Algo que las civilizaciones madres no hacían, no podían hacer.
—¿Iréis hacia Sol? —preguntó Yukiko con voz trémula.
—Algún día, quizá —dijo Ala Estelar.
—Improbable —afirmó Azogue—. Creo que lo que nos habéis revelado bastará… pues ellos han continuado evolucionando.
—Que Sol y Pegaso se comuniquen —insistió Ligero.
—No, eres demasiado impetuoso, y demasiado desconsiderado con nuestros amigos —amonestó Cascada de Luz—. Nosotros tenemos años por delante para reflexionar. Vosotros también —continuó, dirigiéndose a los humanos—, con vuestros congéneres del planeta, debéis reflexionar. ¿Queréis comenzar de inmediato?
Hanno y Yukiko intercambiaron una mirada. Ella asintió en silencio. Él también, al cabo de un momento. Se inclinaron, uno de los muchos movimientos que gradualmente había cobrado elocuencia, y salieron de la sala coralina.
Un pasadizo los llevó a lo largo de la gran curva de la nave. Más allá de la zona que estaba viva, se extendía una vista simulada de rojizas colinas, angostos peñascos, frondas ondeantes alrededor de un lago congelado, bajo un cielo azul violáceo donde los anillos se arqueaban como arco iris incesantes, un mundo que los alloi habían hallado una vez y consideraban bello, pues se parecía a su mundo madre antes de las máquinas. Habían dejado colonos.
Más allá se extendía una sala de ejercicios para los humanos. Podía girar en torno de un anillo hueco alrededor del casco para obtener mayor gravedad. Así conservaban un estado físico que les permitía visitar el planeta sin estar en excesiva desventaja ante quienes vivían allí.
Más adelante estaba el hogar de ambos, el jardín de Yukiko, un poste que sostenía un modelo de carabela construido por Hanno, el compartimento que los albergaba. Dentro el aire seguía siendo seco y poco denso pero tibio, y la luz era pura y blanca.
Las tres Habitaciones albergaban sus pertenencias, algunas traídas de la Tierra, otras que eran recuerdos de sus años en el espacio, pero no había apiñamiento. Hanno conservaba su prolijidad de marinero, ella su austeridad esencial. Frente al complejo electrónico, un pergamino caligráfico colgaba sobre una mesilla donde un cuenco de agua contenía una bonita piedra.
Se quitaron las prendas externas.
—¿Preparo té? —propuso Yukiko.
—Hazlo, si deseas —dijo Hanno, con la cara tensa—. Quiero llamar al planeta.
—Bueno, esta noticia es abrumadora, pero tendremos que hablar sobre ella…
—En persona. Iremos allí a quedarnos un tiempo, tú y yo.
—Me encantaría —suspiró ella.
—Sí, confieso que disfrutaré de un paisaje real al aire libre, un mar, un viento salobre.
—Y nuestros camaradas. No imágenes sino carne y hueso. Cuánto deben de haber crecido los niños.
Él echaba de menos la melancolía, y sólo mucho después recordó con cuánta vehemencia ella entraba en la vida que la rodeaba cuando efectuaban descensos. Las ocasiones habían sido infrecuentes y breves. Debían vivir con los alloi, trabajar con ellos, compartir penurias y peligros así como victorias y celebraciones, para llegar a comprenderlos y entender lo que habían ganado en su viaje incesante. Para Hanno los sacrificios eran pocos.
—No importa cuántos años tengamos para prepararnos —dijo—. Será mejor comenzar enseguida.
Ella sonrió.
—Es decir que no tienes tiempo para una taza de te.
Ignorando la suave ironía, él se sentó ante el complejo y ordenó una comunicación con Hestia. La nave estaba ahora sobre el hemisferio opuesto, pero los alloi habían puesto satélites de relé en órbita. La pantalla se encendió.
—Llamando —dijo la voz artificial. Transcurrieron un par de minutos—. Llamando.
Yukiko conectó un visor externo. El planeta blanco resplandecía con venillas azules. Los relámpagos rasgaban el borde oscuro. Ella unió las palmas.
—¡Hemos olvidado que donde están ellos es de noche! —exclamó.
