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—Nosotros dos —gruñó—. Tú solo. Cadoc dice largo, tú vas. —Al contrario del hombre delgado, apenas podía hablar ruso.

—¡Dos cucarachas! —aulló el varyag—. ¡Por el trueno de Perun, se acabó!

Dio una zancada hacia delante. Su arma centelleó. El hombre delgado —¿Cadoc?— se movió a un lado y estiró el tobillo. El varyag tropezó, cayó en los adoquines. El hombre del garfio rió. El varyag rugió, se levantó y embistió.

El garfio atacó. La curva terminaba en una punta que se hundió en el brazo del atacante. El varyag aulló. El cuchillo del oponente le abrió un tajo en la muñeca y el varyag soltó su arma. Cadoc se acercó de un brinco y juguetonamente le cogió el rizo y lo cortó.

—Tomaremos el próximo trofeo de tu entrepierna —dijo Cadoc con voz socarrona. El varyag gritó, viró en redondo y huyó. Los ecos murieron.

Cadoc se acercó a Svoboda.

—¿Estás bien, señora? —preguntó—. Ven, apóyate en mí.

La ayudó a levantarse mientras su compañero recogía el cuchillo del varyag.

—No, deja eso —ordenó Cadoc. Sin duda hablaba en ruso para que ella entendiera—. No quiero que los guardias nos lo encuentren encima. Sería tan problemático como el cadáver de ese energúmeno. Vámonos. El alboroto puede haber despertado una curiosidad que no nos interesa. Ven, mi señora.

—Yo no estoy lastimada —jadeó Svoboda. En efecto, sólo había sufrido magulladuras. Aún estaba un poco aturdida. Echó a andar a ciegas, guiada por la mano de Cadoc.

El hombre del farol y el garfio preguntó algo que debía significar: «¿Adonde vamos?»

—A nuestro alojamiento, desde luego —replicó Cadoc en ruso—. Si nos topamos con una patrulla, no ha ocurrido nada. Simplemente salimos en busca de bebida y jolgorio. ¿Estás de acuerdo, señora? Nos debes algo, y no queremos perder la partida de la flota por la mañana tan sólo porque los oficiales de Yaroslav desean interrogarnos. —Debo volver a casa —imploró ella.

—Volverás. Te acompañaremos, no temas. Pero antes… —Se oyeron gritos detrás—. ¡Oíd! Alguien viene. Han encontrado el cuchillo y si también tienen un farol, habrán visto la sangre y las huellas de la pelea. —Cadoc los condujo a un callejón, un túnel tenebroso—. Un camino indirecto, pero evita problemas. Nos ocultaremos un par de horas y luego te escoltaremos, señora.

Salieron a una calle ancha iluminada por la luna. Svoboda había recobrado la compostura. Se preguntó si podría confiar en ese par. ¿No sería más prudente regresar de inmediato a casa de Olga? Si rehusaban, ella iría sola, y no estaría peor que antes. Pero antes no le había ido muy bien. Y —un cosquilleo, una tibieza— nunca había conocido a nadie así. Tal vez nunca lo conocería. Zarparían por la mañana y ella se casaría una vez más.

Cadoc tiró de la manga del compañero y dijo alegremente.

—Ea, Rufus, no pases de largo.

Una casa se erguía ante ellos. La puerta no tenía tranca. Se limpiaron los pies y entraron en una sala en penumbra con mesas, bancos y un par de faroles encendidos.

—La sala común —le dijo Cadoc al oído—. Éste es un hostal para quienes pueden costearlo. Silencio, por favor.

Ella los examinó. Rufus, a la luz del farol, mostraba rasgos toscos, pecas, patillas pobladas y pelo fino, rojizo y brillante. Cadoc tenía aspecto extranjero, cara angosta y aquilina, ojos un tanto rasgados, como los de un danés, pero grandes y castaños, el pelo largo hasta los hombros y tan negro como la barba puntiaguda. Llevaba un anillo de oro con tallas igualmente extrañas, una serpiente que se mordía la cola. Rara vez Svoboda había visto una sonrisa tan afable.

—Bien, bien —murmuró Cadoc—. No sabía que la dama en apuros era tan bonita. —Le hizo una reverencia, como si fuera una princesa—. No temas repito. Te cuidaremos. Qué pena tu vestido. Al mirarse, Svoboda vio que estaba embadurnado de fango.

—Oh, puedo decir que me caí —tartamudeó Svoboda—. Es verdad.

