Lugo meneó la cabeza.
—Ya te he dicho que no. ¿Cómo podría saberlo? A veces creí hallar un rastro, pero lo perdí o resultó falso. Quizá una vez. No estoy seguro.
—¿Quién era…, amo? ¿Quieres contarme?
—Por qué no. Fue en Siracusa, donde pasé muchos años a causa de sus lazos con Cartago. Maravillosa ciudad. Una mujer llamada Althea, de bonita apariencia, y brillante como a veces eran las mujeres en los últimos días de las colonias griegas. Ella y su esposo eran conocidos míos. Él era un magnate naviero y yo era capitán de un carguero volandero. Hacía más de tres décadas que estaban casados. Él estaba calvo y barrigón, y ella le había dado doce hijos y el mayor de ellos peinaba canas, pero Althea parecía una doncella en primavera.
Calló un rato antes de continuar.
Luego dijo con voz monocorde:
—Los romanos capturaron la ciudad. La saquearon. Yo estaba ausente. Siempre has de tener una excusa para largarte cuando ves venir esas cosas. Cuando regresé, hice preguntas. Quizá la tomaron como esclava. Pude haber tratado de encontrarla y comprarla para darle la libertad. Pero no, cuando hallé a alguien que sabía, tan insignificante como para haber sobrevivido, supe que estaba muerta. Violada y apuñalada. No sé si es cierto o no. Las historias crecen con cada versión. No importa. Fue hace mucho tiempo.
—Qué lástima. Tendrías que haber llegado antes allí. —Rufus se puso tenso—. Eh, lo lamento, amo. Pero no pareces odiar a Roma.
—¿Por qué habría de odiarla? Es la misma y eterna historia. Guerra, tiranía, exterminio, esclavitud. Yo mismo he formado parte de ello. Ahora Roma es la perjudicada.
—¿Qué? —jadeó Rufus—. ¡No puede ser! ¡Roma es eterna!
—Como gustes. —Lugo se volvió hacia él—. Parece que al fin he hallado a otro inmortal. Por lo menos, he aquí a alguien a quien puedo salvaguardar; vigilar; para asegurarme. Bastará con dos o tres décadas. Aunque ya no tengo dudas.
Inhaló profundamente.
—¿Comprendes qué significa? No, no puedes comprender. No has tenido tiempo para pensar en ello.
Examinó el tosco semblante, la frente baja, la consternación transformada en primitiva alegría.
«No creo que jamás comprendas —pensó—. Eres un carpintero más o menos competente, eso es todo. Y aun así tengo suerte de haberte encontrado. A menos que Althea…, pero ella se me escurrió entre los dedos. La muerte me la arrebató.»
—Significa que no soy único —dijo Lugo—. Si hay dos de nosotros, debe de haber más. Muy pocos, muy infrecuentes. No está en la herencia sanguínea, como la altura o el color o las deformidades típicas de una familia. Fuera cual fuese la causa, pasa por accidente. O por voluntad de Dios, si prefieres, aunque en tal caso Dios es bastante caprichoso. Y sin duda meros accidentes eliminan a muchos inmortales en su juventud, tal como eliminan a hombres, mujeres y niños comunes. Podemos escapar de la enfermedad, pero no de la espada ni del caballo desbocado ni de la inundación ni del fuego ni del hambre. Posiblemente otros mueren a manos de vecinos que los consideran demonios, magos, monstruos.
—La cabeza me da vueltas —gimió Rufus, intimidado.
—Bien, has pasado un mal rato. Los inmortales también necesitan descanso. Duerme si lo deseas.
Rufus tenía los ojos vidriosos.
—¿Por qué no podemos decir que somos… santos? ¿Ángeles?
—¿Cuán lejos habrías llegado así? —se burló Lugo—. Tal vez, un hombre nacido en la realeza… Pero no creo que eso nunca haya ocurrido, tan rara como es nuestra especie. No, si sobrevivimos, pronto aprendemos a pasar inadvertidos.
—¿Entonces cómo nos encontraremos? —Rufus hipó y ventoseó.
3
—Ven conmigo al peristilo —dijo Lugo.
—Oh, encantada —canturreó Cordelia, casi bailando.
