El hombre corpulento se movió.
—¿Qué deseas de mí? —gruñó.
—Primero, que me cuentes la historia de tu vida. He oído algunas anécdotas llamativas.
—Te gustan los chismes.
—He buscado el conocimiento por todo el mundo. ¿Cómo puede un narrador de historias pagar el alojamiento de una noche o un escaldo componer estrofas para los jefes a menos que tenga entre los labios algo digno de contar?
Starkadh se había desabrochado la espada, pero llevó la mano al cuchillo.
—¿Se trata de una brujería? Eres extraño, Gest.
El vagabundo clavó los ojos en el guerrero y respondió:
—Juro que no obraré ningún hechizo. Lo que busco es aún más extraño.
Starkadh reprimió un temblor. Como si embistiera contra el miedo para pisotearlo, dijo deprisa:
—Mis actos son célebres, aunque nadie salvo yo los conoce todos. Pero sin duda historias exageradas e insidiosas han circulado con los años. No desciendo de los gigantes. Eso es un cuento de viejas. Mi padre era un hacendado del norte de Zelanda, mi madre venía de una aldea de pescadores, y tuvieron otros hijos que crecieron, vivieron como gente común, envejecieron y fueron a la tumba, también como gente común… cuando no los arrebataron la batalla, la enfermedad o el mar.
—¿Cuánto hace que reposan bajo tierra? —preguntó Gest, pero Starkadh ignoró la respuesta.
—Yo era grande y fuerte, como ves. Desde la infancia me desagradó trabajar los campos o izar redes llenas de peces malolientes. A los doce años me hice vikingo. Algunos hombres de la vecindad tenían un barco en común. Se juntaron con otros barcos y durante un tiempo realizaron incursiones en las costas escandinavas. Cuando regresaron para cosechar el heno, yo me quedé. Busqué a un capitán que se quedara durante el invierno; y desde entonces mi fama creció rápidamente.
»¿He de hablarte de batallas, saqueos, incendios, banquetes, hambre, frío, camaradas, mujeres, ofrendas a los dioses, luchas contra la tormenta y la mala suerte cuando los dioses se encolerizaban con nosotros, reyes a quienes servimos y reyes a quienes derrocamos? Los años se confunden dentro de mí como restos de naufragio en un arrecife.
»Frodhi, rey de Hleidhra, me acogió cuando me fui a pique. Me puso al mando de las tropas de su palacio, y yo le convertí en el mayor de los señores de su tiempo. Pero su hijo Ingjald resultó ser debilucho, perezoso y glotón. Se lo reproché y abandoné la comarca disgustado. Pero en ocasiones regresé para empuñar la espada por hombres más dignos de la casa Skjoldung. Harald fue el mejor de ellos. Fue el primero de los reyes de toda Dinamarca y Gautlandia, e incluso de Suecia; pero ahora Harald ha caído, y su obra se ha desmoronado, y estoy solo de nuevo.
Se aclaró la garganta y escupió. Tal vez era su forma de no llorar.
—Me dijeron que Harald era viejo —dijo Gest—. Tuvo que viajar a Bravellir en carreta, y estaba casi ciego.
—¡Murió como un hombre!
Gest asintió, calló y preparó la cena. Comieron en silencio. Luego aplacaron de nuevo la sed en el manantial y se alejaron para orinar. Cuando Starkadh regresó a la fogata encontró a Gest de vuelta, agazapado. Había anochecido por completo. El Carro de Thor relucía enorme, desnudo sobre las copas de los árboles, y la Estrella del Norte estaba más alta que una punta de lanza.
Starkadh se plantó ante el fuego, las piernas separadas, los brazos en jarras, y bramó:
—Estoy ya harto de tus arteras evasivas. ¿Qué quieres? Dilo, o te abatiré.
Gest alzó los ojos.
—Una última pregunta ——dijo—. Luego lo sabrás. ¿Cuándo naciste, Starkadh?
