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—¡Aquí vienen a pie! —gritó Jim.

Sí, desde luego, los bravos a caballo cubrían con sus disparos a los que trepaban entre las estacas. Langford miró hacia atrás. Bill Davis se había levantado de la mesa para unirse a Ed Lee en el norte. El peón negro no era el mejor tirador de Estados Unidos, pero sus blancos estaban cerca, detenidos por la barrera, desdeñosos de la muerte. Descerrajó un tiro tras otro. Susie le alcanzó un rifle recargado, cogió el arma vacía, entregó a Ed una pistola nueva. Gritos, trepidar de cascos, estampidos, todo seguía sin cesar. Uno no tenía miedo, no había tiempo para eso, pero en alguna parte se preguntaba si existía otra cosa o alguna vez existiría.

De pronto todo terminó. Los salvajes recogieron a sus muertos y heridos y se retiraron de nuevo.

En el silencio que siguió, el reloj sonó como un martillo clavando la tapa de un ataúd. Era un gran reloj de péndulo, el único tesoro que Susie había querido traer de la casa de sus padres. La esfera relucía en la humareda azul. Langford entornó los ojos, irritados por el humo de la pólvora, y soltó un silbido. Sólo diez minutos desde el comienzo del ataque. ¿ Sólo, santo Dios ?

Nancy se había arrastrado hasta un rincón. Se había puesto en cuclillas abrazándose el cuerpo. Su madre fue a ofrecerle el consuelo que podía.

2

El invierno aún se respiraba en el viento de las praderas altas. Esta estribación no era tan sombría como el Llano Estacado, por donde habían venido los viajeros, pero las lluvias de primavera todavía no habían empezado en serio y sólo un toque de verdor salpicaba la extensa y reseca pradera. Los árboles —sauces o álamos apiñados junto a los escasos arroyos, algún roble solitario— alzaban las ramas desnudas hacia un cielo desteñido. Pero abundaba la caza. No había búfalos, excepto los huesos blancos dejados por cazadores blancos; los búfalos escaseaban cada vez más. Sin embargo, por doquier había antílopes, pécaris y liebres, con lobos y pumas que se alimentaban de ellos. En los cañones había alces blancos y osos. La partida de Jack Tarrant no había visto ganado desde antes de partir de Nuevo México. Dos veces se habían topado con ranchos abandonados. El terror rojo había despertado en toda su vieja furia mientras los estados se desangraban entre sí, y el ejército aún debía someter a muchos rebeldes, siete años después de Appomattox.

El brillo del sol impedía ver el este. Al principio, Tarrant no vio lo que señalaba Francisco Herrera Carrillo.

—Humo —dijo el comerciante en español—. No proviene de ningún campamento.

Era un hombre moreno de rasgos afilados; aun durante el viaje mantenía la mandíbula rasurada, el bigote recortado, las ropas pulcras, como para recordar al mundo que entre sus antepasados había conquistadores españoles.

Tarrant se le parecía un poco, con la nariz grande y aquilina, los ojos ligeramente oblicuos. Al cabo de un momento también distinguió la mancha que se extendía sobre el cielo.

—No proviene de ningún campamento, pues resulta visible por debajo del horizonte —convino lentamente también en español—. ¿Qué es, pues? ¿Un incendio en la hierba?

—No, tendría más extensión. Un edificio. Creo que hemos encontrado a los indios.

Corpulento y pelirrojo, el garfio asomando de la manga derecha, Rufus Bullen apuró el paso para alcanzarlos.

—¡Dios! —gruñó. Su inglés resultaba gangoso porque le faltaban dos dientes. Nadie salvo Tarrant parecía haber notado que otros nuevos ya estaban naciendo en las encías—. ¿Qué han incendiado, un rancho?

—¿Qué otra cosa? —replicó Herrero, siempre en español—. Hace tiempo que no vengo por esta comarca, pero si no recuerdo mal y estoy bien orientado, aquélla es la propiedad de Langford. O lo era.

—Pero ¿qué esperamos? No podemos permitir… —Rufus calló, y se encogió de hombros—. Inutilis est —masculló.

—Llegaríamos demasiado tarde, y no podemos hacer nada contra un grupo de guerreros —le recordó Tarrant, también en latín.

