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—Hubo tales estrellas en el pasado —dijo Hanno—. Volverá a haberlas en el futuro.

—¿Qué? —Piteas lo miró intensamente en ese resplandor fantasmal—. ¿Quieres decir que los cielos cambian?

—Con los siglos. —Hanno desechó el comentario con un gesto—. Olvídalo. Como tú, hablé sin pensar. No espero que me creas. Considéralo una patraña de marino.

Piteas se acarició la barbilla.

—A decir verdad —murmuró despacio—, un colega mío que me escribe desde Alejandría, donde está la gran biblioteca, me ha mencionado que algunos documentos insinúan… Se requiere un estudio más profundo. Pero tú, Hanno…

El fenicio sonrió con simpatía.

—A veces acierto por casualidad.

—Eres… singular en muchos aspectos. Me has hablado muy poco de ti. ¿Es «Hanno» tu nombre de nacimiento?

—Cumple su función.

—No pareces tener hogar, familia ni ataduras. —Impulsivamente añadió—: Odio pensar que eres un solitario indefenso.

—Gracias, pero no necesito compasión. —Hanno se apresuró a moderar el tono—. Me juzgas por tus propios sentimientos. ¿Ya echas de menos tu hogar?

—No, no en este viaje con que he soñado durante años —‹lijo el griego, e hizo una pausa—. Pero sí tengo raíces, esposa, hijos. Mi hijo mayor está casado. Cuando regrese, tendré nietos. —Sonrió—. Mi hija mayor ya está en edad de casarse. La he dejado a cargo de mi hermano, con aprobación de mi esposa. Sí, quizá también mi pequeña Dánae tenga un pequeño para entonces. —Tiritó, como por efecto del viento—. No tiene caso ponerse nostálgico. Estaremos lejos mucho tiempo.

Hanno se encogió de hombros.

—Y por lo que sé, las mujeres bárbaras son complacientes.

Piteas lo observó en silencio y no dijo nada sobre los varones jóvenes que ya estaban disponibles. Fueran cuales fuesen los gustos de Hanno, no esperaba que el fenicio llegara a intimar con ningún miembro de la expedición. A pesar de su aparente calidez, parecía haber perdido su humanidad.

3

De pronto, como un puñetazo en el vientre, aparecieron los keltoi. Del bosque salieron guerreros altos y bajaron a la playa por la pendiente cubierta de hierba: veinte, cien, doscientos o más. Otros enfilaron hacia los promontorios gemelos que protegían la caleta donde habían anclado las naves.

Los marineros gritaron, abandonaron sus faenas, cogieron las armas y dieron vueltas por la nave. Los soldados que había entre ellos, hoplitas y peltastas, la mayoría de ellos con armadura, se abrieron paso en medio del revuelo para formarse. Yelmos, petos, escudos, espadas y lanzas relucían en la llovizna. Hanno corrió hacia el capitán, Demetrios, le cogió la muñeca y ordenó:

—No inicies las hostilidades. Les encantaría llevarse nuestras cabezas como recuerdo. Trofeos de guerra.

Una sonrisa arisca cruzó de pronto el duro rostro del capitán.

—¿Crees que si nos quedamos quietos nos abrazarán?

—Depende. —Hanno escrutó la penumbra. A su espalda, el sol debía de estar cerca del horizonte. Los árboles formaban una muralla gris detrás de los atacantes. Los gritos de guerra resaltaban sobre el estruendo del oleaje de la pequeña bahía, resonaban de peñasco en peñasco, ahuyentaban las gaviotas—. Alguien nos vio, quizás hace días y envió un mensaje al resto del clan. Han seguido nuestro curso, amparándose en la arboleda, esperaban que acampáramos en uno de los sitios que usan los cartagineses…, veríamos la leña quemada, los desperdicios, las huellas y nos adentraríamos… —Estaba pensando en voz alta.

—¿Por qué no esperaron a que todos estuviéramos dormidos, excepto los centinelas?

—Deben de temer la oscuridad. Esta comarca no les pertenece… Y así… Un momento… Dame esto… Necesitaría una vara pelada o una rama verde, pero tal vez esto sirva. —Hanno se volvió para coger el estandarte, cuyo portador se resistió insultándolo—. ¡Demetrios, dile que me lo dé! El jefe mercenario vaciló un instante antes de ordenar.

