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—Ocurrió antes —continuó Flora tras un minuto durante el cual el reloj de péndulo dio la hora con voz estentórea—. Así fue como supe lo que es ser peón de campo. No sólo porque los miraba y sentía pena por ellos. No, yo trabajé allí. Cuando ese viejo amo me vendió al padre del amo Montgomery, no dijo nada sobre mi edad. Así que yo aproveché esa oportunidad. —Calló, tragó saliva, miró la alfombra—. Mejor no contarles cómo me hice notar para que me enseñaran a trabajar en la casa grande.

Edmonds sintió un ardor en las mejillas. Jane le palmeó la mano y murmuró:

—No es preciso que lo cuentes, querida. ¿Qué opción tiene una esclava?

—Ninguna, señora, es la verdad. Yo tenía catorce años la primera vez que me vendieron, estaba lejos de mis padres, y ese hombre y sus dos hijos… —Flora miró la Biblia apoyada en el atril—. Bien, debemos perdonar, ¿verdad? El pobre joven Marse Brett murió en la guerra. Vi a su padre cuando llegó la noticia, y habría sentido pena por él, pero estaba demasiado cansada de trabajar.

Edmonds sintió un escalofrío en la espalda.

—¿Qué guerra?

—La Revolución. Hasta los esclavos oímos hablar de eso.

—Pero entonces… Flora, no es posible-… En tal caso tendrías… cien años.

Ella asintió.

—Sepulté a mis hombres, mis verdaderos hombres, y sepulté a mis hijos, cuando no me los habían vendido…—Su firmeza se quebró de golpe. Tendió las manos hacia Edmonds—. ¡Ha sido demasiado tiempo!

—¿Naciste en África? —preguntó Jane.

Flora procuró calmarse.

—No, señora, en una barraca de esclavos. Pero mi padre fue capturado allá. Nos contaba a los jóvenes cosas sobre la tribu, la selva… Decía que él era medio árabe… —Se puso erguida—. Murió, todos murieron, y nunca libres, nunca libres. Me juré a mí misma que yo sería libre, lo juré por ellos. Así que seguí el camino de la Vasija y… aquí estoy. —Hundió la cara entre las manos y sollozó.

—Debemos ser pacientes —le dijo Jane al esposo—. Está muy alterada.

—Sí, supongo que lo que ha pasado enloquecería a cualquiera —convino Edmonds—. Llévatela, querida. Dale un baño. Acuéstala. Quédate con ella hasta que se duerma.

—Desde luego. —Cada cual se dedicó a sus tareas.

Aunque Jacob regresó eufórico, la cena fue apacible. Sus padres habían resuelto dejar que Flora descansara el mayor tiempo posible. Jane le prepararía un cesto de comida para la próxima etapa del viaje.

—Matthew, me pregunto a qué se refería al hablar del camino de la Vasija. ¿Lo sabes?

—Sí, algo he oído —respondió él—. La Vasija es la Osa Mayor. La constelación que nadie puede confundir. Creo que los esclavos tienen una canción sobre ella.

Y se preguntó qué otras canciones recorrían la comarca en secreto, y qué canciones despertarían en el futuro. ¿Himnos de batalla? No, Dios, por favor, por piedad. Contén la ira que tanto merecemos. Guíanos hacia Tu luz.

Al atardecer, él y Jacob sacaron la calesa y engancharon a Si.

—¿Puedo ir, padre? —preguntó el niño.

—No —dijo Edmonds—. Estaré fuera hasta el amanecer. Mañana debes ir a la escuela después de tus tareas. —Acarició la brillante cabeza—. Sé paciente. Pronto tendrás que realizar trabajos de hombre. —Y al cabo de un instante—: Hoy has empezado bien. Sólo espero que luego el Señor no exija mucho más.

Bien, pero el Cielo esperaba, la recompensa que no tenía límites. Pobre Flora, fuera de sus cabales. ¿Qué se sentiría viviendo de ese modo, en cautiverio, o perseguida, o haciendo lo que tuviera que hacer en Canadá? Edmonds tiritó. Dios mediante, así como había encontrado amistad en el Ferrocarril Clandestino, recobraría la razón.

