—¿No qué? —rió ella. Se plantó ante Bonnur y él tuvo que encararse a su mirada—. Tenemos cosas que hacer, tú y yo.
Si es sabio, estará de acuerdo. Se sentará y me preguntará cuál es el mejor modo de regatear con un caravanero. No le dejaré ser sabio.
13
—Tengo asuntos en Tripolis —dijo Zabdas—. Tal vez me demore unas semanas. Iré con Nebozabad, quien partirá dentro de pocos días.
Aliyat se alegró de haberse dejado el velo para ir a su oficina.
—¿Mi señor desea informarme de qué asunto se trata?
—No tiene sentido. Tus consejos ya no sirven, al igual que el resto. Te informo en privado para decirte lo que es obvio, que en mi ausencia debes permanecer en el harén y ocuparte de los asuntos propios de una esposa.
—Desde luego, mi señor.
Ella y Bonnur ya habían pasado dos tardes juntos.
14
Thirya se despertó.
—Mamá…
Aliyat contuvo su furia.
—Calla, querida —susurró—. Duérmete. —Y tuvo que esperar mientras la niña se movía y gemía, hasta que al fin la cama se aquietó.
¡Al fin!
Sus pies la guiaron por la oscuridad. Se aferró la bata por si rozaba algo. Pensó: Así abandonan sus tumbas los muertos sin reposo. Pero ella iba hacia la vida. Ya sentía fluir sus calientes jugos. Su olfato bebía el aroma de cedro de su deseo. Nadie más se despertó, y un harén tan pequeño y austero no tenía guardias. Sus dedos palparon las paredes, guiándola, hasta que la llevaron al último corredor. No, no corras, no hagas ruidos innecesarios. Las cuentas de la puerta de abalorios la rodearon como serpientes. La ventana enmarcaba estrellas. Una fresca brisa del desierto soplaba desde allí. Se le aceleró el pulso. Se quitó la bata y la arrojó a un lado.
Bonnur fue hacia ella. Los pies de Aliyat rozaron la alfombra.
—Aliyat. —El ronco susurro le retumbó en la cabeza. Bonnur tropezó, tumbó un taburete, jadeó. Ella ahogó una risa y se le acercó.
—Sabía que vendrías, amado —canturreó. Los brazos de él la estrecharon y Aliyat lo apretó contra sí, metiéndole la lengua entre los labios.
Bonnur la tendió sobre la alfombra, Aliyat pensó que debía tener cuidado de no mancharla, él soltó un gruñido de satisfacción mientras ella lo acariciaba.
La luz de una lámpara los cegó.
—¡Mirad! —graznó Zabdas.
Bonnur se apartó de Aliyat. Ambos se irguieron, retrocedieron, se levantaron. La lámpara se mecía en la mano de Zabdas, arrojando sombras deformes contra la pared. Ella lo vio en fragmentos: ojos, nariz, dientes húmedos, arrugas, odio. Lo flanqueaban sus dos hijos varones, con espadas desenvainadas. El acero centelleaba.
—¡Hijos, capturadlos! —gritó Zabdas.
Bonnur retrocedió alzando las manos como un mendigo.
—No, amo, mi señor, no.
Aliyat comprendió de golpe: Zabdas lo había planeado desde el principio. No pensaba ir con la caravana. Los tres aguardaban en otra habitación, con la luz tapada, sabiendo lo que ocurriría. Ahora se libraría de ella, se quedaría con su propiedad y creería que ni siquiera un ifrit —o cualquier otra criatura inhumana por quien la tomara— escaparía al castigo por adulterio.
Una vez habría recibido con agrado ese final. Pero la fatiga de los años se había consumido.
—¡Pelea, Bonnur! —gritó—. ¡Nos encerrarán en un saco y nos lapidarán! —Le apoyó las manos en la espalda y lo empujó hacia delante—. ¿Eres hombre? ¡Sálvanos!
Él gritó y brincó. Un hombre agitó la espada, pero erró por falta de práctica. Bonnur le cogió ese brazo con una mano y le asestó un puñetazo en la nariz. El segundo avanzó torpemente, temiendo herir al hermano. Los contrincantes dejaron atrás a Aliyat, manchándola de sangre. Aliyat se apartó de ellos.