—Dáselo, Kleanthes.

—Bien. Ahora tocad las trompetas y golpead los escudos. Armad un buen alboroto, pero quedaos donde estáis.

El emblema en alto, Hanno avanzó. Caminaba despacio, gravemente, el estandarte en la mano derecha y la espada desenvainada en la mano izquierda. A sus espaldas estalló un clamor de hierro y bronce.

Los cartagineses habían despejado las matas hasta el manantial donde obtenían agua, a la distancia de un estadio ateniense. Habían crecido nuevos matorrales que estorbaban el paso e impedían un avance silencioso. Por lo tanto, la sorpresa total era imposible, y los galos aún no habían iniciado esa embestida tan temida por los hombres civilizados. Individuos y grupos pequeños trotaban en aguerrido tumulto.

Eran hombres corpulentos de tez clara. La mayoría de ellos lucían grandes bigotes; ninguno se había rasurado últimamente. Los que no se trenzaban el pelo lo habían tratado con un material que lo enrojecía y endurecía formando puntas. Pinturas y tatuajes adornaban cuerpos a veces desnudos, a menudo envueltos en una falda de lana teñida —una especie de himation primitiva— o con pantalones y quizás una túnica de colores chillones. Las armas eran espadas largas, lanzas, dagas; algunos portaban escudos redondos y unos pocos tenían yelmo.

El gigante que encabezaba la hilera semicircular Usaba un yelmo dorado con cuernos, un collar de bronce en la garganta y brazaletes de oro. Estaba flanqueado por guerreros casi igual de llamativos. Debía de ser el jefe. Hanno avanzó hacia él.

El bullicio que hacían los griegos desconcertó a los bárbaros. Aminoraron la marcha; miraron en torno, acallaron sus gritos y murmuraron entre ellos. Piteas vio que Hanno iba al encuentro del líder. Oyó trompetazos de cuerno, voces vibrantes. Algunos hombres correteaban transmitiendo órdenes que él no entendía. Los galos se detuvieron, retrocedieron unos pasos, se acuclillaron o se apoyaron en las lanzas, esperando. La llovizna arreció, la luz del día se desvaneció y Piteas sólo pudo ver sombras.

Transcurrió una hora en el crepúsculo y varias fogatas florecieron al pie del bosque.

Hanno regresó. Como una sombra más, atravesó las filas de Demetrios, pasó entre los callados y apiñados marineros, y encontró a Piteas cerca de las naves. No es que estuviera dispuesto a huir, sino que allí el agua arrojaba un resplandor que aclaraba un poco la húmeda penumbra.

—Estamos a salvo —declaró Hanno. Piteas soltó un bufido—. Pero nos espera una noche atareada. Enciende fogatas, levanta tiendas, trae lo mejor de nuestros pobres alimentos y pongámonos a cocinar, aunque nuestros visitantes no se fijarán en la calidad. Para ellos cuenta la cantidad.

Piteas trató de estudiar ese semblante que apenas veía.

—¿Qué ha sucedido? —rezongó—. ¿Qué has hecho?

Hanno habló con voz serena, un poco burlona.

—Sabes que sé suficiente celta como para apañármelas, y conozco bastante bien sus costumbres y creencias. No son muy diferentes de otros salvajes. La intuición me permite llenar las lagunas de mi conocimiento. Fui hacia ellos como un heraldo, lo cual hizo sagrada mi persona, y hablé con el jefe. No es mal sujeto, para ser quien es. He conocido a monstruos peores gobernando a helenos, persas, fenicios, egipcios…, no tiene importancia.

—¿Qué querían?

—Cerrarnos el paso, desde luego, y adueñarse de nuestras naves para saquearlas. Eso me sugirió que no debían de ser oriundos de aquí. Los cartagineses tienen tratados con los nativos. Claro que éstos podrían haber objetado el acuerdo por alguna razón pueril. Pero en tal caso habrían atacado después del anochecer. Alardean de ser temerarios pero, cuando se trata de botín más que de gloria, no quieren sufrir bajas innecesarias ni toparse con una dura resistencia mientras la mayoría escapa hacia las naves. No obstante embistieron en cuanto estuvimos en la costa, así que deben de temer la oscuridad…, los fantasmas y dioses de los muertos recientes, aún no apaciguados. Recurrí a eso, entre otras cosas.