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—¿Qué has hecho? —preguntó al fin—. ¿Cómo has pasado los años?

—Cuando tenía catorce años, un hombre de más edad, cuyo nombre ya no importa, fue a buscarme. Como era influyente, mis padres lo alentaron. Yo no le tenía afecto, pero no sabía cómo rehusar. Al fin pasó las tres noches conmigo y luego me hizo esposa secundaria. También me consiguió una posición en la corte de Toba, quien para entonces había abdicado. Le di hijos, y dos de ellos vivieron. Toba murió. Poco después murió mi esposo.

»Para entonces las guerras entre los Taira y los Minamoto habían estallado. Aproveché para abandonar el servicio de la viuda de Toba y, llevando mi herencia, regresé a la familia donde nací. Fue una ayuda que una dama que no está en la corte viva tan apartada. ¡Pero qué existencia tan vacía!

»Al final confié en un amante que tenía, un hombre de cierta riqueza y poder. Me llevó a una finca rural, donde pasé varios años. Entretanto él dio a mi hija en matrimonio en otra parte. Me llevó de regreso a Heian-kyo con el nombre de ella. Las gentes que me recordaban se maravillaban ante la semejanza con la madre. Bajo su patrocinio, volví a servir en una casa real. Poco a poco superé el desprecio que sienten por lo provincianos; pero cuando notaron que yo conservaba la juventud…

«¿Deseas oírlo todo? —dijo en un arrebato de fatiga—. Ésta ha sido mi tercera renovación. Los trucos, los engaños, los hijos que he alumbrado, logrando que de un modo u otro los adoptaran en otra parte, para que no resultara demasiado obvio que ellos envejecían mientras yo no. Eso ha sido lo más doloroso. Me pregunto cuánto más podré resistir.

—Por lo tanto abandonas todo —jadeó él.

—Ya era hora. Vacilé a causa de la lucha, la incertidumbre acerca del destino de mis parientes. Bien, eso ya está decidido. Es casi una liberación.

—Si tomas votos de monja, no podrás regresar aquí como antes.

—No lo deseo. Estoy harta de las mezquinas intrigas y las hueras diversiones. Son menos las estrellas de la medianoche que los bostezos que he ahogado, las horas que he mirado el vacío esperando que algo ocurriera, cualquier cosa. —Le tocó la mano—. Tú me diste una razón para quedarme. Pero ahora tú también debes irte. Además, me pregunto cuánto tiempo más podrán mantener la farsa en Heian-kyo.

—Creo que escoges un camino más difícil del que imaginas.

—No más difícil, creo yo, que la mayoría de los caminos en los tiempos venideros. Es una época cruel. Al menos una monja vagabunda cuenta con el respeto de la gente… y nadie le hace preguntas. Tal vez un día incluso llegue a comprender por qué sufrimos como sufrimos.

—¿Podría yo demostrar tanto valor como el de ella? —le preguntó Yasuhira a la lluvia.

Ella le tocó la mano una vez más.

—Temí que esta historia te angustiara.

Él seguía mirando la bruma plateada.

—Por tu causa, tal vez. No ha cambiado lo que eres para mí. Mientras yo viva, siempre serás mi Gloria de la Mañana. Y ahora me has ayudado a recordar que afortunadamente soy mortal. ¿Rezarás por mí?

—Siempre —prometió ella.

Permanecieron un rato en silencio, luego entraron. Hablaron de cosas gratas y evocaron recuerdos felices, placeres y deleites que habían compartido. Él se achispó un poco. No obstante, cuando se dijeron adiós, lo hicieron con la dignidad propia de un noble y una dama de la corte imperial.

IX. Fantasmas

¿La despertó el humo? Le rozaba las fosas nasales, le raspaba los pulmones. Tosió. Se le partía el cráneo. Las astillas cayeron con estrépito. Se estrellaron como trozos de hielo en un lago bajo la tormenta. Tosió de nuevo, y de nuevo. En medio del ruido y del filoso dolor oyó una crepitación cada vez más fuerte.

Abrió los ojos. El humo los inflamó. Borrosamente vio las llamas. Todo ese lado de la capilla estaba ardiendo. El fuego ya lamía el techo. No podía distinguir los santos pintados, ni los iconos de las paredes —¿habían desaparecido?— pero el altar seguía en pie. Entre las volutas de humo y la penumbra fluctuante, la mole del altar parecía temblar. Tuvo la vaga sensación de que flotaba a la deriva, de que pronto la alcanzaría y la aplastaría o se perdería para siempre en la humareda.