Herrera se encogió de hombros. Se había habituado a que estos yanquis usaran esa lengua. (Reconocía algunas palabras por la misa, pero muy pocas, porque además no la hablaban como los curas.) De todos modos, lo que se proponían hacer era una locura.

—Desean hablar con los comanches, ¿verdad? —observó—. No podrán hacerlo si luchan contra ellos. Vamos, comamos algo y continuemos la marcha. Si tenemos suerte, aún estarán allí cuando lleguemos. Sus hijos Miguel y Pedro, jóvenes pero experimentados, se habían despenado al alba para trabajar. Una cafetera humeaba y dos sartenes chisporroteaban en la parrilla sobre una fogata de estiércol de búfalo —que todavía abundaba— y mezquite. Con la prisa que llevaban ambos hombres, sin tiempo libre para cazar, el único tocino que quedaba era grasa para cocinar, pero tenían suficiente maíz para hacer tortillas y dos días atrás el padre había tenido la buena suerte de cazar un pécari, aunque estaba a cierta distancia. Todo comanchero era, necesariamente, un buen tirador.

Los viajeros comieron muy deprisa, levantaron el campamento, hicieron sus necesidades, dejaron el jabón y las navajas para después, montaron y se pusieron en marcha. Herrera marchaba al trote, a veces al paso. Los dos a quienes guiaba habían aprendido a seguirle el ritmo. Aunque parecía lento, los caballos iban descansados y recorrían muchos kilómetros por día. Además, sólo llevaban un par de ponis cada uno y tres muías de carga.

El sol ascendió, el viento se calmó. La tibieza del aire arrancó dulzones aromas de sudor a las monturas. Los cascos repiqueteaban, el cuero crujía. Las hierbas altas y secas susurraban. Por un momento el humo se elevó a mayor altura, pero pronto se disolvió y se esfumó. Alas igualmente negras sobrevolaban el lugar.

—Un campamento comanche se reconoce de lejos —señaló Herrera—. Los buitres esperan las sobras.

Era difícil distinguir si Rufus se había puesto rojo de furia. A pesar del sombrero, tenía la manca tez irritada y cuarteada.

—¿Cuerpos muertos? —rezongó en español, un idioma que más o menos manejaba.

—O huesos y entrañas —le replicó Herrera—. Siempre fueron cazadores, cuando no están en guerra. —Hizo una pausa—. Los blancos destruyen al búfalo que les da sustento.

—A veces pienso que les tiene simpatía —murmuró Tarrant.

—He tratado con ellos desde que tenía la edad de Pedro, al igual que mis padres antes que yo —dijo Herrera—. Uno liega a entenderlos, quiéralo o no.

Tarrant asintió. Hacía un siglo que los comancheros operaban desde Santa Fe, desde que De Anza había detenido a las tribus y había logrado una paz duradera porque los indios le tenían respeto. Era sólo una paz con los neomexicanos. Los españoles de otras partes, otros europeos, los mexicanos que gobernaron después, los americanos —texanos, confederados, nordistas— que despojaban a los mexicanos, ésos seguían siendo su presa; y había habido tanto derramamiento de sangre y crueldad por ambas partes que una tregua entre los comanches y los texanos era tan impensable como una tregua entre los comanches y los apaches.

Tarrant trató de concentrarse en el caballo. Él y Rufus habían adquirido bastante destreza para cabalgar al estilo de las praderas, pero a fin de cuentas eran marinos. ¿Por qué su búsqueda no los habría conducido al Pacífico Sur, o a las costas de Asia, o a cualquier otra parte que no fuera este desierto sin límites?

Bien, quizá la búsqueda tocara a su fin. Por mucho que antes hubiera pensando en ello, le aceleraba la sangre y le hacía cosquillear la espalda. ¡Oh Hiram, Psammetk, Piteas, Althea, Athenais-Aliyat, cardenal Armand Richelieu, Benjamín Franklin, cuan lejos de vosotros me ha llevado el Río! Y todos los de menor importancia, incontables, perdidos en el polvo, totalmente olvidados salvo por los destellos de su memoria, un camarada de décadas o un compañero de juerga en una taberna, una esposa y los hijos que le había dado o una mujer con quien había compartido una sola noche…