Él comprendería y vendría.
Preparó el envoltorio con la elegancia que merecía y se lo dio a una criada para que lo entregara al mensajero. Éste viajaría deprisa por la ciudad, pero el carruaje tirado por bueyes del amo, el único medio adecuado para un noble, tardaría casi una hora. Okura tenía tiempo para prepararse.
Se examinó la cara en un espejo a la luz de una palmatoria. Nunca había sido bella: demasiado delgada, pómulos demasiado enérgicos, ojos demasiado anchos, boca demasiado grande. Sin embargo, estaba correctamente empolvada, con las cejas bien depiladas, las cejas cosméticas pintadas a suficiente altura, los dientes bien ennegrecidos. Su figura también dejaba que desear, más busto y menos caderas de las que debía tener, pero llevaba la ropa con elegancia; las sedas ondeaban grácilmente cuando ella avanzaba con el andar correcto. El pelo redimía muchos defectos, una catarata negra que se arrastraba por el suelo.
Ordenó que preparasen vino de arroz y tortas. Su karma y el de Yasuhira no podían ser tan malos, pues ella estaba ahora a solas con pocos sirvientes. Masamichi había llevado a su esposa, dos concubinas e hijos a casa de un amigo que les ofrecía refugio momentáneo. Llevaban sus posesiones para guardarlas en alguna parte. Había dicho que Okura podía ir con las suyas, pero se mostró aliviado cuando ella respondió que tenía sus propios planes para el futuro. La bien educada familia no había dicho nada indecoroso sobre los hombres que la visitaban y que a veces pasaban la noche con ella. No obstante, el hecho de que alguien de importancia oyera cosas habría inhibido la conversación en un día en que debía ser franca o inútil.
Privada de la clepsidra, y con ese sol oscurecido, Okura no podía calcular la hora, pero Yasuhira debió de llegar alrededor del mediodía, la Hora del Caballo. Okura ordenó a un criado que instalara el biombo de gala en un sitio conveniente, y al oír los pasos en la veranda esperó arrodillada detrás del biombo. No sólo por los sirvientes, sino por Yasuhira, pensó con amargura. Cuando el mundo de ambos se desmonoronaba, era más importante que nunca observar el decoro. Dedicaron un rato a las formalidades y la charla menuda. Luego ella rompió las convenciones y corrió el biombo. En otros tiempos eso habría implicado que iban a hacer el amor. Ese día un par de referencias poéticas entre las trivialidades habían aclarado que ése no era el propósito de ninguno de ellos. Sólo deseaban hablar con libertad.
Las criadas Kodayu y Ukon quizá se escandalizaron más ante esto que ante la unión de dos cuerpos a plena luz del día. Mantuvieron su ciega deferencia y trajeron los refrigerios. Buenas chicas, pensó Okura cuando se marcharon. ¿Qué sería de ellas? Ligeramente sorprendida, deseó que el nuevo amo conservara al personal y lo tratara con amabilidad. Pero temía lo contrario, dada la clase de criatura que era.
Ella y su visitante se acomodaron en el suelo. Mientras Yasuhira observaba cortésmente el dibujo floral de su tazón de vino, Okura pensó que parecía haber envejecido de la noche a la mañana. Había encanecido años atrás, pero la cara de luna, los ojos entornados, la boca semejante a un pimpollo, la barba pequeña y suave habían conservado la lozanía de la juventud. Muchas damas suspiraban comparándolo con Genji, el Príncipe Brillante de la historia de Murasaki, que ya tenía doscientos años. Hoy la lluvia le había corrido el maquillaje y el carmín, revelando ojeras, un semblante abotargado, arrugas profundas, y Yasuhira tenía los hombros encorvados.
Pero no había perdido la gracia cortesana con que sorbía el vino.