Entre las vaharadas de calor se arrastró a gatas. Por un tiempo no pudo alzar la cabeza. Le dolía demasiado. Luego algo en el límite de su visión la guió en un lento bamboleo. Se incorporó a duras penas y trató de comprender.

La hermana Elena. Tendida de espaldas. Muy quieta, más que el altar, totalmente tiesa. Ojos donde bailaba la luz del luego. La boca abierta, la lengua fuera, seca. Piernas y abdomen asombrosamente blancos contra el suelo de arcilla y el hábito que los dejaba al desnudo. Gotas blancas relumbrando sobre la entrepierna. Brillantes manchas de sangre en los muslos y el vientre.

A Varvara se le revolvió el estómago. Vomitó. Una, dos, tres veces. Las convulsiones le provocaban ondas en la cabeza. Cuando terminó y sólo quedaron el gusto desagradable y la irritación, estaba más alerta. Se preguntó si ésta había sido la violación definitiva o un signo de la gracia de Dios, ocultando el rastro de lo que le habían hecho a Elena.

«Eras mi hermana en Cristo —pensó Varvara—. Tan joven, oh, tan joven. Ojalá yo no te hubiera intimidado tanto. Era dulce oír tu risa. Ojalá a veces hubiéramos estado juntas, sólo nosotras dos, contándonos secretos y riendo antes de ir a orar. Bien, supongo que has ganado el martirio. Ve a tu hogar en el Cielo.»

Las palabras temblaron en medio del dolor las palpitaciones, los mareos. El fuego rugía. El calor se volvía más denso. Bailaban chispas en el humo. Algunas le cayeron en las mangas. Se apagaron, pero debía huir o se quemaría viva.

Por un instante la abrumó la fatiga. ¿Por qué no morir junto a la pequeña Elena? Poner fin a los siglos, ahora que todo lo demás llegaba a su fin. Si respiraba hondo, la agonía sería breve. Luego, la paz.

La broncínea luz del sol atravesó la humareda y el hollín. Había salido a rastras mientras pensaba en la muerte. El asombro le devolvió la compostura. Miró hacia ambos lados. No había nadie cerca. Los edificios, construidos principalmente con madera, ardían a su alrededor. Logró levantarse y alejarse dando tumbos.

Más allá de los edificios, la dominó una cautela animal. Se agazapó junto a una pared y atisbó. El monasterio y el convento estaban cerca de la ciudad, como era habitual. Los religiosos habrían hallado refugio detrás de las defensas. Pero no habían tenido tiempo. Los tártaros llegaron de pronto, interponiendo sus caballos entre ellos y la seguridad. Retrocedieron y rogaron a la Virgen, los santos y los ángeles. Poco después, esos salvajes se les acercaron aullando como perros.

Varvara se dio cuenta de que no había gran diferencia. Pereyaslavl había caído. Sin duda los tártaros la habían asolado antes de ir a la casa de la Virgen. Una monstruosa nube negra se elevaba desde las murallas, tocando el cielo, donde se deshacía en borrones sobre la pureza del atardecer. Abajo crecían las llamas, tiñendo las sombras con un rojo inquieto. Varvara recordó que el Señor se presentaba a los israelitas como una columna de humo durante el día y una columna de fuego durante la noche. ¿Acaso Su voz rugía como la pira que había sido Preyaslavl?

En la campiña ondulante también ardían villorrios y huían sombras. Los tártaros parecían estar reunidos cerca de la ciudad. Grupos de jinetes cabalgaban por los campos hacia el cuerpo principal. Guerreros a pie arreaban a los cautivos, que no eran muchos. Varvara vio que los invasores no constituían un ejército enorme, que no eran la manga de langostas de los rumores, apenas unos centenares. Tampoco llevaban ropa de acero, sino cuero y piel sobre los cuerpos fornidos. A veces se veía un destello, pero debía de ser un arma y no un yelmo. En el carro uno portaba el estandarte, una estaca de cuyo travesaño colgaban… ¿colas de bueyes? Las monturas eran meros ponnis, pardos, hirsutos, de cabeza larga.