Ella extendió los brazos, lo buscó con la boca.
—¿Qué? —exclamó Zabdas—. Tranquilízate. No te haré daño.
—Hazlo, si deseas. —Ella se apretó contra él—. ¿Cómo puedo complacerte?
—Vaya, esto es…, por favor, calma, señora. Recuerda tus años.
Ella obedeció. A veces ella y Barikai habían jugado al amo y la esclava. O al joven y la ramera. Zabdas se apoyó sobre el codo y le acarició la bata con la mano libre. Ella la subió y abrió los muslos. Él montó sobre ella. Le apoyó todo su peso encima, algo que Barikai no hacía, pero Zabdas era mucho más liviano. Quiso guiarlo con la mano, pero él tomó la iniciativa le aferró los pechos cubiertos por la bata y la penetró. No pareció notar cómo ella lo estrechaba con los brazos y las piernas. Pronto acabó todo. Él se separó y se quedó tendido, recobrando el aliento. Ella apenas lo veía como una sombra más en la noche.
—Qué húmeda estabas —dijo con tono preocupado—. Tienes el cuerpo de una mujer joven, además del rostro.
—Para ti —murmuró ella.
Notó que Zabdas se ponía tenso.
—¿Cuántos años tienes, en verdad? —Así que Hairan había evitado decirlo directamente; o quizá Zabdas había evitado preguntar.
Eran ochenta y uno.
—Nunca he llevado la cuenta:—fue la respuesta—. Pero no ha habido engaño, mi señor. Soy la madre de Hairan. Yo era muy joven cuando lo tuve, y has visto que llevo mi edad mejor que la mayoría.
—Una maravilla —jadeó él.
—Algo infrecuente. Una bendición. Soy indigna de ello, pero… —debía decirlo—. Mis períodos aún no han terminado. Puedo darte hijos, Zabdas.
—Esto es… —Zabdas buscó una palabra—, inesperado.
—Demos las gracias a Dios.
—Sí. Deberíamos hacerlo. Pero ahora será mejor dormir. Tengo mucho que hacer por la mañana.
6
El caravanero Nebozabad fue a ver a Zabdas. Debían hablar sobre un embarque a Darmesek. Una travesía tan larga no se podía tomar a la ligera. Circulaban ominosas noticias sobre la embestida árabe contra Persia y su amenaza contra Nueva Roma. El mercader recibió bien a su huésped, como lo hacía con todas las personas encumbradas, y lo invitó a cenar. Aliyat insistió en servirles ella misma. Mientras disfrutaban de los postres, Zabdas se excusó y se marchó. A veces sufría de trastornos intestinales. Nebozabad esperó a solas.
La habitación era la mejor amueblada de la casa, con colgaduras rojas bordadas, cuatro candelabros de bronce de siete brazos, una mesa de teca con tallas foliadas e incrustaciones de nácar, utensilios de plata o de fino cristal. Una pizca de incienso en el brasero volvía el aire denso, aun en el cálido atardecer.
Nebozabad alzó los ojos cuando Aliyat entró con una bandeja de frutas. Ella se detuvo frente a él, con prendas oscuras que sólo permitían ver las manos, el rostro y los grandes ojos castaños.
—Siéntate, señora —pidió él.
Ella negó con la cabeza.
—No sería apropiado —respondió con un susurro.
—Entonces yo me pondré de pie. —Nebozabad se levantó—. Ha pasado mucho tiempo desde que te vi por última vez. ¿Cómo estás?
—Bastante bien. —Ella no pudo contener sus preguntas—: ¿Y cómo estás tú? ¿Y Hairan, y todos los demás? He recibido pocas noticias.
—No ves mucho a nadie… ¿verdad, señora?
—Mi esposo entiende que sería… indiscreto… a mi edad. Pero ¿cómo estás, Nebozabad? ¡Cuéntame, por favor!
—Bastante bien —repitió su misma frase—. Has tenido otra nieta, ¿lo sabías? En cuanto a mí, tengo dos hijos varones y una mujer, por gracia de Dios. Los negocios… —Se encogió de hombros—. Por eso he venido.
—¿Los árabes representan un gran peligro?
