Выбрать главу

—Es verdad. —Alheñáis sonrió—. Me proponía anunciar que había cambiado de opinión, me arrepentía de mi maldad y me marcharía para iniciar una nueva vida de pobreza, plegaria y buenas obras. Ya había hecho los arreglos necesarios para transportar a toda prisa mi fortuna, por si tenía que escapar de repente. A fin de cuentas, así ha sido mi vida, largarme de un lugar para empezar de nuevo en otro.

Él frunció el ceño.

—¿Siempre así?

—La necesidad me obliga —respondió ella con tristeza—. No tengo predisposición para ser monja ni ermitaña. A menudo digo que soy una viuda acaudalada, pero al fin el dinero se acaba, a menos que disturbios, guerras, saqueos o pestes traigan la ruina primero. Una mujer no puede invertir su dinero como un hombre. Cuando tengo problemas, debo comenzar desde abajo y… trabajar para ahorrar y ser complaciente para estar en mejor posición.

Cadoc sonrió con amargura.

—Mi vida también fue así.

—Un hombre tiene más opciones. —Ella hizo una pausa—. Estudio las cosas de antemano. Estoy de acuerdo, Corinto será lo mejor para nosotros.

—¿Qué? —dijo Cadoc, irguiéndose con asombro—. ¿Me dejaste divagar acerca de algo que conocías perfectamente bien?

—Los hombres tienen que alardear de su sagacidad.

Cadoc se echó a reír.

—¡Magnífico! Una mujer que pueda llevarme de la nariz…, ésa es la mujer con quien me quedaré para siempre. —Se calmó—. Pero ahora debemos actuar cuanto antes. De inmediato, a ser posible. Salgamos de esta… inmundicia para ir al primer hogar que cualquiera de ambos ha tenido desde…

Ella le apoyó los dedos en los labios.

—Calma, amor —murmuró—. Si tan sólo pudiera ser así. Pero no podemos desaparecer y nada más.

—¿Porqué no?

—Llamaría la atención —suspiró ella—. Por lo menos, a mí me buscarían. Hay nombres muy encumbrados que se interesan en mí, que temerían una mala pasada de mi parte. Si nos buscaran… No. —Apretó el puño—. Debemos seguir fingiendo. Una vez más, tal vez, mientras preparo el terreno hablando de un… peregrinaje, algo por el estilo.

Él sólo habló al cabo de unos instantes.

—Bien, un mes, cuando nos quedan siglos…

—Para mí, será el mes más largo que jamás conocí. Pero entretanto nos veremos, ¿verdad?

—Desde luego.

—Odio hacerte pagar, pero comprenderás que debo hacerlo. De todos modos, el dinero será de ambos cuando seamos libres.

—Sí, tenemos que hacer planes, preparativos.

—Espera hasta la próxima vez. El tiempo que tenemos hoy es muy breve. Luego debo prepararme para el próximo hombre.

Él se mordió el labio.

—¿No puedes decir que estás enferma?

—Mejor no. Es uno de los más importantes; su buena voluntad puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Bardas Manasses, un manglahites de la plana mayor de los archiestrategos.

—Sí, un militar de alto rango. Entiendo.

—Oh, querido, no te mortifiques. —Athenais lo abrazó—. No sufras. Olvídate de todo salvo de nosotros dos. Aún tenemos una hora en el paraíso.

Era tan experta, hábil y excitante como contaban los hombres.

3

Una pequeña procesión cruzó el puente del Cuerno y se acercó a la Puerta de Blaquerna. Eran cuatro rusos, dos normandos y un par de otra raza. Los rusos llevaban un pesado corre, colgado de dos varas. Los normandos eran de la Guardia Varangiana, con yelmo y cota de malla, hachas al hombro. Aunque era obvio que estaban ganando un dinero extra custodiando una carga valiosa, también era obvio que lo hacían con autorización oficial, y los centinelas dejaron pasar al grupo.

Continuaron por las calles que había al pie de la muralla de la ciudad. Las almenas y el cielo se alzaban sobre ellos. La mañana aún era joven y las sombras eran profundas, casi heladas después del resplandor del agua. Las mansiones de los ricos quedaron atrás y los hombres entraron en el más humilde y atareado distrito de Phanar.

