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—Cálmate, ya lo sabías.

—Acampa con nosotros —le invitó Quanah—. Creo que estaremos aquí hasta mañana por la mañana.

—¿Dejarás en paz a la gente de aquella casa? —preguntó Rufus con tono esperanzado.

Quanah frunció el ceño»

—No. Nos han matado guerreros. El enemigo jamás se jactará de habernos desafiado y haber quedado con vida. —Se encogió de hombros—. Además, necesitamos un descanso, ya que hemos viajado mucho, y así combatiremos mejor a los soldados más tarde.

Sí, comprendió Tarrant, no se trataba de una expedición de pillaje, sino de una campaña en una guerra. Sus averiguaciones indicaban que un chamán kiowa, Profeta Búho, había exhortado a un gran ataque conjunto que expulsaría para siempre al blanco de las llanuras; y el año anterior se habían cometido tantas atrocidades que el gobierno de Washington había cejado en sus esfuerzos por la paz. En otoño, Ranald Mackenzie había llevado a los soldados negros del Cuarto de Caballería hasta la región para combatir contra los Antílopes. Quanah encabezó una sagaz y combativa retirada —Mackenzie mismo recibió una herida de flecha—, hacia el Llano Estacado, hasta que el invierno obligó a los americanos a recular. Ahora Quanah regresaba.

La mirada severa se fijó en Tarrant.

—¿Qué quieres de nosotros?

—Yo también traigo obsequios, señor. —Ropa, mantas, joyas, bebida. Aunque no estaba involucrado en el conflicto, Tarrant no se resignaba a llevar armas, y Rufus no lo habría aceptado—. Mi amigo y yo somos de una tierra distante… California, junto a las aguas occidentales. Sin duda has oído hablar de ellas. —Y añadió deprisa, pues ese territorio pertenecía al enemigo—: No tenemos rencillas con nadie aquí. Las razas no están condenadas a conflictos de sangre. —Un riesgo que debía correr—: Tu madre perteneció a nuestro pueblo. Antes de partir, me enteré de lo que pude acerca de ella. Si tienes alguna pregunta, intentaré responderla.

Se impuso un silencio. El bullicio de fuera parecía lejano. Herrera parecía intranquilo, mientras que Quanah fumaba sin inmutarse.

—Los texanos nos las robaron, a ella y a mi pequeña hermana —dijo al fin el jefe—. Mi padre, Peta Nawkonee el jefe de guerra, la lloró hasta que recibió una herida en batalla, la cual se infectó y lo mató. He oído decir que ella y la muchacha han muerto.

—Tu hermana murió hace ocho años —replicó Tarrant—. Tu madre murió poco después. También ella sufría el pesar y la añoranza. Ahora descansan en paz, Quanah.

Había sido muy fácil averiguar la historia. Había causado sensación y aun hoy se recordaba. En 1836 un grupo de indios atacó Parker's Fort, un asentamiento en el valle del Brazos. Abatieron a cinco hombres y los mutilaron a la manera india, preferiblemente antes de la muerte. Violaron a la abuela Parker después de que una lanza la clavó en el suelo. Dos mujeres de las varias que violaron sufrieron heridas igualmente graves. Se llevaron a otras dos, junto con tres criaturas. Entre ellos estaba Cynthia Anne Parker, de nueve años.

Finalmente se rescató a las mujeres y a las criaturas pagando rescate. Aunque ésta no era la primera vez que los comanches tomaban mujeres como esclavas, la historia de lo que habían sufrido esas dos sintetizaba el destino de centenares; y los Texas Rangers cabalgaban con el deseo de venganza en el corazón.

Cynthia Anne tuvo mejor suerte. La adoptaron y criaron como hija de los nermernuh. Olvidó el inglés y su primera infancia, se convirtió en Antílope y al fin en madre. Por lo que se sabía, su matrimonio había sido feliz; Peta Nawkonee amaba a su esposa y no quiso a ninguna mujer después de ella. La perdió en 1860, cuando Sul Ross encabezó una expedición de los Rangers en represalia por una incursión y atacó el campamento comanche. Los hombres habían salido a cazar. Los Rangers dispararon a las mujeres y los niños que no lograron escapar, y a un esclavo mexicano a quien Ross confundió con el jefe. Justo a tiempo, un hombre vio, a través de la suciedad y la grasa, que el pelo de una squaw era rubio.

