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Ella fió entre dientes.

—Tendrás mucho tiempo para cerciorarte.

—Tiempo —murmuró él—. Cientos, miles de años. Y eres una mujer.

Viejos temores despertaban. Li agitó las manos. Se obligó á permanecer donde estaba.

—Soy monja. Juré lealtad a Amida Butsu…, el Buda.

Él asintió al mismo tiempo que dominaba la tensión de sus músculos.

—¿De qué otro modo podías viajar con libertad?

—No siempre estuve a salvo —exclamó ella—. Fui ultrajada en tierras salvajes de este reino. Y no siempre fui leal. A veces acepté refugio cuando un hombre lo ofrecía, y permanecí con él hasta que murió.

—Seré amable —prometió él.

—Lo sé. Pregunté a algunas mujeres de aquí… Pero ¿qué hay de esos votos? Antes creía que no tenía otra opción, pero ahora…

Él soltó una fuerte risotada.

—¡Ja! Te libero de ellos.

—¿Puedes?

—Soy el Maestro, ¿verdad? La gente no debería rezarme, pero sé que lo hace, más que a sus dioses. Nada malo ha derivado de ello. En cambio, hemos tenido paz, una generación tras otra.

—¿Tú lo previste así?

Él se encogió de hombros.

—No. Yo tengo… unos mil quinientos años. No recuerdo cuándo llegué aquí.

El pasado se adueñó del Maestro, quien miró el vacío y habló en voz baja y apresurada.

—Los años se confunden, se convierten en uno, los muertos son tan reales como los vivos y los vivos tan irreales como los muertos. Durante un tiempo, hace mucho, perdí la razón, anduve como un sonámbulo. Algunos monjes me acogieron y despacio, no sé cómo, logré pensar de nuevo. Ah, veo que algo parecido te ocurrió también. Bien, a menudo aún me cuesta tener claridad en mis recuerdos, y olvido muchas cosas.

» Había descubierto, como tú, que lo más seguro era ser un religioso errabundo. Sólo me proponía quedarme aquí unos años, después de que me recibieron. Pero el tiempo continuó, éste era un refugio acogedor y los enemigos temían venir, una vez que se corrieron rumores sobre mí. ¿Y qué sitio mejor había? He tratado de no causar daño a mi gente. Creo que les hago bien.

Se sacudió, avanzó un paso, le cogió ambas manos. Las de él eran grandes y fuertes, pero menos ásperas que las de otros hombres. Li había oído decir que vivía de los aldeanos, y a lo sumo se distraía ejerciendo su antiguo oficio de herrero.

—Pero ¿quién eres tú, Li? ¿Qué eres?

Ella suspiró con repentina fatiga.

—He tenido muchos nombres, Okura, Asagao, Yukiko… Los nombres no importaban entre nosotros, cambiaban cuando cambiábamos de posición, y usábamos un apodo diferente para cada amigo. Fui una dama de la corte que se transformó en una sombra. Cuando ya no pude fingir que era mortal, y temí proclamar quién era, me convertí en monja y avancé mendigando de altar en altar, de sitio en sitio.

—Para mí fue más fácil —admitió él—, pero también yo descubrí que era más conveniente continuar la marcha, y mantenerme alejado de todos los poderosos que me pidieran quedarme. Hasta que hallé este refugio. ¿Cómo abandonaste… Nipón? ¿Así llamas a esa tierra?

—Esperaba hallar a alguien como yo, un fin para la soledad, la falta de sentido. Pues había tratado de encontrar sentido en el Buda, y nunca recibí la iluminación. Bien, nos llegaron noticias de que habían expulsado a los mongoles, los que habían conquistado China y trataban de invadirnos cuando el Viento Divino hundió sus barcos. Los chinos navegaban a todas partes, incluso a nuestras tierras. Este país es nuestra patria espiritual, la madre de la civilización. —Notó que él se asombraba, y recordó que era de baja cuna y había vivido retirado desde antes que ella naciera—. Sabíamos acerca de muchos sitios sagrados de China. Pensé también que allí, si los había en alguna parte, habría otros… inmortales. Así que saqué pasaje de peregrina, el capitán ganó méritos al llevarme, y desembarqué en estas costas… sin saber cuan vasto es el País.

