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Después se acariciaron, rieron, bromearon, tendieron dos esteras de paja en el suelo para tener espacio donde moverse, jugaron, se amaron, él descansó apoyándole la cabeza entre los senos, ella lo incitó una y otra vez, él juró que nunca había conocido a nadie igual y esa convicción fue como un fuego.

El vidrio de la ventana se oscureció. Las velas se habían consumido. El humo acre impregnó un aire helado que ella al fin empezó a sentir.

—Debo acompañarte hasta tu casa —dijo él, en sus brazos.

—Oh, no tan rápido —suplicó ella.

—La flota zarpa pronto. Y debes ir al encuentro de tu mundo. Primero tendrás que descansar, querida Svoboda.

—Estoy tan agotada como si hubiera arado diez campos —murmuró ella, riendo—. Aunque fuiste tú quien aró. Pícaro, apenas puedo caminar. —Le hundió la cara en la sedosa barba—. Gracias, gracias.

—Yo dormiré profundamente en la nave. Después despertaré para recordarte. Y te echaré de menos, Svoboda. Pero ése es el precio, supongo.

—Si tan sólo…

—Te lo he dicho, mis actuales negocios no son aconsejables para una mujer.

—Regresarás después de la temporada, ¿verdad?

Él se incorporó. Su cara parecía gris como la luz.

—Ya no tengo hogar. No me atrevo. No podrías entender. Vamos, debemos darnos prisa, pero no tenemos por qué arruinar lo que hemos tenido.

Aturdida, ella esperó mientras él se vestía e iba a pedirle la ropa a Rufus. Jugueteó con ese pensamiento: Tiene razón, es imposible, o al menos sería demasiado breve y pronto nos causaría dolor. Sin embargo, él no sabe por qué tiene razón.

Las ropas de Svoboda aún estaban mojadas. Se le pegaron al cuerpo. Bien, con suerte llegaría inadvertida hasta su habitación.

—Ojalá pudiera darte la túnica de seda —dijo Cadoc—. Si puedes explicarla… ¿No? —Quizá pensara en ella cuando se la regalara a otra muchacha en otro lugar—. También me agradaría darte de comer. Ambos estamos bajo el látigo del tiempo. Ven. —Sí, Svoboda estaba débil de hambre, fatiga y dolor. Eso era bueno. La devolvía a la realidad.

La niebla oscurecía las calles. El sol despuntaba apenas en el este que Svoboda no había logrado encontrar. Caminó con Cadoc de la mano. Entre los rusos, eso sólo significaba amistad. Nadie sabría cuándo se estrujaban con fuerza, y de todas maneras había poca gente en la calle. Un peatón indicó a Cadoc el camino hacia la casa de Olga.

Se detuvieron ante ella.

—Buena suerte, Svoboda.

—Igualmente —fue todo lo que pudo responder.

—Te recordaré… —dijo Cadoc, con una sonrisa amarga—, más de lo conveniente.

—Yo te recordaré para siempre, Cadoc —dijo ella.

Él le cogió ambas manos, se inclinó, se enderezó, la dejó ir, dio media vuelta y se fue. Pronto se perdió en la niebla.

—Para siempre —le dijo ella al vacío.

Permaneció un rato allí. El cielo claro cobraba un tono azul brillante. Un halcón recibió en las alas la luz del sol oculto.

Tal vez es mejor que haya sido esto y nada más, pensó. Un momento arrebatado al tiempo para que yo recuerde a través de los años.

Tres esposos he sepultado, y creo que fue una liberación, decirles adiós con una oración y ver cómo los enterraban, pues entonces ya estaban desgastados y marchitos y no eran los hombres que me llevaron orgullosamente a la boda. Y Rostislav me miraba con recelo, me acusaba, me aporreaba cuando se embriagaba… No, sepultar a mis hijos, eso fue lo peor. No tanto los pequeños, mueren y mueren y no tienes tiempo de conocerlos excepto como un fulgor pasajero. Incluso mi primer nieto era pequeño. Pero Svetlana era una mujer, una esposa, fue mi bisnieto quien la mató en el parto.

Al menos eso había terminado. Los aldeanos, sí, mis hijos vivientes, ya no podían soportar que yo fuera lo que soy, que nunca envejeciera como es debido. Me temen, y por lo tanto me odian. Y yo tampoco podía soportarlo. Tal vez hubiera bendecido el día en que vinieran con hachas y garrotes para poner fin a todo.

