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»Pero la conducta ha sido siempre la misma: una mujer exteriormente afable pero muy elusiva que evita a los rufianes (al principio, en el peor de los casos, les pagaba lo que correspondía) y no gasta en fruslerías más de lo debido. En cambio, ahorra (sospecho que invierte) con miras a ascender otro peldaño en la escala. Ahora es independiente, incluso poderosa, con sus conexiones y las cosas que sin duda sabe. Y… —A pesar del monótono trabajo de investigación, a pesar de la voz calma, Cadoc sintió un cosquilleo en la espalda que le llegó hasta la coronilla y la punta de los dedos—. El rastro llega hasta por lo menos treinta años en el pasado, Rufus. Quizá tenga cincuenta años o más. Siempre se mantiene joven, siempre se mantiene hermosa.

—Sabía lo que buscabas —dijo el pelirrojo, bajando la voz—, pero había dejado de creer que lo encontrarías.

—También yo. Hace siete siglos te encontré a ti, y luego a nadie más, a pesar de mis búsquedas. Sí, la esperanza se agota. Pero hoy, al fin… —Cadoc se estremeció, dio media vuelta y se echó a reír—. Pronto debo ir a verla. ¡No me atrevo a contarte cuánto cuestan unas horas allí!

—Cuídate —gruñó Rufus—. Una puta es una puta. Yo iré a buscarme una barata, ¿eh?

Impulsivamente, Cadoc metió la mano en la faltriquera y le dio un puñado de monedas de plata.

—Añade esto a tu capital y diviértete, viejo amigo. Es una lástima que el Hipódromo aún no esté abierto, aunque debes conocer varios odeones donde las representaciones son lo bastante procaces para tus momentos menos elevados. Pero no hables en exceso.

—Tú me enseñaste eso. Pásalo bien. Espero que sea la que buscas, amo. Yo usaré parte del dinero para comprarte un amuleto de la buena suerte. —Ésa parecía ser la única perspectiva que conmocionaba la estolidez de Rufus. Pero, pensó Cadoc, carece del ingenio para comprender qué significa hallar a otro inmortaclass="underline" una mujer. Al menos, en lo inmediato; quizá lo entienda después.

Creo que yo mismo no lo entiendo aún.

Rufus salió. Cadoc cogió un manto bordado de la percha y se lo puso sobre el elegante sakkos de lino y la dalmática enjoyada. Iba calzado con zapatos curvos de la lejana Córdoba. Aun para una cita de una tarde, uno iba a ver a Alheñáis vestido con decoro.

Ya se había hecho cortar el pelo y rasurar la barba. Dominaba el griego y estaba familiarizado, tras muchos vagabundeos, con los pasajes de la ciudad, así que podía pasar por bizantino. Claro que no lo intentaría innecesariamente. El riesgo no valía la pena. Se suponía que los mercaderes rusos debían permanecer en el suburbio de San Mamo, en el lado gálata del Cuerno, cruzando el puente de la Puerta de Blaquerna de día y retornando al anochecer. Él aún estaba entre ellos. Había obtenido la autorización para alojarse aquí mediante el soborno y la labia. En realidad no era ruso, dijo a los oficiales, y estaba a punto de retirarse del oficio. Ambas declaraciones eran ciertas. Había descrito con persuasivas mentiras los nuevos pasos que pensaba dar, los cuales serían tan lucrativos para los magnates locales como para él mismo. En el curso de las generaciones, y dado un talento innato para ello, uno aprende a convencer. Así conquistó la libertad para continuar sus averiguaciones con máxima eficiencia. El ajetreo hacía palpitar y canturrear las calles. Siguió los empinados ascensos hasta la Mese, la avenida que corría de un extremo al otro de la ciudad, ramificándose. A la derecha vio la columna que sostenía la estatua ecuestre de Justiniano en el Foro de Constantino, y más allá atisbo las murallas del palacio imperial, la cámara del senado, los tribunales, el Hipódromo, las cúpulas de Hagia Sophia, los jardines y los brillantes edificios de la Acrópolis: glorias construidas por una generación transitoria tras otra.

