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—Desde luego, no son para ella. Pero sí entiendo que sientes pesar por lo que hemos perdido. Pobre Mi-yuki, ¿qué será de ti?

—Yo estaba en mejor posición para solicitar lenidad que Masamichi o la mayoría de los demás —continuó con más calma—. Así obtuve autorización para ocupar mi mansión de Heian-kyo por un corto tiempo. Después tendré que marcharme. Iré a una granja del este que me permitirán conservar, más allá de Ise. Los arrendatarios me mantendrán a mí y al resto de mis dependientes.

—¡Pero en la pobreza! Y tan lejos, entre toscos campesinos. Será como haber cruzado el borde del mundo.

Él asintió.

—A menudo caerán todas mis lágrimas. Aun así… —Ella no pudo seguir la cita, pues había tenido pocas oportunidades de practicar el chino hablado, pero dedujo que se trataba de conservar el sosiego en la adversidad—. He oído que se ve la montaña sagrada Fuji. Y podré llevar conmigo algunos libros y mi flauta.

—Entonces no estás destruido del todo. Ésa es una mota brillante en el aire oscuro.

—¿Y qué será de ti? ¿Qué le ha ocurrido a esta casa?

—Ayer vino el barón, que tomará posesión de ella. Un patán con la cara sin empolvar, curtido como un labriego, hirsuto, tosco como un mono, gruñendo en un dialecto tan bárbaro que apenas pude comprenderlo. En cuanto a los soldados del séquito, no parecen salvajes de Hokkaido. Sí, el conocimiento de lo que dejo atrás tal vez aplaque mi añoranza por Heian-kyo. Nos dio unos días para realizar nuestros preparativos.

Yasuhira titubeó.

—La mía no será existencia adecuada para una dama bien nacida —dijo al fin—. Sin embargo, si no tienes nada más, ven con los míos. Por el resto de nuestros días procuraremos consolarnos mutuamente.

—Te lo agradezco, viejo y querido amigo —murmuró Okura—, pero me aguarda mi propio camino.

Él vació el cuenco de vino.

Ella lo llenó de nuevo.

—¿De veras? Permíteme sentir alegría por ti, no decepción por mí. ¿Quién te acogerá?

—Nadie. Buscaré el templo de Higashiyama, donde a menudo estuve con la ex consorte imperial y el sumo sacerdote me conoce. Iré a tomar mis votos.

No había esperado que él demostrara consternación. Yasuhira casi soltó el cuenco. El vino le salpicó la túnica.

—¿Qué? ¿Hablas de votos plenos? ¿Te transformarás en monja?

—Eso creo.

—¿Te cortarás ese bello pelo, te pondrás vestimentas toscas y negras, vivirás…? ¿Cómo vivirás?

—Ni el bandido más feroz se atreve a hacer daño a una monja; la cabaña más humilde no le niega refugio ni arroz. Me propongo ir en perpetua peregrinación, de altar en altar, para ganar méritos en los años de vida que me resten. —Okura sonrió—. Durante esos años, quizá pueda visitarte en ocasiones. Entonces recordaremos juntos.

Él meneó la cabeza, confundido. Como la mayoría de los cortesanos, nunca había ido lejos, rara vez a más de un día de viaje de Heian-kyo. Y lo había hecho en carruaje, para asistir a ceremonias que para gente como él eran más sociales que religiosas; para contemplar capullos en la campiña primaveral o las hojas de arce en otoño; para admirar el claro de luna en el lago Biwa y componer poemas sobre ello.

—A pie —murmuró—. Caminos que con la lluvia se convierten en lodazales. Montañas, desfiladeros, ríos caudalosos. Hambre, lluvia, nieve, viento, un sol aplastante. Plebeyos ignorantes. Bestias, demonios, fantasmas. No. —Dejó el cuenco, se enderezó, habló con firmeza—. No lo harás. Sería arduo para un hombre joven. Tú eres una mujer de cierta edad, y perecerás miserablemente. No lo toleraré.

En vez de recordarle que él no tenía autoridad sobre ella, pues su preocupación era conmovedora, Okura preguntó dulcemente.

—¿Te parezco frágil?

Él guardó silencio. La escrutó con los ojos como deseando atravesar las vestiduras y mirar el cuerpo que otrora había poseído. Pero no, pensó ella, eso jamás se le ocurriría. Era un hombre decente a quien repugnaba la desnudez. Siempre habían conservado por lo menos una capa de ropa.