—Ah —musitó—, esto es muy agradable, Asagao. —«Gloria de la Mañana», el nombre con que la llamaba en la intimidad—. Sabor, aroma y tibieza. «Luz esplendorosa…»
Ella se sintió obligada a cerrar la alusión literaria diciendo:
—Pero no, me temo, «fortuna eterna» —y añadió con mayor suavidad—: En cuanto a Gloria de la Mañana, ¿a mi edad no sería mejor Pino?
Él sonrió.
—Conque he conservado cierto tacto para guiar la conversación. ¿Nos libramos de los temas desagradables? Luego podremos hablar de los viejos tiempos y sus alegrías.
—Si tenemos el ánimo de hacerlo. —Si tú tienes el ánimo, quería decir. Yo nunca tuve más opción que ser fuerte.
—Esperaba que el señor Tsuchimikado te retuviera.
—En estas circunstancias, irme de la corte no es lo peor que podía ocurrirme —dijo Okura. Él no ocultó su desconcierto. Okura explicó—: Sin una familia que posea tierras, yo sería apenas una mendiga, sin siquiera un lugar como éste para retirarme. Las otras me despreciarían y pronto me ultrajarían.
—¿De veras?
—Las mujeres son tan crueles como los hombres, Mi-yuki.
Él mordisqueó una torta. Okura comprendió que era un modo de darse tiempo para pensar.
—Debo confesar que el conocimiento de la situación me llevó a abrigar pocas esperanzas por ti —dijo al fin.
—¿Por qué? —Okura conocía muy bien la respuesta, pero sabía que a él le haría bien explicarse.
—Es verdad que el señor Tsuchimikado se mantuvo en paz durante el levantamiento pero, aunque no conspiró contra los jefes Hojo, tampoco los ayudó. Creo que ahora siente la necesidad de buscar favores, sobre todo porque pueden nombrar próximo emperador a uno de su linaje cuando muera o abdique el actual soberano. Librarse de los miembros de todas las familias que estuvieron en la revuelta parece un gesto trivial. Empero, es un gesto, y el señor Tokifusa, a quien han designado gobernador militar de Heiankyo, reparará en él.
—Me pregunto qué pecado de una vida pasada instó al señor Go-Toba a tratar de recobrar el trono que había abandonado —musitó Okura.
—Ah, no fue una locura, sino un noble esfuerzo que debió haber triunfado. Recuerda que su hermano, el entonces emperador Juntoku, estuvo junto a él, así como familias como las nuestras y sus seguidores, soldados de los Taira que deseaban vengar lo que los Minamoto habían hecho a sus padres. Incluso muchos monjes empuñaron las armas.
Okura se estremeció. Sabía que los monjes del monte Hiei a menudo bajaban a la ciudad para sembrar el terror, no sólo mediante amenazas sino con palizas, muertes, saqueos e incendios. Iban para imponer decisiones políticas que ellos deseaban. ¿Pero eran mejores que las pandillas de malhechores que dominaban la mitad oeste de la capital?
—No, sin duda fallamos por nuestros propios pecados anteriores —continuó Yasuhira—. ¡Cuánto hemos caído desde los días dorados! Habríamos vencido para un emperador que gobernara de verdad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Okura, intuyendo que él necesitaba expresar su amargura.
—Vaya —protestó Yasuhira—, durante generaciones el emperador sólo ha sido un títere en manos de los poderosos, entronizado en la infancia y obligado a retirarse cuando era un adulto. Y entretanto, los clanes han irrigado la tierra con sangre luchando para decidir quién nombraría al shogun. —Recobró el aliento y continuó precipitadamente—: El shogun es el jefe militar de Kamakura, el verdadero amo del Imperio. O lo era. Hoy… hoy los Hojo han ganado las guerras entre clanes, y el shogun de ellos es un niño, otro títere que dice lo que sus señores desean que diga. —Se contuvo y pidió disculpas—. Suplico el perdón de Asagao. Debes de estar escandalizada ante mi franqueza. Y sin necesidad, pues por cierto una mujer no puede entender estas cosas.
Okura, que había mantenido los oídos abiertos y la mente alerta el tiempo suficiente para saber todo lo que él había contado, replicó: