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—Frankie esta ladrando de nuevo. No esperes. Déjale conservar el cuchillo, pero ocúltala. Yo iré a hablarles.

Como tenía las botas embarradas, salió directamente y rodeó la esquina de la casa para enfilar hacia el porche del lado oeste. El camino se ramificaba donde terminaban los manzanos y un brazo conducía al sur. Edmonds silenció al perro y se plantó en el escalón ante el cancel con los brazos cruzados. Cuando los dos hombres lo vieron, trotaron hacia él y contuvieron las riendas.

Los caballos estaban sudados pero bastante frescos. En cada silla de montar había una escopeta enfundada y de cada cinturón colgaba un revólver. Un jinete era corpulento y rubio, el Otro flaco y moreno.

—Buenos días, amigos —saludó Edmonds—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

—Perseguimos a una negra fugitiva —dijo el rubio—. ¿La ha visto usted?

—¿Cómo saberlo? —dijo Edmonds—. Ohio es un estado libre. Toda persona de color que pasara sería tan libre como usted o yo.

El hombre moreno escupió.

—¿Cuántos tiene usted por aquí? Son todos fugitivos, y usted lo sabe bien, cuáquero. —No lo sé, amigo —dijo Edmonds con una sonrisa—. Vaya, podría nombrar a George, el de la tienda, a Caesar, el de la herrería, a Mandy, la ama de llaves de los Abshire.

—Basta de demorarnos —rezongó el rubio—. Escuche, esta mañana temprano la vimos a distancia. Se escurrió entre unos árboles y se nos escapó, pero éste es el único lugar al que ha podido venir, y encontramos huellas de pies descalzos en el camino.

—¡Y en su sendero! —graznó el acompañante.

Edmonds se encogió de hombros.

—Pronto llegará el verano. Los niños se quitan los zapatos cuando los dejamos.

El rubio entornó los ojos.

—De acuerdo, amigo —murmuró—. Si es usted tan inocente, no le importará que registremos su casa, ¿verdad?

—Tal vez ella haya entrado sin que usted la viera —sugirió el otro con una sonrisa forzada—. No le gustaría eso, teniendo usted esposa e hijos. Tan sólo nos cercioraremos.

—Sí, usted no quebrantaría la ley —dijo el primero—. Sin duda, cooperará. Ven, Alien.

Iba a desmontar, pero Edmonds alzó la manaza.

—Espere, amigo —dijo en voz baja—. Lo siento, pero no puedo invitarlos a entrar.

—;Eh? —gruñó el rubio.

Alien rió entre dientes.

—Teme que su esposa se enfade si le manchamos el suelo, Gabe. No se preocupe, compañero, nos limpiaremos bien las botas.

Edmodns meneó la cabeza.

—Lo lamento, amigos, pero no son bienvenidos. Por favor lárguense.

—¡Entonces, usted tiene a esa negra! —estalló Gabe.

—No he dicho eso, amigo. Es sólo que no deseo hablar más con ustedes. Por favor, márchense de mi propiedad.

—Escuche, ayudar a un fugitivo es un delito federal. Le costaría mil dólares o seis meses en la cárcel. La ley establece que debe usted ayudarnos.

—Una ordenanza inocua, tan errónea como los planes del presidente Pierce para Cuba, claramente contrarios a los mandamientos de Dios.

Alien desenfundó la pistola.

—Le daré un mandamiento —gruñó—. Apártese.

Edmonds no se movió.

—La Constitución nos garantiza a mí y a mi familia el derecho de estar a salvo en nuestro hogar —replicó con calma.

—Por Dios… —Alien alzó el arma—. ¿Quiere que le dispare?

—Sería una pena. Lo colgarían a usted, como bien sabe.

—Guarda eso, Alien. —Gabe se irguió en la silla—. De acuerdo, protector de negros. El pueblo no está lejos. Iré allá y conseguiré una orden y un alguacil. Alien, tu vigila y cuida de que nadie se escabulla mientras no estoy. —Se volvió hacia Edmonds—. ¿O prefiere ser razonable? Es su última oportunidad.

—A menos que el Señor me indique lo contrario —dijo Edmonds—, creo que soy el único hombre razonable aquí, y ustedes, amigos míos, están muy equivocados.