Giró a la izquierda. El brillo lo envolvía y se derramaba desde las arcadas que bordeaban la avenida. Allí casi no se notaba la gente sencilla, obreros, porteadores, carreteros, granjeros, sacerdotes de las ordenes menores. Aun los buhoneros y actores ambulantes exhibían colores chillones mientras pregonaban las maravillas que ofrecían; incluso los esclavos lucían la librea de casas importantes. Un noble pasaba en su palanquín, jóvenes petimetres festejaban en una bodega, una tropa de guardias pasó con relucientes cotas de malla, un oficial de caballería y sus soldados con catafracta trotaron con arrogancia detrás de un fugitivo que gritaba apartando a la gente a codazos; ondeaban estandartes, capas y bufandas en el brioso viento marino. Nueva Roma parecía inmortalmente joven. La religión cedía ante el comercio y la diplomacia, y abundaban los extranjeros, desde los delicados sirios musulmanes, los torpes normandos católicos o gente de tierras aún más lejanas y extrañas. Cadoc se alegró de desaparecer en la marea humana.

En el Foro de Teodosio cruzó hacia la esquina norte, ignorando a los vendedores que pregonaban sus mercancías y a los mendigos que pregonaban sus carencias. Se detuvo un instante allí donde el Acueducto de Valente se veía sobre los tejados. El paisaje se extendía hasta la muralla y las almenas, la Puerta de los Drungarios, el Cuerno de Oro lleno de naves, y más allá de esas aguas las colinas verdes, las blancas casas de Pera y Galacia. Las gaviotas formaban una nevisca viviente. Se puede distinguir un puerto rico por las gaviotas, pensó Cadoc. ¿Cuánto tiempo volarán y graznarán aquí en tal profusión?

Olvidó la tristeza y continuó viaje hacia el norte, colina abajo, hasta hallar la casa que buscaba. Por fuera era un discreto edificio de tres pisos, apretado entre sus vecinos, con una fachada de yeso rosado. Pero era suficiente para una mujer, sus sirvientes y los placeres que esa mujer presidía.

Había una aldaba de bronce con forma de venera. El corazón de Cadoc dio un brinco. ¿Acaso ella recordaba que este emblema cristiano y occidental de los romeros había pertenecido antaño a Ashtoreth? Lo tocó con dedos humedecidos por el sudor.

La puerta se abrió y se topó con un enorme negro con camisa y pantalones de estilo asiático: un varón entero, quizás un empleado y no un esclavo, capaz de echar a cualquiera que su patrona considerara objetable.

—Cristo sea contigo, kyrie. ¿Puedo preguntar qué deseas?

—Mi nombre es Cadoc ap Rhys. Alheñáis me aguarda. —El visitante entregó el pergamino de identificación que le habían dado cuando pagó el precio al agente. Esa mujer tenía primero que decidir si era suficientemente refinado, y aun asile había dicho que no tendría tiempo disponible en una semana. Cadoc entregó al portero un besante de oro: una extravagancia, quizá, pero le convenía causar buena impresión.

Por cierto le granjeó deferencia. Entre los gorjeos de una nube de muchachas bonitas y eunucos, atravesó una antecámara ricamente amueblada, cuyas paredes estaban adornadas con escenas discretamente eróticas, y subió por una suntuosa escalera hasta la cámara exterior de una habitación. Estaba revestida de terciopelo rojo, con una alfombra oriental con motivos florales. Las sillas flanqueaban una mesa de ébano incrustado donde había una jarra de vino, copas de vidrio tallado, bandejas con golosinas, dátiles y naranjas. Una luz opaca atravesaba las pequeñas ventanas, pero ardían velas en muchos candelabros. Un incensario de oro impregnaba el aire de un aroma dulzón. En una jaula de plata había una alondra.

En esa sala estaba, Athenais, quien dejó a un lado el arpa que estaba tocando.

—Bienvenido, kyrie Cadoc de muy lejos —dijo con voz suave y educada, tan musical como las cuerdas que tañía—. Dos veces bienvenido, pues traes noticias sobre maravillas, como una brisa fresca.

Él hizo una reverencia.