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—Pero está bien —se apresuró a añadir Nebozabad—. Me has contado qué crueldades te sacaron de tus cabales.

Él le cogió una mano y la aferró. Se aclaró la garganta.

—Pero debes entender, Aliyat, que no puedo hacer más por ti. En Tripolis debo dejarte, con las pocas monedas que pueda ofrecerte, y luego estarás sola. Si me acusan de haberte ayudado, lo negaré todo.

—Y yo negaré que te vi. Pero no temas. Me esfumaré.

—¿Adonde irás? ¿Cómo vivirás sin ayuda?

—Lo haré. Ya tengo noventa años. Mira. ¿Me han dejado alguna marca?

Él miró, sorprendido.

—No —murmuró—. Eres extraña, extraña.

—No obstante… sólo una mujer. Nebozabad, puedo hacer algo para pagar parte de tu generosidad. Lo único que puedo ofrecer son recuerdos, pero podrás llevarlos a casa contigo.

Nebozabad se quedó inmóvil.

Aliyat se le acercó.

—Es mi deseo —susurró—. También serán mis recuerdos.

16

Y son muy gratos, pensó ella cuando él estaba durmiendo. Casi envidió a la esposa.

Hasta que él envejeciera, y ella. A menos que una enfermedad se llevara a uno o al otro. Aliyat nunca había estado enferma. Sus carnes habían olvidado los ultrajes del día y de la noche que había pasado. La dominaba una agradable languidez, pero se excitaría de inmediato si él llegaba a despertar.

Sonrió en la oscuridad. Debía dejarlo descansar. Deseaba salir a caminar un rato bajo la luna y las altas estrellas del desierto. No, demasiado arriesgado. Debes esperar. Esperar. Había aprendido.

Sintió una punzada de dolor. Pobre Bonnur. Pobre Thirya. Pero si se daba el lujo de llorar por los que vivían poco, no dejaría de llorar nunca. Pobre Tadmor. Pero una nueva ciudad esperaba adelante, y más allá todo el mundo y el tiempo.

Una mujer que no envejecía tenía al menos un recurso para seguir viviendo en libertad.

V. Ningún hombre escapa a su destino

Se cuenta en la saga de Olaf Tryggvason que Nornagest fue a verlo cuando estaba en Nidharos y permaneció un tiempo en la residencia del rey; pues muy maravillosas eran las historias que conocía Gest Una noche tras otra, mientras el año se arrastraba hacia el invierno, los hombres se sentaban a escuchar junto al fuego. Escuchaban historias de tiempos pasados y de los confines del mundo. A menudo Nornagest cantaba estrofas, pues era un escaldo y sabía acompañar las palabras con arpa, al estilo inglés. Algunos mascullaban que debía de ser un embustero, preguntándose cómo un hombre podía haber viajado o ser tan viejo. Pero el rey Olaf los silenciaba y escuchaba con atención.

—Yo vivía en una granja de las tierras altas —acababa de decir Gest—. Mi último hijo murió, y de nuevo estaba harto de mi morada, más harto que nunca, señor. Me llegaron noticias tuyas, y he venido para ver si son ciertas.

—Las buenas noticias que has oído son ciertas —respondió el sacerdote Conor—. Por la gracia de Dios, él está trayendo un nuevo día a Noruega.

—Pero tu primer día amaneció ya hace mucho tiempo, ¿eh, Gest? —musitó Olaf—. Hemos oído hablar de ti una y otra vez, aunque sólo tus vecinos de las montañas te han visto durante muchos años, y yo creía que estabas muerto. —El forastero era un hombre alto y delgado de espalda recta, pelo y barba gris, pero con pocas arrugas sobre los fuertes huesos de la cara—. No has envejecido.

—Soy más viejo de lo que parezco, señor —suspiró Gest.

—Nornagest: Huésped de las Nornas. Un apodo extraño y pagano —dijo lentamente el rey—. ¿Cómo te lo has ganado?

—Tal vez no quieras saberlo.

Y Gest cambió de tema.

Conocía muy bien ese arte. Una y otra vez, Olaf lo exhortaba a aceptar el bautismo y salvarse. Pero el rey no hacía amenazas ni ordenaba su muerte, como hacía con la mayoría de los obstinados. Las historias de Gest eran tan cautivadoras que deseaba retener allí a ese vagabundo.