Gleb Ilgev, el feo y codicioso Gleb, tiene la hombría para ver más allá de lo extraño, ver la mujer que no es hija de los dioses ni criatura de Satanás, pero es el más extraviado y desconcertado de todos. Ojalá pudiera recompensar a Gleb con algo más que dinero. Bien, deseo muchas cosas imposibles.

A través de él he encontrado cómo permanecer viva. Seré una buena esposa para Igor Olegev. Pero al pasar los años entablaré amistad con alguien como Gleb, y cuando llegue el momento él hallará un nuevo lugar, un nuevo comienzo para mí. La viuda de un hombre se puede casar de nuevo, en alguna ciudad o granja remota, y ninguno de sus conocidos la considerara extravagante, y nadie le hará preguntas que no pueda responder. Desde luego, hay que dejar bien provistos a los hijos que no han crecido. Seré una buena madre.

Sonrió.

Quién sabe, tal vez algunos esposos míos sean como Cadoc.

El vestido mojado se le pegaba al cuerpo. Tiritando de frío, caminó despacio hacia la puerta de la casa.

VII. De la misma especie

1

Las costumbres tardan en morir, y a veces regresan de la tumba.

—¿Qué sabes de esa furcia, Lugo? —preguntó Rufus en un latín que no se había oído en siglos, ni siquiera entre los clérigos de Occidente.

Y hacía tiempo que Cadoc no usaba ese nombre.

—Practica más tus lenguas vivas —respondió en griego—. Afina tu vocabulario. La palabra que has usado no conviene a la cortesana más célebre y cara de Constantinopla.

—Una puta es una puta —dijo Rufus con terquedad, aunque adoptando la lengua moderna del Imperio—. La has investigado, has hablado con personas, les sonsacaste información desde que llegaste. Semanas. Y yo he de chuparme el dedo. —Se miró el muñón de la muñeca izquierda—. ¿Cuándo haremos algo?

—Quizá muy pronto —respondió Cadoc—. O quizá no. Depende de lo que logre averiguar sobre la bella Athenais. Y de muchas otras cosas, por cierto. No sólo es hora de que yo cambie de identidad, sino de que ambos cambiemos de ocupación. El comercio ruso se está arruinando deprisa.

—Sí, sí, lo has dicho a menudo. Lo he visto yo mismo. ¿Pero qué hay de esta mujer? No me has dicho nada sobre ella.

—Eso es porque la paciencia ante la decepción no es una de tus virtudes. —Cadoc caminó hasta la única ventana y miró hacia fuera El aire estival estaba impregnado de olores de humo, brea, estiércol y fragancias, ruido de ruedas, cascos, pies y voces. Desde esta habitación del tercer piso de una posada se veían tejados, calles, la muralla de la ciudad, la puerta y la bahía del Kontoskalion. Un bosque de mástiles se erguía sobre los muelles. Más allá centelleaba el mar de Mármara. Las naves se mecían en la extensión azul, desde botes vivanderos con forma de jofaina hasta un velero de carga y una galera militar. Costaba imaginar y sentir la sombra bajo la cual se extendía todo esto.

Cadoc entrelazó las manos detrás de la espalda.

—Sin embargo, conviene que te informe ahora. Hoy tengo esperanzas de llegar al fin del camino, o de descubrir que fue una pista falsa. Ha sido muy vaga, como era de esperar. Fulano me cuenta que alguna vez Mengano le contó algo. Con dificultad, porque se ha mudado, llego hasta Mengano para verificarlo, y por lo que él recuerda eso no es exactamente lo que contó a Fulano, sino que un tercero le dijo una vez… En fin.

»Básicamente, Alheñáis es el último nombre que ha adoptado esta dama. Eso no es sorprendente. Los cambios de nombre son habituales en su profesión; y desde luego prefiere ocultar sus orígenes, dado que no siempre fue la mimada de la ciudad. He confirmado que anteriormente trabajó como Zoe en uno de los mejores burdeles de Galacia; y estoy prácticamente seguro de que antes estuvo en este lado del Cuerno de Oro, en el barrio de Phanar, como una muchacha menos elegante que se llamaba Eudoxia. Al margen de eso, la información es escasa e imprecisa. Demasiadas personas han muerto o desaparecido.