—¡Vale! Era hora de que empezáramos a escarmentar a algunos. Vigila, Alien. —Gabe hizo girar el caballo y le espoleó los flancos. Se alejó al galope en una lluvia de lodo. El trepidar de los cascos tapó los ladridos de Frankie.

—Ahora, amigo, tenga la amabilidad de largarse —le dijo Edmonds a Alien. El cazador de esclavos sonrió:

—Oh, creo que simplemente cabalgaré por aquí en esta hermosa mañana. No estropearé nada ni husmearé en ninguna parte.

—No obstante, estará violando propiedad privada.

—No creo que el juez lo llame así, considerando que usted quebranta la ley.

—Amigo, en nuestra familia siempre hemos procurado humildemente observar la ley.

—Sí, sí. —Alien cogió la escopeta y la apoyó en el pomo de la silla. Chasqueó la lengua y el caballo echó a andar.

Edmonds regresó adentro. Jane estaba agachada, limpiando las huellas del suelo. Se levantó y guardó silencio mientras el esposo le contaba lo ocurrido.

—¿Qué haremos? —preguntó.

—Debo pensar —respondió él—. Sin duda el Señor proveerá. —Volvió los ojos hacia William—. Hijo mío, eres feliz porque eres pequeño y no conoces el mal. Sin embargo, tú puedes ayudar. Por favor, guarda silencio, a menos que necesites algo, y habla sólo con tu madre. No digas una palabra a nadie hasta que te lo diga. ¿Puedes hacerlo?

—Sí, padre —exclamó el niño, complacido por la responsabilidad.

Edmonds rió.

—A tu edad, no será tan fácil. Luego te contaré una historia sobre otro niño llamado William. Se hizo famoso por callar. Aún hoy lo llaman William el Silencioso. Pero será mejor que te mantengas apartado. Puedes ir a jugar con tus juguetes.

El niño se marchó. Jane se frotó las manos.

—Matthew, ¿debemos arriesgar a los niños?

Edmonds le cogió ambas manos.

—Es mucho más arriesgado no oponerse a la maldad… Bien, ve a ver a Nellie. Será mejor que acompañe a Jacob en su camino de regreso. Y todos tenemos trabajo que hacer.

Su hijo mayor, bronceado y rubio, venía desde el establo cuando Edmonds salió de nuevo. Caminó sin prisa hacia él. Alien los vio desde lejos y cabalgó hacia ambos. El perro grande, Jefe, oyó problemas y gruñó.

Edmonds lo calmó.

—Jacob —dijo—, ve a lavarte.

—Claro, padre —le respondió el niño, sorprendido.

—Pero no vayas a la escuela. Espera en casa. Creo que tenemos un recado para ti.

El niño abrió los ojos azules, miró al forastero, miró de nuevo al padre: había comprendido.

—¡Sí, señor! —dijo, echando a correr.

Alien se detuvo.

—¿De qué hablaban? —preguntó.

—¿Acaso un hombre ya no puede hablar con su propio hijo en estos Estados Unidos? —replicó Edmonds con cierta rudeza—. Casi deseo que mi religión me permitiera echarlo a puntapiés de mi propiedad. Entretanto, déjenos hacer nuestras tareas, que al menos no perjudican a nadie.

A pesar de sus armas, Alien se intimidó. Edmonds sé irguió imponente como un oso.

—Tengo que ganarme la vida, igual que usted —masculló el cazador de esclavos.

—Hay muchos trabajos honestos. ¿De dónde es usted?

—Kentucky. ¿De qué otra parte? Hace días que Gabe Yancy y yo seguimos a esa negra.

—Entonces la pobre criatura debe de estar medio muerta de hambre y fatiga. El Ohio es un río ancho. No pensará que ella ha cruzado a nado, ¿verdad?

—No sé cómo, pero los negros tienen sus trucos. Alguien la vio ayer en la otra orilla, como si pensara cruzar. Así que esta mañana atravesamos el río en la barcaza y encontramos a alguien que la había visto. Y luego la vimos con nuestros propios ojos, hasta que se perdió en la arboleda. Si tan sólo tuviéramos un par de perros…

—Vaya valentía, cazar a mujeres desarmadas como si fueran animales.

El jinete se inclinó hacia delante.