—Creo que podemos hacer algo mejor —dijo Cadoc.

Rufus los siguió arriba, hasta una cámara. Era amplia, con paneles de madera, colgaduras junto a una ventana esmerilada, una alfombra en el suelo. Había cuatro camas, una mesa, varios taburetes y otras comodidades. Rufus cogió la vela del farol y la usó para encender las palmatorias de un candelabro de bronce de siete brazos. Su destreza indicó a Svoboda que debía de haber perdido la mano tiempo atrás, pues se las apañaba muy bien sin ella.

—Somos sólo nosotros dos —le explicó Cadoc a Svoboda—. Vale la pena el coste. Ahora… —Se agachó junto a un baúl, sacó una llave de la faltriquera, abrió el cerrojo—. La mayoría de nuestros bienes están en nuestra nave, desde luego, pero aquí hay algunos muy valiosos, tanto del exterior como adquiridos en Kiyiv. Incluyen… —Hurgó en el baúl—. Ah, sí. —Extrajo una tela que brilló a la luz de las velas—. Lamento que no podamos preparar un baño caliente a estas horas, señora mía, pero allá encontrarás una jofaina, una jarra de agua, jabón, toallas, una tinaja para el agua sucia. Usa lo que desees, y luego ponte esto. Entretanto, por supuesto, Rufus y yo nos ausentaremos. Si entreabres la puerta y extiendes tus prendas sucias, él verá qué puede hacer para limpiarlas.

El pelirrojo torció la boca y gruñó en una lengua desconocida. Cadoc le respondió en tono jocoso hasta persuadirlo. Ambos cogieron velas y salieron. Svoboda se quedó a solas con su desconcierto. ¿Había soñado? ¿Se había internado en la tierra de los elfos o había encontrado a un par de dioses, allí en ese baluarte cristiano? Se echó a reír. ¡Fuera lo que fuese, era nuevo, era maravilloso!

Abrió broches, desató cordones, se quitó la ropa, la pasó por la puerta como había sugerido Cadoc. Alguien la cogió. Ella cerró la puerta y fue a lavarse. Acarició una desnudez lamida por el aire fresco. Se frotó con languidez. Oyó un golpe en la puerta, contestó «Aún no» y se apresuró a secarse. La prenda estirada sobre una cama le arrancó un suspiro de admiración. Era una túnica de tela brillante y tersa, azul con bordes dorados, con botones de plata. Tenía los pies descalzos. Bien, mirando por debajo de la falda, los pies espiarían, pensó con un sonrojo. Se peinó los rizos que le habían caído sobre las trenzas recogidas, y supo que su pelo ámbar luciría bien con el vestido.

—Adelante —dijo con voz trémula.

Apareció Cadoc con una bandeja en la mano izquierda. Cerró la puerta y puso la bandeja en la mesa. Traía una jarra y dos tazas.

—Nunca pensé que la seda pudiera ser tan bella —dijo.

—¿Qué? —preguntó Svoboda, deseando que se le aplacara el pulso.

—No importa. A menudo soy muy directo. Por favor siéntate y disfruta de una copa conmigo. He despertado al camarero para que me sirviera lo mejor. Tranquilízate, recóbrate de esa desdichada experiencia.

Ella se sentó en un taburete. Antes de imitarla, Cadoc sirvió un líquido rojo con un aroma estival.

—Eres muy amable —susurró Svoboda. Gleb también es amable, pensó; luego, involuntariamente, se dijo: No, Gleb es un campesino que envejece.

Sabe leer y escribir, ¿pero qué más sabe? ¿Qué más ha visto y hecho fuera de sus cortos recorridos?—. ¿Cómo puedo recompensarte? —Y pensó: ¡Qué tontería he dicho!

Pero Cadoc sólo sonrió, alzó la taza y replicó:

—Puedes decirme tu nombre, señora, y cualquier otra cosa que desees. Puedes complacerme un rato con tu compañía. Es más que suficiente. Bebe, por favor.

Ella bebió un sorbo. Sintió un delicioso sabor en el paladar. Esto no era vino de bayas de los bosques, era… era…

—Yo soy… —Casi le dio su nombre de pila. Pero desde luego eso sería imprudente. Creía que podía confiar en Cadoc, pero sería vulnerable a los hechizos si ese nombre llegaba a oídos de un brujo. Además, rara vez pensaba en él—. Svoboda Volodarovna —dijo. El nombre que usaba en casa—. De… muy lejos. ¿Dónde está tu amigo?