—Escuche —dijo—, no es sólo la fugitiva de una plantación. Tiene algo raro, algo peligroso. Por eso el señor Montgomery deseaba venderla en el sur. La quiere de vuelta por más dinero del que vale. —Se relamió los labios—. Y no olvide que si ella escapa usted le deberá mil dólares a Montgomery, además de la multa y la cárcel.
—Siempre que prueben que yo tuve algo que ver con la fuga.
—No se saldrá de ésta con mentiras —exclamó airadamente el otro.
—Mentir va contra los principios de la Sociedad de Amigos. Ahora permítame continuar con mi labor.
—Conque usted no le miente a nadie, ¿eh? ¿Está dispuesto a jurar que no esconde a ningún negro?
—Jurar también va contra nuestra religión. No mentimos, eso es todo. Eso no significa que tengamos que entablar conversación.
Edmonds le dio la espalda y echó a andar. Alien no lo siguió, sino que al cabo de un minuto continuó patrullando.
En la penumbra del cobertizo, Edmonds empezó a reparar el arado. No se podía concentrar en la tarea. Al final regresó a la casa. Alien lo seguía con la mirada.
—¿Cómo está nuestra huésped? —le preguntó Edmonds a Jane, dentro de la casa. —Le he llevado comida. Está famélica. Ésta es la primera estación que encuentra.
—¿Huyó sin ninguna ayuda?
—Bien, había oído hablar del Ferrocarril Clandestino, pero sólo sabe que existe. Se alimentó de raíces y juncos, a veces comió algo en una cabaña de esclavos. Cruzó el río a nado anoche, durante la tormenta, manteniéndose a flote con un tronco.
—Si alguna vez alguien se ha ganado la libertad, es ella. ¿Cómo nos ha encontrado?
—Se cruzó con un hombre de color y le preguntó. Por lo que me ha explicado, tiene que haber sido Tommy Bradford.
Edmonds frunció el ceño.
—Será mejor que hable con Tommy. Es buena gente, pero tendremos que ser más cautos en el futuro… Bien, somos nuevos en este tráfico. Nuestra primera pasajera.
—Demasiado pronto —dijo ella, con temor—. Tendríamos que haber esperado a tener preparado el escondrijo.
—Este deber no puede esperar, querida.
—No, pero… ¿Qué haremos? Esos temibles antiabolicionistas del vecindario se alegrarían de vernos en la ruina…
—No hables mal de la gente. Jesse Lyndon está equivocado, pero no es hombre de mal corazón. Al final verá la luz. Entretanto tengo una idea. —Edmonds alzó la voz—. iJacobs!
El niño entró en el cómodo y austero vestíbulo.
—Sí, padre —dijo con excitación.
Edmonds le apoyó una mano en el hombro.
—Escucha bien, hijo. Tengo un encargo. Hoy tenemos una huésped. Por razones que no necesitas saber, se aloja en el altillo. Su ropa no es la adecuada. Es todo lo que tenía, pero le daremos ropa decente. Quiero que lleves esas prendas viejas y sucias a otra parte y te liberes de ellas. ¿Podrás hacerlo?
—Sí, claro, pero…
—Te dije que escucharas bien. Puedes ir descalzo, pues sé que te agrada, y llevar un cesto. Recoge leña para el fuego en el camino de regreso, ¿vale? Guarda el vestido en el cesto. No queremos que nadie se ofenda. No hay prisa. Llega hasta el bosque de los Lyndon. No recojas leña allí, desde luego, pues eso sería un robo. Pasea, disfruta de la bella creación de Dios. Cuando estés solo, ponte un pañuelo negro que te dará tu madre para cubrirte el pelo del sol. Hay bastante barro. Harías bien en arremangarte la camisa y los pantalones y ponerte el vestido encima. Así mantendrás limpia tu ropa, ¿entiendes? No obstante, te enlodarás la cabeza, los brazos y las piernas, hasta ponerte negro. Bien, recuerdo que eso me agradaba cuando niño. —Edmonds rió—. ¡Hasta que regresaba y me veía mi madre! Pero hoy es un día de fiesta para ti, así que ese descuido será tolerable. —Hizo una pausa—. Si llegas a pasar cerca de la casa de los Lyndon, y te ven, no te detengas. No los mires de frente, avanza deprisa. Se escandalizarían al saber que el joven Jacob Edmonds está vestido y enlodado de esa manera. Intérnate en el bosque y entierra el vestido en alguna parte. Luego regresa a nuestra tierra y recoge la leña. Tal vez esto te lleve varias horas. —Le estrujó el hombro y sonrió—. ¿Qué te parece?
