—Ten cuidado —dijo Tu Shan con un dejo de ansiedad.
—También tú —replicó ella. Xenogea, sin duda, albergaba más sorpresas y traiciones de las que habían encontrado hasta el momento. Él había sufrido frecuentes lesiones. Era un encanto, pero se esforzaba en exceso.
Tu Shan negó con la cabeza.
—Temo por ti. Por lo que he oído, se trata de un asunto sagrado. ¿Sabemos cómo actuarán?
—No son estúpidos. No esperarán que yo conozca sus misterios. Recuerda que ellos pidieron que alguien fuese y… —¿Y qué? No estaba claro. ¿Ayuda, consejo, juicio?—. No nos han perdido ese respeto reverencial.
¿De verdad que no? ¿Qué sentía una criatura que no era de la Tierra y era tan distinta? Los nativos habían sido hospitalarios. Les habían cedido ese terreno. Es cierto que les habían ofrecido un terreno más cercano a la ciudad, pero los humanos temían problemas ecológicos. Habían intercambiado no sólo objetos, sino ideas, útiles además de bellas e interesantes. Pero esto sólo probaba que los ithagené —otra palabra griega— tenían sentido común, y quizá curiosidad.
—Debo irme. Pásalo bien.
Aliyat se marchó, cargando con la mochila. Había desarrollado músculos semejantes a los de un cinturón negro de judo, lo cual le daba un andar y una figura muy sexy, pero los huesos seguían siendo frágiles.
Un día nos marcharemos. Feacia espera, con la promesa de ser como la Tierra. ¿Miente? ¿Cuánto echaremos de menos este mundo de penurias y de triunfos? Cuatro ithagene esperaban en el extremo del sendero. Usaban cota de malla y sus filosas alabardas ganchudas relucían. Constituían una guardia de honor, o eso pensó Aliyat. Respetuosos, se dividieron para precederla y seguirla por el sinuoso camino que cruzaba la pared del fiordo y llegaba al río. En el muelle flotante, el enviado aguardaba en la nave que los había traído. Larga y grácilmente curvada en la proa y la popa, se parecía poco a las dos embarcaciones de construcción humana amarradas allí cerca. Pero tampoco había remeros, ni los mástiles tenían velas. Se valía de un generoso obsequio de los terrícolas, un motor confeccionado por los robots fabricantes. Constantes suministros de combustible lo mantenían en marcha.
Los humanos a menudo se preguntaban qué le estaban haciendo a esa civilización, para bien o para mal, y en última instancia, a ese mundo.
Aliyat reconoció a S'saa. No podía pronunciarlo mejor. Hizo lo posible con una frase que en Hestia interpretaban como un saludo formal y una plegaria. «Lo» respondió de la misma manera. («Lo, le, la»: ¿ Qué se podía hacer cuando había tres sexos y ninguno se correspondía exactamente con el masculino, el femenino y el neutro, y el idioma carecía de géneros?) Ella y su escolta abordaron la nave, un tripulante la apartó del muelle, otro cogió el timón, el motor ronroneó y avanzaron corriente arriba.
—¿Me puedes contar ahora que deseáis? —preguntó Aliyat.
—El problema es demasiado grave para mencionarlo en otra parte que no sea el Halidom —respondió S'saa—. Cantaremos sobre él.
Notas aguzadas para fijar un tono emocional, para preparar el cuerpo y la mente. Aliyat oía angustia, furia, temor, desconcierto, determinación. Sin duda perdía muchos matices, pero en los dos últimos años había empezado a comprender y sentir esa música, de un modo en que no había comprendido muchas músicas terrícolas. Peregrino y Macandal estaban experimentando con adaptaciones de los sonidos, componiendo canciones de sereno e inquietante poder.
Nadie hubiera pensado que esos seres fueran artistas. Torsos de tonel, algunos con ciento cincuenta centímetros de altura sobre cuatro piernas regordetas, cubiertas con escarnas pardas y correosas que se podían levantar para mostrar una suave superficie rosada destinada a la entrada de fluidos, la excreción, la sensación; no tenían cabeza, sino un bulto arriba, con una boca bajo una escama y cuatro tallos ópticos retráctiles; debajo cuatro tentáculos, cada cual terminado en cuatro dígitos, que se podían endurecer a voluntad. ¿Pero no parecería repulsivo un cuerpo tan exento de escamas como un cadáver desollado? Los humanos tomaban la precaución de andar totalmente vestidos entre los habitantes de Xenogea.