—Es cierto —murmuró al fin Yasuhira—, es perturbador, los años apenas te han tocado. Podrías pasar por una mujer de veinte. ¿Pero cuál es tu edad? Nos conocemos desde hace casi treinta años y debías de tener veinte cuando llegaste a la corte, con lo cual sólo eres un poco más joven que yo. Y mis fuerzas se han debilitado.

Dices la verdad, pensó ella. Poco a poco he visto cómo alejabas un libro de tus ojos o cómo pestañeabas ante palabras que no oías; has perdido la mitad de los dientes; cada vez te asedian más fiebres, toses, escalofríos. ¿Te duelen los huesos cuando te levantas por la mañana? Conozco bien los signos, pues a menudo he visto cómo afectaban a seres amados.

Había sentido el impulso días atrás, cuando supo la mala noticia y comenzó a pensar qué significaba y qué debía hacer. Había intentado combatirlo, pero en vano. ¿Qué mal habría en seguirlo? Podía confiar en este hombre, aunque no sabía si aplacaría su dolor o lo agudizaría.

Decidió ser franca. Al menos le daría algo en qué pensar además de su gran pérdida, en la soledad que le esperaba.

—No tengo la edad que crees, querido —dijo en voz baja—. ¿Deseas conocer la verdad? Te advierto que al principio pensarás que estoy loca.

Él la estudió antes de responder con la misma suavidad:

—Lo dudo. Hay en ti algo más de lo que muestras. Siempre lo he sabido de forma vaga, pero con certeza. Quizá nunca me he atrevido a preguntar.

Entonces eres más sabio de lo que yo creía, pensó Okura. Su decisión se afirmó.

—Salgamos —dijo—. Nadie más debe oír lo que te contaré.

Salieron juntos a la veranda sin ponerse abrigo. Rodearon el pabellón y caminaron por una galería cubierta hasta un quiosco que estaba al borde del estanque. En esa placidez se erguía una piedra alta como un hombre en cuya rugosa superficie estaba tallado el emblema del clan que había perdido esta morada. Okura se detuvo.

—He aquí un buen sitio para demostrarte que ningún espíritu maligno usa mi lengua para decir falsedades —dijo Okura.

Recitó solemnemente un pasaje escogido del Sutra del Loto.

—Sí, eso es suficiente —dijo Yasuhira con igual gravedad. Pertenecía a la secta Amidist, que sostenía que el Buda mismo protege a la humanidad.

Se quedaron observando objetos de, casta belleza. La neblina cubría el quiosco y dejaba gotas en el pelo, la ropa y las pestañas. El frío y el silencio eran como presencias remotas.

—Tú supones que tengo cincuenta años —dijo Okura—, pero tengo más del doble.

Él contuvo el aliento, la miró fijamente, desvió los ojos, y preguntó con estudiada calma:

—¿Cómo es posible?

—No lo sé —suspiró Okura—. Sólo sé que nací durante el reinado del emperador Toba, durante el cual el clan Fujiwara gobernaba con tanta energía que mantenía la paz por doquier. Me crié como cualquier niña de buena cuna, salvo que nunca estuve enferma, pero cuando llegué a ser plenamente mujer, todo cambio cesó en mí, y así ha sido desde entonces.

—¿Cuál es tu karma? —susurró Yasuhira.

—Te repito que no lo sé. He estudiado, orado, meditado, practicado austeridades, pero no he alcanzado la iluminación. Al fin decidí que lo más conveniente era continuar esta larga vida como pudiera.

—Eso debe ser… difícil.

—Lo es.

—¿Por qué no te has revelado? —dijo Yasuhira con voz trémula—. Debes de ser una santa, una bodhisattva.

—Sé que no lo soy. Sufro la turbación, la incertidumbre y el tormento del deseo, el miedo, la esperanza, todos los males de la carne. Además, a medida que otros reparaban en mi longevidad, me topé con celos, despecho y espanto. Sin embargo, no he podido renunciar al mundo y retirarme a una vida de sagrada pobreza. No sé qué soy, Mi-yuki, pero no soy santa. Él caviló. La bruma se arremolinaba más allá de la muralla del jardín.