Ni el clan Parker ni el estado de Texas escatimaron esfuerzos, pero fueron vanos. Ella era Naduah, quien sólo echaba de menos al Pueblo y la pradera. Una y otra vez intentó escapar, y sus parientes tuvieron que custodiarla. Cuando la enfermedad la privó de su hija, aulló, se abrió cortes en las carnes, se sumió en el silencio y se mató de hambre.

En las praderas, su hijo menor pereció miserablemente. La enfermedad siempre acechaba a los indios: tuberculosis, artritis, parásitos, oftalmía, la sífilis y la viruela que traían los europeos, una letanía incesante de males. Pero su hijo mayor prosperó, reunió un grupo de guerreros y llegó a jefe de los Antílopes. Rehusó firmar el tratado de la Cabaña de Medicinas, que llevaría a las tribus a una reserva. En cambio, sembró el terror en la frontera. Era Quanah.

—¿Has visto sus tumbas? —preguntó con voz firme.

—No —dijo Tarrant—, pero si deseas puedo visitarlas para decirles que las amas.

Quanah fumó un rato más. Al menos no llamó embustero al blanco.

—¿Por qué me buscas? —preguntó al fin.

El pulso de Tarrant se aceleró.

—No te busco a ti, jefe, aunque grande es tu fama. He recibido noticias sobre alguien que te acompaña. Si he oído bien, es oriundo del norte y ha viajado mucho y mucho tiempo, más tiempo del que nadie recuerda, aunque no envejece. El suyo ha de ser un extraño poder. En tu campamento, los nermer-nuh que se quedaron nos informaron que venía con esta partida. Mi deseo es hablar con él.

—¿Por qué? —La pregunta directa, tan poco india, revelaba tensión bajo la superficie de hierro de Quanah.

—Creo que se alegrará de hablar conmigo.

Rufus chupó el cigarrillo con fuerza. El garfio le temblaba sobre el regazo. Quanah impartió una orden a las squaws. Una de ellas se fue. Quanah se volvió hacia Tarrant.

—He mandado a buscar a Dertsahnawyeh, Peregrino —dijo, añadiendo la traducción española de ese nombre. Y continuó—: ¿Esperas que él te enseñe su medicina?

—He venido para averiguar qué es.

—Creo que no podría decírtelo aunque lo deseara, y no creo que lo desee.

Herrera miró de soslayo a Tarrant.

—Usted sólo me dijo que deseaba averiguar qué había detrás de esos rumores —dijo—. Es peligroso entrometerse en cuestiones de los guerreros.

—Sí, me considero un científico —replicó Tarrant y dirigiéndose a Quanah—: Un hombre que busca la verdad oculta detrás de las cosas. ¿Por qué brillan el sol y las estrellas? ¿Cómo llegaron a existir la Tierra y la vida? ¿Qué ocurrió realmente en el pasado?

—Lo sé —replicó el jefe—. Así los blancos han hallado modos de hacer muchas cosas terribles, y el ferrocarril corre por donde pastaba el búfalo. —Una pausa—. Bien, supongo que Dertsahnawyeh sabe cuidarse solo —y añadió con crudeza—: En cuanto a mí debo pensar cómo capturar esa casa.

No había mas que decir.

Una sombra oscureció la entrada al tiempo que un hombre entraba en el tipi. Aunque iba vestido como el resto, no llevaba pintura de guerra. Tampoco era un nativo de estas tierras, sino alto, esbelto, de tez más clara. Cuando vio quienes estaban con Quanah, dijo suavemente en inglés:

—¿Qué quieres de mí?

4

Tarrant y Peregrino caminaban por la pradera. Rufus los seguía a un par de pasos. La luz se derramaba desde el vasto cielo y el suelo despedía tibieza. El pasto seco crepitaba. El campamento y los edificios pronto desaparecieron detrás de los tallos altos y prados. Rectas volutas de humo se elevaban hacia los buitres.

La revelación fue extrañamente tranquila, aunque quizá no era extraño. Habían esperado mucho tiempo. Tarrant y Rufus habían sentido que la esperanza se transformaba gradualmente en certidumbre. Peregrino había alimentado una paz interior para la cual toda sorpresa era como un soplo de aire. Así soportó su soledad, hasta dejarla atrás.