Fulguró una linterna. Jane trajo a la fugitiva y la ayudó a subir a la calesa. Edmonds trepó al pescante.

—Buenas noches, querida —dijo, y azuzó suavemente al caballo. Las crujientes ruedas los llevaron por la calzada hasta la carretera. El aire aún estaba templado, aunque soplaba una brisa fría. El cielo era rojo en el Oeste y negro como terciopelo en el este. Las estrellas despuntaban. La Osa Mayor destacaba. Pronto Edmonds distinguió la Osa Menor y allí vio la estrella Polar, que indicaba el norte de la libertad.

XIV. Hombres de paz

1

La casa del rancho era pequeña, una cabaña de tepe de una habitación, y por eso mismo más fácil de defender. Las dos ventanas tenían gruesos postigos interiores y cada pared un par de troneras para las armas. La rodeaban estacas, seis en fondo, al estilo de los hombres en el oeste de la Texas ganadera, los hombres que no habían muerto ni huido.

—Cielos, ojalá nos hubiéramos largado a tiempo —dijo Tom Langford—. Tú y los niños, al menos.

—Calla —replicó la esposa—. No podías administrar esto sin mí, y si renunciábamos, hubiéramos perdido todo aquello por lo que hemos trabajado. —Se inclinó sobre la mesa cubierta de armas y municiones para palmearle el brazo. Un rayo de sol atravesó una tronera del lado oeste y cruzó la penumbra transformándole el pelo en bronce—. Sólo debemos resistir hasta que Bob traiga ayuda. A menos que los pieles rojas desistan antes.

Langford prefirió no preguntarse si el vaquero habría logrado escapar. Si los comanches lo habían visto y habían enviado perseguidores con caballos frescos, ya debía de haber perdido el cuero cabelludo. Imposible saberlo. Aunque desde allí se veía hasta muy lejos, durante el día, los atacantes habían aparecido al alba, cuando la gente empezaba las faenas, y habían llegado con increíble celeridad. De los peones, sólo Ed Lee, Bill Davis y Carlos Padilla habían llegado a la casa junto con la familia, y una bala había destrozado el brazo izquierdo de Ed.

Susie curó y entablilló el brazo como pudo cuando los guerreros recularon ante los disparos y se perdieron de vista. Ahora Ed tenía a Nancy Langf ord en el regazo. La niña de tres años lo abrazaba aterrada. Bill vigilaba la punta norte, Carlos el sur, mientras Jim iba de este a oeste con el orgullo y la avidez de sus siete años. El olor penetrante de la pólvora aún flotaba en el aire, y llegaba humo desde el establo. Era el único edificio de madera, y los indios lo habían incendiado. Los defensores oían el crepitar de las llamas a lo lejos, como un ruido de pesadilla.

—¡Regresan! —gritó Jim.

Langford cogió un Winchester de la mesa y dio un brinco hacia la pared oeste.

—Bill, ayuda a la señora a recargar —dijo Lee a sus espaldas—. Carlos, quédate con Tom. Jim, haz la ronda y dime dónde me necesitan. —La voz estaba impregnada de dolor pero el hombre podía disparar un Colt.

Langford miró por la tronera. La luz del sol alumbraba la tierra desnuda. Los cascos de los caballos levantaban un polvo rojizo y arremolinado. Tuvo un cuerpo cobrizo en la mira, pero de golpe el pony viró y del jinete sólo se vio una pierna. Un truco indio, colgarse del otro flanco. Pero un comanche sin caballo era sólo la mitad de sí mismo. El rifle de Langford soltó un estampido y le golpeó el hombro. El pony corcoveó, relinchó, rodó y pataleó. El guerrero logró saltar y se perdió en el polvo y la confusión. Langford comprendió que era un tiro perdido, y escogió el siguiente blanco con cuidado. Las balas tenían que durar.

Los jinetes nunca tomarían esa casa. Lo habían aprendido la primera vez. Daban vueltas y vueltas, gritando y disparando. Cayó uno, otro, otro. Yo no les acerté, pensó Langford. Fue Carlos. Un verdadero tirador. Valiente, además. Podría haberse escabullido cuando atacaron los comanches, pero se quedó con nosotros. Bien, nunca he despreciado a un hombre por ser mexicano.