La veloz nave dejó atrás varias galeras que iban en la misma dirección, y luego a diversas embarcaciones de «pesca» o de carga. Ninguna iba corriente abajo; la marea había empezado a subir, y aunque la luna estaba distante ese día, el oleaje río arriba sería considerable. Con la bajamar saldrían las naves de carga. Ésta era una nación (?) de navegantes que cazaban grandes bestias acuáticas y cultivaban grandes campos de algas, comerciaban en las costas y entre las islas, ocasionalmente luchaban contra piratas o bárbaros u otros enemigos. Con el mayor tacto posible, los seis de Hestia se negaban a proporcionar ayuda militar porque desconocían sus códigos, sencillamente, esa civilización parecía ser la más avanzada del planeta, pero algún día querrían entablar relaciones con otras. Sin duda, sus amigos locales habrían hallado usos bélicos para lo que adquirían de ellos, además de los pacíficos.
Transcurrieron un par de horas. En el lado sur, el bosque cedía paso a huertos y sembradíos. El follaje estaba reseco. En el norte, mientras los cerros se elevaban en el fondo, los peñascos bajaban suavemente. Se irguieron torres en la brumosa distancia, cobrando nitidez. Se elevaban sobre los mástiles apiñados a lo largo de los muelles; Aliyat desembarcó en Xenocnosos.
Custodiada por el río y la flota, la ciudad no necesitaba murallas externas. Peristilos y fachadas con intrincadas esculturas se elevaban a lo largo de calles anchas y limpias. El vidrio reverberaba en colores contrastados. El efecto no era desconcertante sino armonioso, como de árboles y viñas entrelazadas o algas en una corriente submarina, extrañas de contemplar en un mundo tan parsimonioso. Allí no se veía la turbulencia de las multitudes humanas; incluso las miradas y comentarios que provocaba Aliyat eran decorosos. Eran las voces las que bailaban, gorjeaban, crecían, se unían, las voces y los sonidos de instrumentos.
No todo era así. Al escalar un cerro, Aliyat vio un campamento fuera de la ciudad, un mísero abarrotamiento de refugios improvisados. Los habitantes estaban incómodamente apiñados y guardias armados rondaban la zona. Aliyat sintió un escalofrío. Ésa debía de ser la razón por la cual la habían llamado.
En la cima del cerro se erguía el edificio que llamaban el Halidom. La intemperie había dado un tono ambarino a la piedra. En la Tierra jamas había existido semejante combinación de bóvedas y arcadas entrelazadas y ramificadas, ventanas en espiral y aleros con forma de cáliz. Allí la imaginación nunca había avanzado en esas direcciones. Cuando ellos transmitieran las imágenes, la arquitectura, la música, la poesía y muchas otras cosas quizá tuvieran un renacimiento, si a los humanos aún les interesaban esas cosas.
S'saa la acompañó al interior. Una vasta cámara en penumbra se abrió ante ellos. Los poderosos de Xenocnosos se habían reunido, expectantes, en un semicírculo ante una tarima. Allí se encontraban los tres (uno de cada sexo) que reinaban o presidían. Al oír hablar de ellos desde el espacio, Hanno había propuesto denominarlos la Tríada, pero los de Hestia luego consideraron que Trinidad era un nombre más adecuado.
Aliyat se acercó.
Esa noche llamó por radio desde el apartamento que le habían prestado. Se instaló allí: el mobiliario era poco adecuado, pero le bastaba. La ventana sin postigos dejaba penetrar la tibia oscuridad, el chasquido de la brisa. La pequeña luna cornúpeta teñía las nubes y arrojaba fantasmagóricos reflejos sobre el río. Varias fogatas ardían entre la gente del campamento.
El agotamiento le apagaba la voz, aunque su mente rara vez estaba tan lúcida.