VI. Encuentro
El oro brillaba a lo lejos como una estrella vespertina. A veces lo ocultaban los árboles, una fronda o los restos de un bosque, pero los viajeros siempre lo veían de nuevo al moverse hacia el oeste, rutilante en un cielo vasto donde escasas nubes cabalgaban sobre una llanura ventosa salpicada de aldeas y verdes sembradíos.
Horas después, cuando los rayos del sol se enredaban en las cejas de Svoboda Volodarovna, las colinas se perfilaron con claridad, con la ciudad en la más alta. Detrás de las murallas y torres se elevaban cúpulas, capiteles, el humo de mil hogares; y encima de todo fulguraba el cielo. Svoboda oyó tañidos, no la voz solitaria de una capilla campestre sino varias campanas, que debían de ser grandes para llegar a tanta distancia, repicando juntas en un son que sin duda era similar a la música de los ángeles o de la morada de Yarilo.
—El campanario, la cúpula dorada, pertenece a la catedral de Sviataya Sophia —señaló Gleb Ilyev—. No es el nombre de un santo, sino que significa «Santa Sabiduría». Viene de los griegos, quienes trajeron la palabra de Cristo a los rusos. —Ese hombre bajo y rechoncho, de nariz respingona y barba hirsuta y entrecana, era algo presuntuoso. Pero la tez curtida indicaba muchos años de viajes, a menudo a través del peligro, y la ropa elegante indicaba su éxito.
—¿Entonces todo esto es nuevo? —preguntó asombrada Svoboda.
—Bien, esa iglesia y otras cosas —replicó Gleb—. El gran príncipe Yaroslav Vladimirovitch las ha construido desde que capturó estas tierras y trasladó su sede desde Novgorod. Pero desde luego Kiyiv ya era grande. Fue fundada en tiempos de Rurik…, hace dos siglos, creo.
Y para mí esto era sólo un sueño, pensó Svoboda. Habría sido menos real que los viejos dioses que según suponemos aún rondan el desierto, si mercaderes como Gleb no atravesaran nuestra aldea de vez en cuando, trayendo mercancías que pocos pueden costear pero también historias que todos ansían oír.
Azuzó al caballo y lo espoleó con los talones. Estas tierras bajas cercanas al río aún estaban húmedas después de las inundaciones de primavera, y el lodo del camino había fatigado al caballo. Detrás de ella y su guía venían sus acompañantes, media docena de empleados y dos aprendices que conducían animales de carga y un par de carromatos con mercancías. Aquí, a salvo de los bandidos y los guerreros pecheneg, habían dejado las armas y sólo llevaban túnicas, pantalones, sombreros altos. Gleb se había puesto buenas ropas esa mañana, para tener un aspecto adecuado al llegar; se había echado una capa orlada de piel sobre una chaqueta de brocado.
También Svoboda estaba elegante, con un vestido de lana gris con un ribete bordado. Iba sentada de costado en la silla, y sus faldas revelaban botas con finas costuras. Un pañuelo cubría sus trenzas rubias. La intemperie apenas la había bronceado, el trabajo la había fortalecido sin encorvarle la espalda ni ajarle las manos. Los huesos grandes no le afeaban la buena figura, y tenía ojos azules, nariz roma, labios carnosos y barbilla cuadrada. El linaje y la fortuna eran manifiestos; su padre había sido jefe de la aldea en sus tiempos, y cada uno de sus esposos había sido más acaudalado que la mayoría de los hombres: herrero, trampero, criador de caballos, comerciante. No obstante, debía contenerse para manifestar calma, y el corazón le saltaba en el pecho.
Cuando llegó ante el Dnieper, contuvo el aliento. El pardo y caudaloso río fluía a pocos metros de distancia. A la derecha, una isla baja y cubierta de hierba lo dividía. Arroyos menores salían de cada orilla. La margen opuesta era mucho más boscosa, aunque casas y otros edificios jalonaban el camino desde las aguas hasta la ciudad y se apiñaban alrededor de las murallas, mientras que la colina presentaba huertos, pequeñas granjas o tierras de pastoreo.
