Richelieu acarició al gato, que se estaba adormilando, mientras bajaba las cejas.
—Eso llevará un tiempo considerable —dijo.
—Oh, sí, para los mortales… Perdón, Eminencia.
—No importa —tosió Richelieu—. Sólo Charlot nos oye, así que podemos hablar sin rodeos. ¿De veras crees que la humanidad, digamos aquí en Francia, ha alcanzado la seguridad que te parecía una mera ilusión durante la historia anterior?
Lacy tartamudeó desconcertado.
—N-no, excepto que… Creo que Francia será fuerte y estable durante generaciones. En gran medida gracias a Su Eminencia.
Richelieu tosió de nuevo, llevándose la mano izquierda a la boca mientras sostenía el gato con la derecha.
—No gozo de buena salud, capitán —dijo con voz ronca—. Nunca he gozado de ella. Dios puede llamarme en cualquier momento.
El semblante de Lacy cobró una expresión distante.
—Lo sé —susurró—. Ojalá se conserve entre nosotros muchos años. Pero…
—Tampoco el rey goza de buena salud —interrumpió Richelieu—. Al fin él y la reina han recibido la bendición de un hijo, un varón; pero el príncipe aún no tiene dos años. Cuando él nació yo perdí al padre José, mi consejero de confianza y mi asistente más capaz.
—También lo sé. Pero tenéis a ese hombre de origen italiano, Mazarino, quien es muy parecido a vos.
—Y a quien estoy preparando para que sea mi sucesor. —En la cara de Richelieu se dibujó una sonrisa—. Sí, nos has estudiado con atención.
—Tuve que hacerlo. He aprendido cómo, durante mi estancia en la Tierra. Y también sois previsor. —Lacy habló con prisa—. Os suplico que lo penséis. Necesitaréis tiempo para reflexionar, y para verificar mi historia. Me asombra que la hayáis escuchado con tanta calma. Pero un inmortal, y con el tiempo un grupo de inmortales, al servicio del rey, del rey de hoy, y luego de su hijo, quien reinaría larga y vigorosamente… ¿Imagináis qué significará eso para su gloria, y para la gloria y el poder de Francia?
—No —replicó Richelieu—. Y tú tampoco. Y yo también he aprendido a ser cauto.
—Pero, Eminencia, puedo daros pruebas…
—Silencio —ordenó Richelieu.
Apoyó el codo izquierdo en el brazo del sillón, la barbilla en el puño, y escrutó el vacío, como si viera más allá de las paredes, la provincia, el reino. Con la mano derecha acariciaba dulcemente al gato, éste se durmió y Richelieu apartó los dedos. El viento y el río susurraban. Al fin —el reloj, donde Faetón corría desesperadamente en la desbocada carroza solar de Apolo, había andado casi un cuarto de hora— se movió y miró al otro hombre. Lacy se había vuelto impasible como un oriental. Su rostro cobró vida. Respiraba entrecortadamente.
—No es menester que me moleste en ver tus objetos —suspiró Richelieu—. Doy por sentado que dices la verdad. Eso no cambia las cosas.
—¿Cómo… cómo ha dicho Su Eminencia? —susurró Lacy.
—Dime —continuó Richelieu, casi con amabilidad—, después de lo que has visto y sufrido, ¿de veras crees que hemos alcanzado una situación estable? —N-no —confesó Lacy—. No, creo que todo está cambiando, y esto continuará y nadie puede saber cuál será el final. Pero, a causa de ello, nuestras vidas y las de generaciones venideras serán diferentes de todas las anteriores. Las viejas apuestas quedan canceladas. —Hizo una pausa—. Me he cansado de no tener hogar. No imagináis cuánto. Aprovecharé cualquier oportunidad de escapar.
Richelieu ignoró el lenguaje informal. Tal vez no lo notó. Asintió y dijo como si le hablara a una de sus mascotas.
—Pobre alma. Cuánto valor tienes para aventurarte a esto. O bien, como dices, cuánta fatiga. Pero tú sólo tienes tu vida que perder. Yo tengo millones.
