Pero esos hombres habían arrasado la tierra como una llamarada, ahuyentando o pisoteando a todos. Aun las habitantes del claustro habían oído, años atrás, que los pechenegs mismos habían huido para suplicar socorro a los rusos. Jinetes que atacaban como un dragón con mil patas asesinas, flechas que volaban como una tormenta de granizo…
Hacia el este, la verde campiña se extendía en una placidez casi ofensiva. La luz inundaba el Trubezh, de modo que el río parecía un torrente de oro. Bandadas de aves acuáticas volaban hacia las marismas de las costas.
«Allá está mi refugio —pensó Varvara—, mi única esperanza.»
¿Cómo llegar? Su carne era un guiñapo de dolor, astillado de angustia, y los huesos eran como pesas. No obstante, con el fuego a sus espaldas, debía marcharse. La astucia compensaría la torpeza. Podría avanzar un trecho, detenerse, esperar hasta que pareciera seguro seguir adelante. Eso significaba mucho tiempo hasta llegar a su meta, pero el tiempo le sobraba. Claro que si. Ahogó una risa histérica.
Al principio, un huerto del claustro le permitió ocultarse. ¡Cuántas veces esos árboles habían sido rosados y blancos al florecer en primavera, verdes y susurrantes en verano, dulces y crepitantes en otoño, esqueléticamente bellos en el gris invierno, para ella y sus hermanas! Varvara había perdido la cuenta de los años. Recordó a algunas personas, Elena, la astuta Marina, la regordeta y plácida Yuliana, el obispo Simeón, grave detrás de su barba semejante a una mata. Muertos en ese día o años atrás, fantasmas y quizá ella misma estaba muerta, aunque le negaran el reposo, una rusa ika que regresaba a su río.
Más allá del huerto había un prado. Varvara pensó que le convendría aguardar al anochecer entre los árboles. El terror la obligó a seguir. Avanzaba con creciente cautela. Recobró la destreza que había adquirido en la infancia. Antes de que Cristo llegara a los rusos y durante generaciones, las mujeres a menudo recorrían los bosques, libres como los hombres. No el corazón del bosque, un sitio donde no había senderos y merodeaban las fieras y los demonios, sino los lindes, donde llegaba la luz del sol y se podían coger avellanas y bayas.
Ese verdor perdido parecía más cercano que el claustro. No recordaba qué había sucedido cuando el enemigo se acercó al santuario.
Oyó pisadas y se tumbó en la hierba. A pesar de la fatiga, el corazón le martilleaba y sentía un canturreo entre las sienes. Por suerte no se había quedado en la capilla. Varios caballos tártaros cruzaron la arboleda al trote y salieron a la ladera. Varvara vio claramente a uno de los jinetes, la cara ancha y parda, los ojos rasgados, las patillas pobladas. ¿Lo conocía? ¿Él la había conocido en la capilla? Pasaron cerca pero siguieron adelante sin verla.
El pecho se le colmó de gratitud. Sólo después recordó que no había agradecido a Dios ni a los santos sino a Dazhbog del Sol, el Protector. Otro antiguo recuerdo, otro fantasma insistente.
El crepúsculo suavizaba los horizontes cuando llegó a la marisma. Temblores rojizos aún teñían el humo de Pereyaslavl; los villorrios de las inmediaciones debían de ser cenizas y carbón. Las fogatas tártaras empezaron a titilar en cúmulos ordenados. Eran pequeñas, como sus amos, y sangrientas.
El lodo frío resbalaba por las sandalias de Varvara, entre los dedos de los pies, en los tobillos. Encontró una loma menos fangosa y se tendió en la hierba húmeda y mullida. Hundió los dedos en la hierba y el suelo. ¡Tierra, Madre de Todo, abrázame, no me dejes ir, consuela a tu hija!
Despuntaron las primeras estrellas. Varvara al fin pudo llorar.
Luego se quitó las vestiduras, capa por capa. Una brisa le acarició la desnudez. Apiló la ropa y caminó entre los juntos hasta llegar a un arroyo. Allí se lavó la boca y la garganta, bebió y bebió. Casi no sentía el contacto del agua en los dedos magullados. Se agazapó y se frotó una y otra vez. El río la bañaba, lamía, acariciaba. Se acuclilló y abrió las piernas.
