimentación. La red de unión entre ellos y el ordenador creativo que los guiaba ya se había esfumado; la pseudoexperiencia había terminado. No obstante, después de salir de las cabinas al vestíbulo de la cámara de sueños, tardaron varios minutos en recobrarse. Se cogían de la mano, buscando reconfortarse.
—Creí saber algo sobre el antiguo Próximo Oriente —dijo al fin Patulcio—. Pero eso fue lo más espantoso…
—Horror y maravilla —dijo Macandal con voz trémula—. Lujuria y amor. Muerte y vida. ¿Era realmente así, Hanno?
—No estoy seguro —respondió el capitán—. La Tiro histórica que visitamos me pareció bastante atinada. —Una alucinación multisensorial donde el ordenador usaba los recuerdos de Hanno y luego dejaba que los participantes interactuaran como si estuvieran en un mundo material—. Es difícil decirlo, después de tanto tiempo. Además, sabéis que yo había intentado olvidar, distanciarme de lo que había de malo en ello. En cuanto al universo conceptual fenicio… No, creo que nunca pensé de ese modo, ni siquiera cuando era joven y me creía mortal.
—No importa la autenticidad —dijo Yukiko—. Queremos practicar el encuentro con seres extraños, y esto fue bastante extraño.
—Demasiado. —El robusto cuerpo de Tu Shan tembló—. Ven, querida. Quiero un momento de ternura y humanidad. ¿Tú no? —Ella lo acompañó afuera.
—¿Con qué sociedad probaremos luego? —preguntó Svoboda. Se volvió hacia Peregrino—. Las que tú conociste debían de resultar igualmente extrañas para el resto de nosotros.
—Sin duda —replicó él de mal talante—. A su debido tiempo, sí, las visitaremos. Pero primero un ámbito más… racional. ¿China, Rusia? —Tenemos mucho tiempo —dijo Patulcio—. Será mejor digerir esto antes de pensar en otra cosa. ¡Kyrie eleison, haber presenciado a los dioses actuando! —Cogió la manga de Macandal—. Estoy extenuado. Un buen trago, un largo sueño y varios días de ocio.
—De acuerdo. —Ella sonreía con menos entusiasmo que de costumbre. Se marcharon.
Peregrino y Svoboda parecían excitados. Sus miradas se encendieron. Ella se ruborizó. Él respiraba agitadamente y también se marcharon.
Hanno hizo un esfuerzo para no mirarlos. Aliyat le había cogido la mano. Se la soltó.
—Bien, ¿cómo ha sido para ti? —le preguntó Hanno con voz opaca.
—Terror, éxtasis y… una especie de bienvenida —dijo Aliyat con un hilo de voz.
El asintió.
—Sí, aunque empezaste tu vida como cristiana, no ha de ser del todo extraño para ti. De hecho, sospecho que el programa usó algunos recuerdos tuyos como información cuando los míos no eran suficientes.
—Vaya extravagancia.
Hanno miró a lo lejos.
—Un sueño dentro de un sueño —murmuró, como si hablara solo.
—¿A qué te refieres?
—Svoboda entendería. Una vez ella y yo imaginamos qué clase de futuro habría si nos atrevíamos a revelar lo que éramos. —Hanno sacudió la cabeza—. No importa. Buenas noches.
Ella le cogió el brazo.
—No, espera.
Hanno se detuvo, enarcó las cejas, la miró con cautela y fatiga. Aliyat le cogió de nuevo la mano.
—Llévame contigo.
—¿Eh?
—Estás demasiado solo. Yo también. Volvamos a estar juntos.
—¿Te has cansado de subsistir con las sobras que dejan Svoboda y Corinne? —dijo Hanno con voz hiriente.
Por un instante ella palideció y soltó la mano.
—Sí —admitió luego, ruborizándose—. Tú y yo no somos la primera opción mutua, ¿verdad? Y nunca me perdonaste lo de Constantinopla.
—Vaya —dijo él sorprendido—, te dije que te perdoné. Una y otra vez. Esperaba que mis actos demostraran…
—Bien, simplemente no permitas que eso interfiera. ¿De qué vale vivir tantos siglos si no crecemos al menos un poco? Hanno, te ofrezco lo que nadie te ofrecerá todavía en esta nave. Quizá no te lo ofrezcan nunca. Pero estamos recobrando parte de lo que teníamos. Entre nosotros, tú y yo podríamos contribuir a la curación. —Irguió la cabeza—. Si no estás dispuesto a intentar, a ceder el turno, bien, buenas noches y al cuerno contigo.
—¡No! —Hanno la cogió por la cintura—. Aliyat, desde luego yo…, estoy abrumado…
—Claro que no estás abrumado, pillo calculador, y bien que lo sé. —Se le acercó y se abrazaron. Agitada y desaliñada, Aliyat añadió—: Claro que yo también soy mañosa. Supongo que siempre lo seré. Pero he aprendido mucho acerca de ti, Hanno. Esto no fue un sueño, sino que fue tan real como…, no, más real que estas malditas paredes. Tú te enfrentaste a los dioses, los burlaste y lograste que nos aceptaran, como nadie más lo habría hecho. Tú eres el capitán.
Aliyat alzó la cara. Le brillaban los ojos por las lágrimas, pero sonreía con picardía. —Ellos no me amedrentaron. Ésa es tu especialidad. Y si no podemos profesarnos una plena confianza mutua, si nuestro rencor no muere del todo…, vaya, ¿no le añade cierto sabor eso?
28
En los últimos meses, mientras la Piteas avanzaba cada vez más despacio hacia su destino, el universo volvió a ser familiar. Resultaba extraño que una noche cuajada de estrellas brillantes que no parpadeaban, ceñidas por la escarchada ruta de la galaxia, donde las nebulosas horneaban nuevos soles y mundos mientras monstruosas energías radiaban alrededor de los que morían, donde la luz de otros fuegos de artificio había partido antes del nacimiento de la humanidad, diera una sensación de hogar. Allí delante, Tritos tenía apenas la mitad del brillo de Sol, un tono amarillo que evocaba otoños en la Tierra. Pero también era un hogar.