Lacy ladeó la cabeza.
—¿Cómo decís?
—Soy responsable de este reino —dijo Richelieu—. El Santo Padre está viejo y turbado y nunca tuvo dones de estadista. Así que en cierta medida también soy responsable de la fe católica, lo cual equivale a decir la Cristiandad. Muchos piensan que me he entregado al Diablo, y confieso que desprecio la mayoría de los escrúpulos. Pero a fin, de cuentas, soy responsable.
»Tú ves aquí una era de convulsiones, pero también de esperanzas. Quizá tengas razón, pero en tal caso la miras con ojos de inmortal. Yo sólo puedo ver las convulsiones: una guerra devasta las tierras alemanas; un imperio (nuestro enemigo, sí, pero aun así el Sacro Imperio Romano fundado por Carlomagno) que se desangra; el surgimiento de una secta protestante tras otra; cada cual con su propia doctrina, su propio fanatismo; los ingleses recobran el poder; los holandeses lo alcanzan, voraces e implacables, agitación en Rusia, India, China. Dios sabe qué ocurre en las Américas, cañones y mosquetes abaten las antiguas fortalezas, las antiguas fuerzas… ¿pero qué las reemplazará? Para ti, los descubrimientos de los filósofos naturales, los libros y folletos que surgen de las imprentas, son maravillas que traerán una nueva era. Estoy de acuerdo; pero, en mi posición, debo preguntarme cómo será esa era. Debo tratar de estar a su altura, mantenerla bajo control, sabiendo que moriré sin éxito y que quienes me sucedan fracasarán. ¿Cómo te atreves pues a suponer —pregunto incisivamente— que permitiría, alentaría y anunciaría el conocimiento de que existen personas a quienes no afecta la vejez? ¿Debería yo, como diría el doctor Descartes, introducir otro factor ignoto e inmanejable en una ecuación ya insoluble? «Inmanejable.» Es la palabra atinada. La única certidumbre que tengo es que esta chispa encendería mil nuevas locuras religiosas y volvería imposible la paz en Europa por otra generación o más.
»No, capitán cómo-te-llames —finalizó con el tono glacial que el mundo había aprendido a temer—. No quiero saber nada de ti ni de tus inmortales. Francia no quiere saber nada.
Lacy guardó silencio. Ya había sufrido sus reveses.
—¿Puedo intentar persuadir a Su Eminencia de lo contrario, dentro de días o dentro de años? —preguntó.
—No puedes. Tengo demasiado en qué pensar, y muy poco tiempo para ello.
Richelieu se tranquilizó.
—No te preocupes —dijo con una media sonrisa—. Partirás libremente. La cautela me induce a hacerte arrestar y agarrotar al instante. O bien eres un charlatán y lo mereces, o bien eres un peligro mortal y lo requieres. Sin embargo, te considero un hombre sensato que volverá al anonimato. Y te agradezco ese atisbo fascinante de… algo que más vale no tocar. Si pudiera actuar a mi gusto, te quedarías un rato y hablaríamos largamente. Pero eso sería arriesgado para mí y desconsiderado hacia ti. Guardemos pues esta tarde no entre nuestros recuerdos sino entre nuestras fantasías.
Lacy permaneció callado, luego recobró el aliento y respondió:
—Su Eminencia es generoso. ¿Cómo sabe que no traicionaré su confianza para buscar en otra parte?
—¿En qué otra parte? —rió Richelieu—. Has dicho que soy único. La reina de Suecia siente predilección por los personajes extravagantes, es verdad. Pero aún es joven, y por lo que sé de ella, cuando tome el poder te aconsejo sinceramente que te mantengas alejado. Tú ya conoces los riesgos en cualquier otro país que importe. —Arqueó los dedos y continuó con tono didáctico—: De todas maneras, tu plan dejaba que desear desde un principio, y te aconsejo que lo abandones para siempre. Has visto demasiada historia, ¿pero en qué medida has formado parte de ella? Sospecho que yo, en mis breves décadas, he aprendido lecciones que tu nariz, ni siquiera rozó.