—¿Nunca has deseado ir a tu hogar?

—¿Qué significa hogar? Además, los chinos han dejado de navegar. Han destruido sus grandes naves. Está prohibido abandonar el Imperio, so pena de muerte. ¿No lo has oído?

—Aquí estamos libres de los grandes señores. Bienvenida, bienvenida —dijo con voz más profunda y enérgica. Le soltó las manos y una vez más le rodeó la cintura, aunque ahora con firmeza, y con la respiración algo entrecortada—. Me has encontrado. ¡Estamos juntos, esposa mía! Esperé, esperé, rogué, ofrendé, obré hechizos, hasta que al fin abandoné toda esperanza. ¡Y ahora has llegado tú, Li!

Intentó besarla. Ella apartó la boca, protestó. Era demasiado apresurado, e indecoroso. Él no le prestó atención. No era un ataque, pero era abrumador. Sucumbió como podría haberlo hecho a una tormenta o a un sueño. Mientras él la poseía, trató de ordenar sus pensamientos. Después, él actuó con somnolencia y ternura durante un rato, para dar paso luego a una desenfrenada alegría.

3

El invierno llegó con neviscas enceguecedoras que se abatían sobre las casas y se colaban por cada fisura de las puertas y postigos. La calma que siguió era tan fría que el silencio parecía vibrar, con un sinfín de estrellas sobre una dureza blanca que reflejaba su resplandor. La gente sólo salía a la intemperie cuando era necesario para cuidar el ganado y obtener combustible. En casa se acuclillaban sobre pequeñas fogatas o pasaban el tiempo durmiendo bajo pieles de oveja.

Li sintió náuseas. Siempre las sentía por la mañana durante la primera etapa de una preñez. No le sorprendió haber concebido, pues Tu Shan dormía a menudo con ella. Tampoco lo lamentaba. Él era bien intencionado, y poco a poco sin hacerlo de forma evidente, ella le fue enseñando qué le agradaba, hasta que también ella pudo echar a volar de placer y luego descansar con dichosa fatiga en la tibieza y el aroma de Tu Shan. Y este niño que habían concebido juntos quizá también fuera inmortal.

Aun así, ella deseaba poder alegrarse tanto como él. En sus mejores días estaba libre de malos presentimientos. Tan sólo deseaba alguna actividad. Al menos en Heian-kyo había color, música, la ronda de las ceremonias, las insidiosas pero excitantes intrigas. Al menos, en el camino había tierras cambiantes, las personas distintas, incertidumbres, pequeñas victorias sobre los problemas, los peligros y la desesperación. Aquí podía, si lo deseaba, tejer las mismas telas, cocinar los mismos platos, barrer los mismos suelos, vaciar los mismos cubos de basura —aunque los discípulos deseaban hacer las tareas serviles— e intercambiar las mismas palabras con mujeres que sólo pensaban en las hortalizas del año próximo.

Los hombres tenían otros intereses, pero no demasiados. Sin embargo, se sentían incómodos con ella. Sabían que era la escogida del Maestro y le otorgaban respeto, con cierta torpeza. También sabían que era una mujer; y pronto la consideraron algo sagrado pero que formaba parte de lo cotidiano, como Tu Shan; y las mujeres no participaban en las reuniones de los hombres.

Li supuso que no perdía demasiado.

Un día de ese invierno se destacaba en el recuerdo, una isla en medio de un abismo que devoraba el resto. La puerta se abrió dejando entrar deslumbrantes y azuladas ráfagas de nieve. Una oleada de frío sopló por la abertura. La mole de Tu Shan bloqueó la luz. Entró y cerró la puerta. La penumbra se impuso de nuevo.

—¡Hoo! —relinchó, sacudiéndose la nieve de las botas—. Hace frío de sobras para congelar el fuego y el yunque.

Le había oído decir eso un centenar de veces, y otras pocas expresiones favoritas. Li lo miró desde la estera donde estaba arrodillada. Manchas brillantes bailaban ante ella. Se debían al reflejo en el cofre de bronce, que los discípulos mantenían bruñido. Lo había mirado un par de horas mientras estaba sumida en el sueño ligero que era su refugio en esos meses vacíos.