—Eso temo. —El calló y se atusó la barba—. Cuando vivías con el amo Barikai, el Cielo lo guaiv de, tú sabías todo lo que sucedía. Incluso participabas.
Ella se mordió el labio.
—Zabdas piensa de otra manera.
—Supongo que desea apaciguar los rumores, y por eso nunca invita aquí a Hairan, ni a ningún otro pariente… ¡Perdóname! —exclamó al verle la expresión—. No debería inmiscuirme. Es sólo que eras la señora de mi señor cuando yo era joven, y siempre fuiste amable conmigo, y… —Calló.
—Eres bondadoso al preocuparte. —Se enderezó—. Pero tengo menos preocupaciones que muchos otros.
—Oí decir que tu hijo murió. Lo lamento.
—Eso fue el año pasado —suspiró ella—. Las heridas sanan. Lo intentaremos de nuevo.
—¿Aún no lo habéis intentado…? Lo siento, otra vez he hablado demasiado. Es el vino. Perdóname. Viendo cuan bella eres aún, pensé…
Ella se sonrojó.
—Mi esposo no es demasiado viejo.
—Sin embargo, él… No. Aliyat, señora mía, si alguna vez necesitas ayuda…
Zabdas regresó y Aliyat, tras dejar la bandeja, se despidió dando las buenas noches.
7
Mientras los romanos y los persas se desangraban hasta el agotamiento, Mahoma ibn Abdallah, en la lejana Makkah, tuvo visiones, predicó, tuvo que huir a Yathrib, prevaleció sobre sus enemigos, dio a su refugio el nuevo nombre de Medinat Rasul Allah, la Ciudad del Apóstol de Dios y murió siendo amo de Arabia. Su califa o sucesor Abu Bakr reprimió revueltas y lanzó esas guerras santas que unían al pueblo y propagaban la fe por el mundo.
Seis años después que las tropas del emperador Heraclio reclamaran Tadmor, las tropas del califa Ornar la tomaron. Al año estaban en Jerusalén, y un año después el califa visitó la ciudad santa, atravesando triunfalmente una Siria subyugada mientras los correos traían noticias de que los estandartes islámicos se internaban en el corazón de Persia.
El día que el califa pasó por Tadmor, Aliyat, desde su azotea fue testigo del esplendor: gallardos caballos, camellos con ricos caparazones, jinetes cuyos yelmos, cotas de malla, lanzas y escudos relucían al sol, capas de color ondeando en el viento, trompetas, tambores y profundos cánticos. La calle y el oasis eran un hervidero de conquistadores. Pero ella había notado que la mayoría eran flacos y estaban toscamente vestidos. Lo mismo ocurría con la guarnición, cuyos oficiales llevaban una vida sencilla, humillándose cinco veces diarias ante Dios cuando la llamada del almuecín gemía en el viento.
No eran tan malos gobernantes. Exigían tributo, pero era soportable. Transformaron algunas iglesias en mezquitas, pero dejaron vivir a los cristianos y judíos en la paz que habían impuesto por la fuerza. El cadí, su juez principal, administraba justicia bajo la arcada del extremo este del peristilo, cerca del ágora, y aun los más humildes podían apelar directamente a él. La irrupción de los árabes había sido demasiado rápida para perjudicar mucho el comercio, que pronto empezó a revivir.
Aliyat no se sorprendió demasiado cuando Zabdas le dijo, con ese tono que implicaba que la enviaría a una habitación del fondo si ella se oponía: —He tomado una gran decisión. Esta casa abrazará el Islam.
No obstante, ella guardó silencio entre las sombras que la única lámpara arrojaba en el dormitorio. Al fin habló lentamente, clavándole los ojos.
—Éste es un asunto de suma importancia. ¿Te han obligado?
—No, no. No obligan a nadie…, excepto a los paganos, por lo que he oído —sonrió vagamente—. Prefieren que la mayoría sigamos siendo cristianos, para que podamos poseer tierras, algo que no pueden hacer los creyentes, y pagar tributo por ellas, así como los demás impuestos. Mis charlas con el imán han sido arduas. Pero desde luego no puede rechazar a un converso sincero.