Era un atardecer sereno y despejado. La luna, casi llena, brillaba sobre el tejado este en un cielo azul violáceo. Hacia el oeste, el cielo se oscurecía y despuntaban estrellas trémulas. El claro de luna moteaba los canteros, tiritaba sobre el agua de un estanque, bañaba de plata el rostro joven y los senos de Cordelia.
Permanecieron unos pocos minutos tomados de la mano.
—Hoy has estado atareado —dijo ella al fin—. Cuando regresaste temprano, pensé… Desde luego, tenias trabajo que hacer.
—Por desgracia, sí —respondió Lugo—. Pero estas horas nos pertenecen.
Se apoyó en él. Su melena castaña conservaba la fragancia del sol.
—Los cristianos deben agradecer lo que tienen. —Cordelia rió—. Es fácil ser cristiana esta noche.
—¿Cómo se han portado hoy los niños? —preguntó él. Su hijo Julius, que ya no se tambaleaba sino que brincaba por todas partes, y empezaba a hablar; y la pequeña Dora, dormida en su cuna, las manitas entrelazadas.
—Bien, muy bien —dijo Cordelia, algo sorprendida.
—Los veo tan poco.
—Te interesas por ellos. Pocos padres se interesan tanto como tú. —Cordelia le apretó la mano—. Quiero darte muchos hijos. —Y añadió con picardía: —Podemos empezar enseguida.
—Yo… he intentado ser amable.
Ella oyó cómo arrastraba las palabras, soltó a Lugo, y lo miró con alarma.
—¿Qué pasa, querido?
Él se obligó a aferrarle los hombros, a mirarla a la cara. El claro de luna la hacía desgarradoramente bella.
—Entre nosotros, nada —respondió. Sólo que tú envejecerás y morirás. Y ha ocurrido tantas, tantas veces. No puedo contar las muertes. No hay medida para el dolor; pero creo que no ha disminuido; simplemente he aprendido a convivir con él, como un mortal aprende a convivir con una herida incurable. Creí que tendríamos treinta, quizá cuarenta años antes de mi partida. Habría sido maravilloso—. Pero debo realizar un viaje inesperado.
—¿Algo que te dijo ese hombre, Marco? —Lugo asintió. Cordelia hizo una mueca de disgusto—. No me agrada. Perdóname, pero no me agrada. Es tosco y estúpido.
—En efecto —convino Lugo. Le había parecido conveniente que Rufus compartiera la cena con ellos. El encierro en la Sala Baja, con la única compañía de sus temores y esperanzas animales, habría desbaratado la poca compostura que le quedaba y la necesitaría para el porvenir—. Aún así, me trajo información importante.
—¿Puedes decirme de qué se trata? —Cordelia se esforzó para que no pareciera una súplica.
—Lo lamento, no. Tampoco puedo decir adónde me dirijo ni cuánto tardaré en regresar.
Ella le cogió ambas manos. Se le habían enfriado los dedos.
—Los bárbaros. Piratas. Bacaudae.
—El viaje tiene sus peligros —admitió él—. He pasado buena parte del día haciendo arreglos para ti. Por si acaso, querida, por si acaso. —La besó. Los trémulos labios de Cordelia tenían un tenue gusto a sal—. Debes saber que éste es un asunto que puede interesar o no a Aureliano, pero en caso afirmativo se debe investigar de inmediato, y él está en Italia. Se lo he dicho a su amanuense Corbilo, y él te dará mi paga para tus necesidades. También te he dejado una suma sustancial en la iglesia. El sacerdote Antonino la ha guardado y me entregó un recibo que te daré. Y eres heredera de esta propiedad. Tú y los niños estaréis bien. —Siempre que Roma resista.
Ella se arrojó a sus brazos y se acurrucó. Él le acarició el pelo, la espalda, arrugando el vestido, transformando la caricia en abrazo.
—Calma, calma —la arrulló—, esto es sólo una previsión. No temas. No correré grandes riesgos. —Eso creía—. Regresaré. —Eso no era cierto y decirlo era doloroso como una llamarada.
Bien, sin duda ella se casaría de nuevo, cuando lo dieran por muerto. Lo vieron por última vez en la costa ordovicia, cuando atacaron los escoceses…