—Esto es una necedad —gruñó Rufus en latín—. Incluso has vendido el barco, ¿verdad? Hiciste un mal negocio, por lo rápido que te deshiciste de todo.

—Transformándolo en oro, gemas, riqueza portátil —corrigió Cadoc alegremente, en la misma lengua. Aunque no había razones para desconfiar de la escolta, la cautela formaba parte de su espíritu—. Partiremos dentro de un par de semanas, ¿lo has olvidado?

—Pero entretanto…

—Entretanto estará a buen recaudo, en un sitio donde podemos sacarlo en cualquier momento del día o de la noche sin aviso previo. Has pasado mucho tiempo preocupándote cuando no te estabas embriagando, amigo. ¿Nunca me escuchas? Aliyat preparó esto. —¿Qué dijo a los poderosos para que todo resultara tan fácil?

Cadoc sonrió.

—Que le insinué que yo haría un magnífico trato con ciertos poderosos…, un trato del que estos hombres sacarán buen provecho si me ayudan. Las mujeres también aprenden a vérselas con el mundo.

Rufus rezongó.

El edificio donde Petros Simonides, joyero, vivía y tenía su tienda, era modesto. Sin embargo, Cadoc sabía desde tiempo atrás qué negocios se efectuaban allí, además de las actividades visibles. A varios miembros de la corte imperial les resultaba útil que las autoridades hicieran la vista gorda. Petros recibió jovialmente a los visitantes. Un par de matones a quienes llamaba sobrinos, aunque no se le parecían en absoluto, los ayudaron a llevar el cofre al sótano y guardarlo detrás de un panel falso. Cadoc pagó y declinó la hospitalidad pretextando que tenía prisa. Regresó con sus hombres a la calle.

—Bien, Arnulf, Sviatopolk, a todos vosotros, gracias —dijo—. Ahora podéis ir donde os guste. Recordad que debéis guardar silencio. Eso no os impedirá beber por mi salud y buena fortuna. —Les entregó una generosa propina. Los marineros y soldados partieron satisfechos.

—¿No crees que el vino y la comida de Petros sean buenos?,—preguntó Rufus.

—Sin duda lo son —dijo Cadoc—, pero tengo prisa. Athenais ha reservado la tarde entera para mí, y primero quiero prepararme bien en los baños.

—¡Ja! Como todo este tiempo desde que la conociste. Nunca te había visto enamorado. Pareces un quinceañero.

—Me siento renacido —murmuró Cadoc. Miró más allá del ajetreo que lo rodeaba—. También tú te sentirás así, cuando encontremos a tu verdadera esposa.

—Con mi suerte, será una marrana.

Cadoc rió, palmeó a Rufus en la espalda y le deslizó un besante en la única palma.

—Ve a ahogar ese ánimo sombrío. Mejor aún, échalo fuera con una mujerzuela fogosa.

—Gracias. —Rufus no cambió el semblante—. Estos días estás muy generoso.

—Una extraña cualidad de la alegría pura —dijo Cadoc—. Uno desea compartirla. —Echó a andar, silbando. Rufus, con los hombros encorvados, lo siguió con la mirada.

4

Las estrellas y la luna daban buena luz. Las silenciosas calles estaban desiertas. A veces pasaba una patrulla y el fulgor de un farol bañaba el metal, encarnación de ese poder que mantenía la paz en la ciudad. Un hombre podía caminar tranquilo.

Cadoc bebió el aire nocturno. El calor era menos sofocante, y el humo, el polvo, los hedores y las pestilencias habían disminuido. Al acercarse al Kontoskalion, olió a brea y sonrió. Los olores evocaban recuerdos. Una galera en el puerto egipcio de Sor, curtida por fabulosos mares, y su padre junto a él, cogiéndole la mano… Se llevó esa misma mano a la nariz. El vello le hizo cosquillas en el labio. Un aroma de jazmín, el perfume de Aliyat, y quizás un dejo de su dulzura. Se habían dado un largo beso de despedida.