Zabdas le cerraba el paso. Aliyat arrebató el farol de las débiles manos del viejo y lo arrojó al suelo. El aceite brincó en llamas amarillas. Zabdas se tambaleó. Gritó cuando el fuego le lamió el tobillo.
Aliyat atravesó la cortina de abalorios, corrió por el pasillo, bajó la escalera, salió por la puerta del fondo y fue por el callejón hasta las calles fantasmales. La Puerta de Filipo permanecía abierta después del anochecer cuando se preparaba una caravana. Con cuidado y sigilo, podría pasar sin ser vista por los centinelas.
—¡Oh, Bonnur!
Pero no le quedaban lágrimas ni aliento para él, todavía no, no si quería sobrevivir.
15
Desde la caravana, al mirar atrás, se veía el primer destello del sol en las torres de Tadmor. Treparon por el valle y salieron a la estepa. Adelante el cielo se iluminó hasta que se esfumaron las últimas estrellas.
Las señales humanas fueron escasas en ese día de viaje. Cuando Nebozabad dejó la carretera romana para cortar camino por el desierto, siguieron una senda trazada por las generaciones que habían viajado antes por el mismo sitio. Al anochecer, Nebozabad ordenó un alto ante un lago fangoso donde podían abrevar los caballos. Los hombres se conformaron con lo que habían llevado en sus sacos de piel, los camellos con los secos arbustos que encontraron.
En medio del bullicio y el ajetreo, el jefe de la caravana se acercó a un conductor.
—Cogeré ese fardo ahora, Hatim —le dijo. El otro sonrió. Como la mayoría de sus colegas, consideraba que el contrabando formaba parte del oficio y nunca hacía preguntas innecesarias.
El fardo era en realidad un bulto largo atado con cuerdas, insertado en el cargamento que llevaba el camello. El esclavo de Nebozabad lo llevó hasta la tienda del amo, lo dejó en el suelo, hizo una reverencia y salió para impedir que entraran extraños. Nebozabad se arrodilló, deshizo los nudos, desató el paño.
Aliyat se incorporó. El sudor le pegaba el pelo y el djellabab que él le había prestado al sinuoso cuerpo. Tenía los ojos hundidos y los labios cuarteados. Pero una vez que él le dio agua y un bocado, se recobró con turbadora rapidez.
—Habla en voz baja —advirtió Nebozabad—. ¿Cómo te ha ido? —Sufrí el calor y el polvo y los barquinazos —respondió ella con voz más sedosa que ronca—, pero te lo agradeceré eternamente. ¿Vino una partida en mi busca?
Él hizo un gesto de asentimiento.
—En cuanto nos fuimos. Algunos soldados árabes, malhumorados… Supongo que Zabdas se ganó su mala voluntad por despertar al cadí. Estaban somnolientos y apáticos. No era preciso ocultarte tan bien.
Ella estaba sentada con las rodillas juntas. Suspiró, se pasó los dedos por las trenzas apelmazadas y le obsequió una sonrisa que brillaba en el fulgor de la lámpara.
—Has cuidado de mí, querido amigo.
Nebozabad, con las piernas cruzadas ante ella, frunció el ceño.
—Fui imprudente. Podría costarme la cabeza, y tengo una familia en que pensar.
Ella le acarició los dedos.
—Preferiría morir antes que causarte daño. Dame agua y un poco de pan y me marcharé por el desierto.
—¡No, no! —exclamó él—. Eso significaría una muerte más lenta. A menos que te hallaran los nómadas, lo cual sería aun peor. No, puedo llevarte. Te arroparemos con prendas amplias, te mantendremos aparte y no hablarás. Diré que eres un joven pariente que pidió que lo llevara a Tripolis. —Sonrió sin convicción—. Quienes duden del parentesco se reirán a mis espaldas. Bien, así sea. Compartirás mi tienda mientras dure el viaje.
—Dios te lo pague, si yo no puedo hacerlo. Barikai intercederá por tu alma desde el paraíso.
Nebozabad se encogió de hombros.
—Me pregunto de qué servirá, cuando estoy colaborando en la fuga de una adúltera confesa. A ella le tembló la boca. Una lágrima le humedeció el sudor y el polvo que le manchaban las mejillas.