—¡Sí, señor! —exclamó atónito—. ¡Maravilloso! ¡Puedo hacerlo!
—Matthew, querido, es sólo un niño —protestó Jane asiendo el brazo de su esposo.
Jacob se ruborizó. Edmonds alzó la palma.
—No correrá peligro si es tan listo como creo. Y tú —le dijo severamente al niño—, recuerda que a Jesús no le agradan los alardes. Mañana te daré una nota para el maestro, diciendo que hoy necesitaba tu ayuda aquí. Eso es todo lo que ambos deberemos decir sobre esto. ¿Entiendes?
Jacob irguió los hombros.
—Sí, señor. Entiendo.
—Bien. Será mejor que yo vuelva al trabajo. Que te diviertas. —Edmonds acarició la mejilla de la esposa antes de salir.
Cuando cruzaba el patio, Alien se le acercó.
—¿Qué estaba haciendo? —rugió.
—Metiéndome en mis propios asuntos —exclamó Edmonds—. Tenemos una granja, ¿se entera? —Entró en el cobertizo y continuó con la faena.
Era cerca del mediodía y empezaba a tener hambre —Jacob sin duda estaría devorando los bocadillos preparados por Jane— cuando ladraron los perros y Alien soltó un grito. Edmonds salió a la tibia luz del sol. Junto a Gabe cabalgaba un hombre de pelo castaño y rostro joven y cejijunto. Los tres se acercaron al granjero.
—Buenos días, amigo Peter —saludó jovialmente Edmonds.
—Hola. —El alguacil Frayne masculló el saludo. Titubeó unos segundos antes de continuar—. Matt, lo lamento, pero este hombre acudió al juez Abshire y tiene una orden para registrar tu casa.
—Debo decir que el juez no se ha comportado como buen vecino.
—Tiene que aplicar la ley, Matt. También yo.
—Todos deben hacerlo —asintió Edmonds—, cuando es posible.
—Bueno, ellos afirman que ocultas aquí a una esclava fugitiva. Es un delito federal, Matt. No me agrada, pero es la ley del país.
—Hay otra Ley, Peter. Jesucristo la anunció en Nazaret: El espíritu del Señor está conmigo, pues me ha ungido para predicar la buena nueva a los pobres, me ha encomendado curar a los dolientes, predicar la liberación de los cautivos y devolver la vista a los ciegos, poner en libertad a los lastimados.
—¡Basta de prédicas, cuáquero! —gritó Gabe. Estaba cansado y sudado, nervioso después de tanto trajín—. Alguacil, cumpla con su deber.
—Busquen cuanto quieran. No encontrarán una esclava en estas tierras —declaró Edmonds.
Frayne lo miró sorprendido.
—¿Lo juras?
—Sabes que no puedo jurar, Peter. —Edmonds guardó silencio, luego añadió—: Pero si registran la casa molestarán a mi esposa y asustarán a mis pequeños. Así que confesaré. Hoy he visto a una mujer negra.
—¿De verdad? —aulló Alien—. ¿Y no nos lo dijo enseguida? Maldito hijo de perra.
—¡Calma, calma, amigo! —rezongó Frayne—. Una palabra más y lo encerraré por ofensas y amenazas. —Se volvió hacia Edmonds— ¿Puedes describir lo que viste?
—Llevaba un raído vestido amarillo, muy manchado, y era obvio que viajaba hacia el norte. Antes de perder un tiempo valioso aquí, ¿por qué no preguntan a la gente de esa zona?
Frayne frunció el ceño.
—Bien, sí —dijo con renuencia—, los Lyndon están a poca distancia y… no les gusta el abolicionismo.
—Quizá también, hayan visto algo —le recordó Edmonds—. Ellos no lo ocultarían.
—Las huellas que seguimos… —empezó Alien.
Edmonds cortó el aire con la mano.
—¡Bah! Hay huellas de pies descalzos por todas partes. Si ustedes no encuentran nada ni oyen nada más allá, pueden volver a registrar la casa. Pero les advierto que tardarán horas, pues una granja grande tiene muchos escondrijos posibles, y entretanto una fugitiva que no estaba aquí se pudo escabullir.