Frayne le clavó los ojos. Gabe se quedó boquiabierto.
—Tiene razón —dijo el alguacil—. Vamos.
—No sé… —murmuró Gabe.
—¿Quiere mi ayuda o no? He descuidado mis asuntos en el pueblo por esto. No perderé otro medio día mirándolos ir de aquí para allá si no es necesario.
—Ve a preguntar —le dijo Gabe a Alien—. Es mi turno de montar guardia.
—Yo iré con usted —dijo Frayne, y se marchó con la orden en el bolsillo.
Jane apareció en la escalera de la cocina.
—¡La comida! —anunció.
—Lamento que no podamos invitarlo a compartir nuestra mesa —le dijo Edmonds a Gabe—. Una cuestión de principios. Sin embargo, le enviaremos comida.
El cazador de esclavos sacudió la cabeza con furia y ahuyentó una mosca.
—Al demonio con usted —masculló, y trotó hacia un punto de observación.
Edmonds se tomó su tiempo para lavarse. Apenas había terminado de decir la oración de gracias cuando los perros ladraron de nuevo. Mirando por la ventana, él y Jane vieron que el alguacil entraba en el patio y se acercaba a Gabe. Hablaron un minuto. Gabe azuzó el caballo y desapareció entre los manzanos. Pronto reapareció en la carretera dirigiéndose al norte.
Edmonds fue hacia la escalera.
—¿Quieres comer con nosotros, amigo Peter? —preguntó.
El alguacil se le acercó.
—Gracias, pero será mejor que regrese. En otra ocasión…, vosotros podéis visitarnos a Molly y a mí, ¿ eh ? ¿ La semana próxima ?
—Te lo agradezco. Estaremos en contacto. ¿Los Lyndon tenían novedades?
—Sí, Jesse dijo que vio a alguien que tenía que ser ella. Creo que no veremos a esos dos tíos por un tiempo. —Frayne titubeó—. Nunca creí que dieras esa información.
—No quería que invadieran mi casa.
—No, pero aun así… —Frayne se frotó la barbilla—. Dijiste que nadie encontraría un esclavo en tus tierras.
—Lo dije.
—Entonces, supongo que no formas parte del Ferrocarril, a pesar de todo. Había ciertos rumores.
—Es mejor no escuchar chismes.
—Sí. Y es mejor no hacer muchas preguntas. —Frayne rió—. Me marcho. Dale mis saludos a tu esposa. —Se puso serio—. Si alguna vez has mentido, si alguna vez mientes, sin duda lo harás por una causa justa, Matt. Sin duda Dios te perdonará.
—Eres amable, pero hasta ahora las mentiras no han sido necesarias. Aunque es cierto que deberé responder por otros muchos pecados. Hasta pronto, amigo, y saluda a Molly de nuestra parte.
El alguacil se tocó el sombrero y se marchó. Guando se hubo alejado, Edmonds declaró:
—No hay esclavos. Está contra las enseñanzas de Cristo que los seres humanos sean propiedad de alguien.
Entró en la casa. Jane y William lo miraron expectantes. Nellie gorgoteó. Edmonds sonrió complacido.
—Se han ido —dijo—. Mordieron el anzuelo. Demos gracias a Dios.
—¿Y Frayne? —preguntó su esposa.
—Se fue a casa. —Bien. Es decir, sería bienvenido, pero ahora podemos invitar a Flora a comer con nosotros.
—Conque así se llama. Bien, por supuesto. Yo mismo debí haber pensado en ello.
Jane salió de la cocina, apoyó la escalera en la pared, trepó, abrió el escotillón y murmuró unas palabras. Poco después regresó seguida por Flora. La muchacha negra caminaba con cautela, mirando hacia todas partes. Llevaba puesto un vestido de Jane. El cuchillo le temblaba en la mano.
—Ahora puedes dejarlo —le dijo Edmonds—. Estamos a salvo.
—¿De verdad? —Lo miró a los ojos. Dejó el cuchillo en el fregadero.
—Nunca debiste cogerlo, ¿sabes? —le dijo Edmonds.
El cuerpo agotado había recobrado parte de su fuerza.
—No iba a volver allí —afirmó Flora con arrogancia—. Primero moriría. Primero mataría.