—Límpiame —suplicó.
La luz de las estrellas y la Senda del Cielo se reflejaban en la corriente, lo cual le permitió encontrar el camino de regreso. Se irguió en la loma para dejarse secar por la brisa. Tiritaba, pero no tardó mucho. Le temblaron los labios un momento. El pelo cortado al rape era un legado del claustro, útil esta noche. Cogió la ropa y sintió náuseas. Ahora olía el tufo a transpiración, sangre, tártaro. Le costó gran esfuerzo ponérsela de nuevo. Quizá no habría podido si el olor del humo no hubiera tapado lo demás. Otro legado, otro recuerdo. Debía protegerse del frío de la noche. Aunque nunca había enfermado, quizá estuviera demasiado débil para resistir una fiebre.
Se acostó en la loma y cayó en un sueño ligero poblado por fantasmas.
La despertó el alba. Varvara estornudó, rezongó, tembló. Una fría lucidez la dominó mientras la claridad se alargaba sobre la tierra. Moviéndose con cautela cerca de su escondrijo, notó que tenía las articulaciones menos rígidas, que se aplacaban los dolores. Las heridas aún dolían, pero menos a medida que el día las entibiaba; sabía que sanarían.
No se alejó de los juncos, pero en ocasiones echaba una ojeada. Vio que los tártaros abrevaban los caballos, pero el río disolvía la suciedad antes de que llegara a ella. Cabalgaban de un horizonte al otro. A menudo regresaban con bultos, botín. Cuando las sombras movedizas del campamento se apartaron, logró ver a los cautivos, apiñados y bajo vigilancia. Niños y mujeres jóvenes, supuso, los que valía la pena tomar como esclavos. Los demás yacían muertos en las cenizas.
No recordaba sus últimas horas en el claustro. Un golpe en la cabeza podía haber producido ese efecto. Y no deseaba saber nada. Bastaba con la imaginación. Cuando irrumpieron los jinetes, las religiosas se debían de haber dispersado. Quizá Varvara había cogido la mano de Elena y la había guiado hasta la capilla de Santa Eudoxia. Era un edificio pequeño, apartado, y no albergaba tesoros. Esperaba que esos demonios lo pasaran por alto. Pero no fue así.
¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había muerto Elena? Varvara…, bien, esperaba haberse defendido, obligado a tres o cuatro a aferrarla por turnos. Era grande y fuerte, una superviviente habituada a cuidarse. Supuso que al fin, un tártaro, quizá cuando ella lo mordió, le había aplastado la cabeza contra el suelo. Pero Elena… Elena era menuda, frágil, dulce, soñadora. Se habría quedado inerme mientras ese horror continuaba. Tal vez el último hombre, al ver cómo su compañero castigaba a Varvara, había hecho lo mismo con Elena y ella murió. ¿También dieron por muerta a la compañera, se abrocharon los pantalones y se fueron? ¿No les importaba?
Al menos no habían usado cuchillos. Varvara no habría sobrevivido a eso. Aunque su cráneo parecía bastante duro, quizá ni siquiera se hubiera levantado a tiempo para escapar, salvo por la vitalidad que la mantenía inmortal. Tendría que darle gracias a Dios.
—No —jadeó—, primero. Te agradezco por permitir que Elena muriera. Habría quedado deshecha, condenada a días de obsesión y noches de insomnio.
No encontró otra cosa que agradecer.
El río y las horas se deslizaban con un murmullo. Piaban pájaros. Las moscas zumbaban en densos enjambres, atraídas por su ropa pestilente. El hambre empezó a acuciarla. Recordó otra antigua destreza, se tendió de bruces en el lodo de un charco formado por unas matas a la deriva, esperó.
Ya no estaba sola. Los fantasmas se apiñaban. Acariciaban, tironeaban, susurraban, llamaban. Al principio eran horribles. La tomaban contra su voluntad, esposos ebrios y dos canallas que la habían sorprendido en esos años de vagabundeo. Con un tercero había tenido suerte y lo había apuñalado primero.