El gigante escupió una maldición.
—¡Preguntas y preguntas y preguntas, pero nada dices! ¿Qué clase de criatura eres? Te sientas en cuclillas como un hechicero finés.
Gest negó con la cabeza.
—Aprendí esto más hacia el este —replicó con voz mansa—, y muchas cosas más, pero nada de hechicería.
—¡Aprendiste a portarte como una mujer! ¡Llegaste tarde al campo de batalla y te quedaste mirando mientras yo luchaba con seis hombres!
Gest se levantó, enderezó la espalda, miró a través de las llamas.
—Ésa no era mi guerra, y no habría perseguido a hombres que ya no me amenazaban —dijo con una voz que parecía acero deslizándose en la vaina. En la fluctuante penumbra, bajo las estrellas y el Camino del Invierno, de pronto parecía tan alto como el guerrero, o más aún—. Oí decir que eres formidable en la batalla, pero que estás condenado a hacer malos actos, cosas despreciables una y otra vez. Dicen que Thor te impuso esto porque te odia. Dicen que el dios que te profesa buena voluntad es Odín, padre de la brujería. ¿Es verdad?
El gigante jadeó intimidado. Alzó las manos y las agitó en el aire.
—Cháchara vacía —gruñó—. Nada más.
Gest continuó su embestida.
—Pero has cometido traiciones. ¿Cuántas, en todas las vidas que has vivido?
—¡Contén la lengua! —bramó Starkadh—. —Tú qué sabes de no tener edad? Calla, o te partiré en dos como el insecto que eres.
—Tal vez no sea tan fácil —murmuró Gest—. Yo también he vivido un largo tiempo. Mucho más que tú, amigo mío.
Starkadh respiró roncamente. Lo miró boquiabierto.
—Bien —dijo secamente Gest—, nadie en estas comarcas lleva la cuenta de los años, como en el sur o en el este. Oí decir que habías vivido las vidas de tres hombres. Eso debe significar simplemente que la gente recuerda que sus abuelos hablaron de ti. Supongo que cien años es una buena estimación.
—Yo… pensaba que era más.
De nuevo Gest miró a Starkadh de hito en hito. Habló con voz más suave pero más sombría, trémula como una brisa en la noche.
—Yo no sé qué edad tengo. Pero en mi infancia aún no conocían el metal en estas tierras. De piedra eran los cuchillos, las puntas de hacha, de lanza y de flecha y las cámaras funerarias. No fueron los gigantes quienes levantaron esos dólmenes que se yerguen sobre la tierra. Fuimos nosotros, tus antepasados, quienes poníamos nuestros muertos a descansar y ofrendábamos a nuestros dioses. Aunque esos «nosotros» ya no existen. Los he sobrevivido, sólo yo, así como he sobrevivido a sucesivas generaciones de hombres… hasta hoy, Starkadh.
—Has encanecido —dijo el guerrero, con un gemido que era una negación.
—Encanecí cuando era joven. Les ocurre a algunas personas. En nada más he cambiado. Nunca he estado enfermo, y las heridas sanan deprisa, sin dejar cicatriz. Cuando se me caen los dientes, crecen otros nuevos. ¿Te sucede lo mismo?
Starkadh tragó saliva y asintió.
—Supongo que has sufrido más heridas que yo, con la vida que llevas ——dijo Gest con tono reflexivo—. Yo he sido tan pacífico como me permitían los demás, y tan cauto como cualquier viajero. Cuando los carros irrumpieron en lo que hoy llamamos Dinamarca… —Frunció el ceño—. Eso está olvidado, sus guerras, sus hazañas y su misma lengua. La sabiduría perdura. Eso es lo que he buscado a través del mundo.
Starkadh se estremeció.
—Gest —murmuró—, ahora recuerdo que en mi juventud se contaban historias sobre un viajero que… Nornagest. ¿Eres tú? Pensé que era sólo una historia.