En esta margen había apenas un lodoso apiñamiento de viviendas. Sus braceros y labriegos prestaban poca atención a los viajeros; estaban habituados a ellos. Pero ella sí atrajo miradas y provocó murmullos. Pocas mujeres acompañaban a los mercaderes, y éstas no gozaban de buena reputación. Una barcaza estaba esperando. El dueño salió al encuentro de Gleb y regateó con él, luego pidió a los tripulantes que ocuparan sus puestos. Se necesitarían tres viajes. La pasarela era empinada, pues el muelle estaba construido previendo la crecida anual. Gleb y Svoboda estuvieron entre los primeros en cruzar. Se instalaron a proa para mirar mejor. Se impartieron órdenes, la madera crujió y el agua gorgoteó al zarpar la nave. Soplaba una brisa fresca. Revoloteaban aves alrededor: patos, gansos, pájaros pequeños, una bandada de cisnes, pero no tantos como en casa; aquí los cazaban más.
—Venimos en un momento de muchísimo trajín —advirtió Gleb—. La ciudad está llena de forasteros. Las trifulcas son comunes, y pueden ocurrir cosas aún peores, a pesar de los esfuerzos del gran príncipe para mantener el orden. Tendré que dejarte sola mientras atiendo mi trabajo. Ten mucho cuidado, Svoboda Volodarovna.
Ella asintió con impaciencia, oyendo apenas las palabras que él había repetido una y otra vez, mirando hacia delante. Cuando se acercaron a la margen oeste, las naves reunidas allí parecieron multiplicarse. Ella aguzó los sentidos y notó que ahora las naves ancladas no tapaban las que estaban junto a los muelles, y debían de sumar veintenas y no centenares. Aun así quedó impresionada. Aquí no había barcazas como aquella en que viajaba, ni botes o bateas como las que usaba su gente. Eran naves largas y delgadas, de tingladillo, de colores chillones, muchas con antojadizos mascarones en la proa. Remos, vergas y mástiles sacados de la carlinga descansaban sobre caballetes encima de los bancos. ¡Debían de extender las velas como alas cuando se hacían a la mar!
—Sí, la famosa flota mercante —dijo Gleb—. Ahora deben de estar todas. Quizá mañana zarpen para Constantinopla, Nueva Roma.
Svoboda seguía sin escuchar. Trataba de imaginar el mar que las naves hallarían en la desembocadura del río. Se extendía allende la mirada de los hombres; era bravío, oscuro y salobre; enormes serpientes y seres que eran mitad pez habitaban sus olas. Eso contaban las historias. Trató de verlo con la mente, pero no pudo. En cuanto a la ciudad del basileus, ¿cómo podía ser que hiciera parecer a la propia Kiyiv pequeña y pobre en comparación?
—¡Quién pudiera ir allí y averiguarlo!
Suspiró una vez, pero contuvo sus anhelos. Con frecuencia había novedades ante uno. Tanto las ganancias como los sufrimientos eran imprevisibles. Ni siquiera en los cuentos de vieja una mujer se había aventurado donde ella lo hacía. Pero ninguna había sido impulsada por tamaña necesidad.
Evocó recuerdos, pensamientos secretos que la habían asaltado cuando estaba sola, trabajando en la casa o el jardín, recogiendo bayas o leña en el lindero del bosque, pasando las noches en vela. ¿Podía ella ser tan especial, una princesa robada de la cuna, una niña escogida por los antiguos dioses o los santos cristianos? Sin duda todos los niños abrigaban ensueños semejantes que siempre se esfumaban al crecer. Pero en ella se habían vuelto a encender poco a poco…
Ningún príncipe había acudido al rescate, ningún zorro ni pájaro de fuego había pronunciado palabras humanas. La vida, simplemente, continuó año tras año hasta que al fin ella se liberó; y eso era obra de ella. Y aquí estaba.
El corazón se le aceleró, liberándola del miedo. ¡Maravillas, por cierto!
La barcaza golpeó contra el muelle. La tripulación la amarró. Los pasajeros desembarcaron internándose en el ajetreo. Gleb se abrió paso entre la multitud de peones, buhoneros, marineros, soldados, remolones. Svoboda permanecía a su lado. Siempre trataba de demostrar carácter en presencia de Gleb, de negociar en vez de suplicar, de ser cordial en vez de apocada; pero en ese momento él sabía qué hacer y ella estaba confundida. Esto no era como las ferias de ese pueblo que conocía, poco más que un fuerte donde los aldeanos buscaban refugio.