—Amados míos, no busquéis la venganza, mas deponed la ira, pues está escrito: Mía es la venganza; yo tomaré represalia, dijo el Señor. —Edmonds meneó la cabeza con tristeza—. Temo el castigo que Él infligirá a esta tierra pecaminosa. —Avanzó un paso y cogió las manos oscuras—. Pero no hablemos de eso. Pensándolo bien, deberíamos comer enseguida y dar las gracias después, cuando nos sintamos de mejor ánimo.
—¿Y luego, amo?
—Bien, Jane y yo veremos que tomes un baño caliente. Luego será mejor que duermas. No podemos arriesgarnos a tenerte aquí. Los cazadores pueden regresar mañana. En cuanto oscurezca, tú y yo partiremos hasta la siguiente estación. No temas, Flora. Dentro de un mes o menos llegarás a Canadá.
—Es usted muy bueno, amo —lloriqueó ella. —Aquí tratamos de cumplir con los deseos del Señor, tal como los entendemos. Y de paso, no soy amo de nadie. Por piedad, comamos antes de que la comida se enfríe.
Tímidamente, Flora ocupó la silla de Jacob.
—Yo no necesito mucho, gracias, amo…, señor y señora. La señora ya me dio algo.
—Bien, pero debemos poner mucha carne sobre esos huesos —respondió Jane, llenándole el plato: cerdo asado, puré de patatas, salsa, calabaza, habichuelas, pepinillos, pan de maíz, mantequilla, mermelada y un vaso de leche fresca.
Edmonds trató de mantener animada la charla.
—He aquí a alguien que no ha oído mis bromas y anécdotas una veintena de veces —dijo, y al fin logró hacer reír a su huésped.
Después del pastel y el café, los adultos dejaron a Williams a cargo de Nellie y se retiraron a la sala. Edmonds abrió la Biblia familiar y leyó en voz alta, de pie.
—Y dijo el Señor: He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, y be oído el llanto que le provocan sus opresores; pues conozco sus pesares; y he de bajar para librarlo de la mano de los egipcios, y llevarlo desde esa tierra a una tierra vasta y generosa, una tierra que mana leche y miel…
Flora tiritó. Las lágrimas le humedecieron las mejillas.
—Libertad para mi gente —musitó. Jane la abrazó y lloró también.
Una vez que rezaron juntos, Edmonds miró un rato a la muchacha. Ella también lo miró, menos intimidada. El sol atravesó la ventana haciéndole relucir la oscura tez.
Por primera vez ese día, Edmonds se sintió inseguro de sí mismo. Se aclaró la garganta.
—Flora —dijo—, necesitas descansar antes del anochecer, pero quizá duermas mejor si nos cuentas algo sobre ti. No tienes que hacerlo. Es sólo que…, en fin, aquí estamos, si quieres hablar con amigos.
—No hay mucho que contar, señor, y algunas partes son espantosas.
—Siéntate —le pidió Jane—. No te preocupes por mí. Mi padre es médico y yo soy granjera. No me impresiono con facilidad.
Se sentaron.
—¿Tuviste que andar mucho? —preguntó Edmonds.
—Pues sí, señor. No sé cuántos kilómetros, pero conté los días y las noches. Diecisiete. A menudo pensé que iba a morir. No me importaba mucho, mientras no me atraparan. Dijeron que me venderían río abajo.
Jane le apoyó la mano.
—¿Por qué? ¿Qué hacías? Quiero decir, ¿cuáles eran tus obligaciones?
—Criada, señor. Cuidaba a los hijos del amo Montgomery, tal como lo cuidé a él cuando era pequeño.
—¿Qué? Pero…
—No estaba tan mal. Pero si me vendían, yo volvería a trabajar en el campo, o algo peor. Además, hacía mucho tiempo que pensaba en la libertad. Los negros oímos cosas y nos pasamos el mensaje.
—Aguarda —interrumpió Edmonds—. ¿Has dicho que cuidabas a tu amo cuando él era un niño? Pero no puedes tener tantos años.
Flora respondió como alguien que ya era libre y orgullosa. Quizá demasiado orgullosa.
—Oh, sí, señor. Por eso querían venderme. No fue porque yo hiciera nada malo. Pero año tras año, vi que el amo y la ama me miraban de un modo raro, como todos los demás. Cuando ella murió, supe que él no soportaría más tenerme allí. Era de esperar. Los Edmonds guardaron silencio.