—Demonios —dijo Hanno sin sombra de arrepentimiento.
La imagen tridimensional de Svoboda entró en la pantalla, como si ella misma estuviera detrás de una ventana cerrada. Tenía el pelo desaliñado. Una túnica puesta deprisa insinuaba senos cargados de leche.
—¿Qué pasa? —exclamó.
—Ninguna emergencia —respondió Hanno—. Noticias. Te lo contaré y tú se lo explicarás a quien se haya despertado, y luego puedes dormirte de nuevo.
—¿No podías esperar? —preguntó enfadada.
—Escucha. —Hanno dio su informe con palabras concisas y vibrantes—. Necesitamos empezar a estudiar la información que los alloi puedan darnos sobre estos otros seres, en cuanto la hayan reunido. Antes de eso tenemos que deliberar. Yukiko y yo esperamos nuestro bote poco después del amanecer… ¿Qué ocurre? —¿Cuál es la prisa? —rezongó Svoboda—. ¿No sabes que es temporada de cosecha ? Tanto las personas como los robots nos estaremos deslomando estos días. Ya lo estamos haciendo. Oí la llamada sólo porque me acababa de dormir después que el bebé me tuvo despierta durante horas. Y ahora quieres que te preparemos una recepción y reunamos un consejo al instante.
—¿No te interesa? ¿Por qué demonios diste tu consentimiento?
—Lo lamentamos —intervino Yukiko—. Estábamos tan excitados que olvidamos todo lo demás. Perdona.
La otra mujer hizo una mueca burlona.
—¿Él lo lamenta?
—Aguarda —dijo Hanno—. Cometí un error. Pero esto que sucede…
Svoboda lo interrumpió.
—Sí, es importante. Igual que tu arrogancia. Olvidas que tú, sentado allá en el cielo, no eres Dios Todopoderoso.
—Por favor —suplicó Yukiko.
Hanno habló con frialdad.
—Soy el capitán. Exijo respeto.
Svoboda meneó la cabeza. Un rizo rubio le rozó la sien.
—Eso ha cambiado. Ya nadie es indispensable. Aceptaremos el líder que necesitemos, si juzgamos que esa persona nos servirá bien. —Hizo una pausa—. Alguien llamará mañana, cuando hayamos deliberado, y hará los arreglos necesarios. —Con una sonrisa—: Yukiko, no es tu culpa. Todos lo sabemos. Buenas noches. —La pantalla se apagó.
Hanno se quedó mirándola.
Yukiko se plantó detrás de él apoyándole una mano en el hombro.
—No lo tomes a mal. Estaba fatigada, y por lo tanto de mal humor. Cuando haya descansado, lo olvidará.
Él meneó la cabeza.
—No, es algo más profundo. No lo había advertido, porque hemos estado alejados mucho tiempo. En el fondo aún están resentidos.
—No, lo juro. Ya no. Tú los trajiste, nos trajiste, hacia algo mucho más maravilloso de lo que nos atrevíamos a esperar. Es verdad, ahora no eres vitalmente necesario. Nadie cuestiona tu valor como capitán. Y actuaste irreflexivamente. Pero esa herida sanará por la mañana.
—Algunas cosas no sanan nunca. —Hanno se levantó—. Bien, no tiene caso amargarse. —Arqueó los labios—. ¿Qué dices de esa taza de té?
Yukiko lo miró en silencio.
—Vosotros dos aún podéis lastimaros, ¿verdad? —dijo con un hilo de voz.
—¿Con cuánta frecuencia echas de menos a Tu Shan? —replicó él con brusquedad. La abrazó—. Aun así, estos años han sido buenos para mí. Gracias.
Ella le apoyó la mejilla en el pecho.
—Y para mí.
—Repito… ¿Qué ocurrió con el té? —esbozó una sonrisa forzada.
32
Las primeras luces agrisaron el este, transformaron el arroyo en plata opaca. Negras montañas se perfilaron en el oeste y la bruma desdibujó la enorme luna. La cascada se precipitó ruidosamente al río, que gorjeaba y murmuraba. Soplaba una brisa fría y salobre. Hanno y Peregrino se hallaban en el muelle. Les costaba hablar.