Conor insistía, y buscaba a Gest casi a diario. El sacerdote cumplía celosamente con su deber. Había ido a ver a Olaf cuando el rey navegó de Dublín a Noruega, derrocó a Hákon Jarl y conquistó la comarca. Ahora el rey llamaba a misioneros de Inglaterra y Alemania, así como de Irlanda, y quizá Conor se sentía un poco excluido.

Gest lo escuchaba con gravedad y respondía con suavidad.

—No desconozco a tu Cristo —le dijo—. A menudo me he topado con él, o con sus adoradores. No reverencio a Odín ni a Thor. —Sonrió con escepticismo.— He conocido a demasiados dioses.

—Pero éste es el Dios único y verdadero —le replicó Conor—. No te resistas, o te perderás. Dentro de pocos años habrán transcurrido mil desde Su nacimiento entre los hombres. Entonces regresará, pondrá fin al mundo y levantará a los muertos para juzgarlos.

Gest miró a lo lejos.

—Ojalá pudiera creer que veré de nuevo a mis muertos —susurró, y dejó que Conor siguiera hablando.

Sin embargo, al anochecer, después de las carnes, cuando se llevaban las mesas del salón y las mujeres traían los cuernos para beber, Gest hablaba de otras cosas. Contaba relatos, cantaba versos, respondía preguntas. Una vez un par de guardias hablaron de la gran batalla de Bravellir.

—Mi antepasado Grani de Bryndal estuvo entre los islandeses que lucharon contra el rey Sigurdh Anillo —alardeó uno—. Avanzó tanto que pudo ver la caída del rey Harald Diente de Guerra. Ni siquiera Starkadh tuvo fuerzas para salvar a los daneses ese día.

—Perdona —intervino Gest—. No hubo islandeses en Bravellir. Los escandinavos aún no habían descubierto esa isla.

El guerrero se enfadó.

—¿Nunca has oído el poema que compuso Starkadh? —replicó—. Menciona todas las hazañas que ambos bandos hicieron durante la refriega.

Gest meneó la cabeza.

—Lo he oído, y no te llamo embustero, Eyvind. Tú cuentas lo que te contaron. Pero Starkadh nunca compuso ese poema. El autor fue otro escaldo, mucho después, y lo puso en labios del rey. La batalla de Bravellir… —Se interrumpió para recordar mientras las llamas siseaban y crepitaban—. ¿Fue hace trescientos años? Lo he olvidado.

—¿Quieres decir que Starkadh no estuvo allí, y tú sí? —se burló el guardia.

—Oh, estuvo —dijo Gest—, aunque no era como en las historias que hoy cuentan los hombres, ni estaba cojo, viejo y medio ciego cuando al fin encontró la muerte.

De nuevo se hizo el silencio. El rey Olaf escrutó las fluctuantes sombras antes de preguntarle:

—¿Entonces lo conociste?

Gest asintió.

—En efecto. Lo conocí justo después de Bravellir.

1

Su cayado era una lanza, pues ningún hombre viajaba desarmado en el norte; pero en el hatillo llevaba un arpa enfundada, y no dañaba a nadie. Cuando encontraba una casa al anochecer, dormí allí, pagando la hospitalidad con canciones y relatos y noticias del exterior. De lo contrario, se arropaba en la manta y al amanecer bebía en un manantial o un arroyo o comía el pan y el queso que le había dado el último anfitrión. Así había viajado la mayor parte de sus años, de un confín al otro del mundo.

Era un día fresco bajo un cielo borroso donde escaseaban las nubes y el sol giraba hacia el sur. Los bosques que rodeaban las colinas de Gautlandia guardaban silencio. Los abedules habían empezado a amarillearse, y el verde de los robles y encinas era menos brillante. Oscuros abetos se erguían entre ellos. Grosellas maduras relucían en la sombra. El olor de la tierra y la humedad impregnaba el aire.

Gest oteó desde el risco al que había trepado. Abajo, la tierra rodaba hasta un horizonte desleído. En general era terreno boscoso, pero prados y campos arados asomaban aquí y allá. Vio un par de casas empequeñecidas por la distancia; penachos de humo adornaban los tejados. En las cercanías un arroyo rutilante corría hacia un lago que brillaba en la distancia.