Wahaawmaw pidió derecho a hablar. Continuó varios minutos, gruñendo, susurrando, alzando las manos y gritando al cielo en una cólera rugiente. Cuando terminó y se cruzó de brazos, Peregrino apenas necesitó traducir.
—Dice que esto es un insulto. ¿Los nermernuh van a vender su victoria por mantas y alcohol? Arrebatarán un abundante botín a los texanos, y también los cueros cabelludos.
Había advertido a Tarrant que esperara este desenlace, de modo que Tarrant miró directamente a Quanah y dijo:
—Tengo una oferta mejor. Traemos rifles con nosotros, cajas llenas de cartuchos, cosas que tu gente necesitará tanto como los caballos, si va a la guerra. ¿Cuánto a cambio de esas pobres vidas?
Herrera avanzó un paso.
—No, espere —dijo.
Quanah lo detuvo.
—¿Están con tu equipaje? En tal caso, bien. De lo contrario, es demasiado tarde. Tu compañero ya ha convenido en cambiar las suyas por ganado.
Tarrant se quedó atónito. Wahaawmaw, que debía de haber entendido de qué hablaban, soltó un graznido burlón.
—Pude habértelo dicho— explicó Herrera, en medio del creciente alboroto.
Quanah ordenó silencio mientras Peregrino susurraba al oído de Tarrant.
—Veré si puedo persuadirlos de modificar el trato. Pero pon freno a tus esperanzas.
Inició su discurso. Sus compañeros respondieron en tono similar. En general hablaban con serenidad. Siempre costaba alcanzar un consenso. No tenían gobierno. Los jefes civiles eran poco más que jueces, mediadores, y aun los jefes de guerra sólo mandaban durante la batalla. Quanah esperó a que terminara el debate. Hacia el final, Herrera quiso decir algo. Poco después, Quanah pronunció lo que consideraba el veredicto y el asentimiento circuló entre sus seguidores como una marea. Ya atardecía cuando Wahaawmaw clavó en Tarrant una mirada triunfal.
—Lo has adivinado, ¿verdad? —explicó tristemente Peregrino—. No dio resultado. Aún no han conseguido suficiente sangre, y están sedientos de ella. Wahaawmaw afirma que traería mala suerte dar cuartel, y muchos están dispuestos a creerle. Pueden usar media docena para arrear el ganado del rancho y llevarlo a Nuevo México. Les agrada ese viaje. Y el comanchero les ha dicho que no es hombre de renunciar a lo pactado. Eso los ha puesto quisquillosos en cuanto a su honor. Además… Quanah no presentó ningún argumento, pero saben que tiene una idea para tomar la casa y que le gustaría probarla, y sienten curiosidad. —Calló unos instantes—. He hecho todo lo posible, de verdad.
—Desde luego —respondió Tarrant—. Gracias.
—Quiero que sepas que a mí tampoco me agrada lo que ocurrirá. Alejémonos y no regresemos hasta la mañana…, con Rufus, si lo desea.
Tarrant meneó la cabeza.
—Creo que será mejor que me quede. No te preocupes. He visto bastantes saqueos en el pasado.
—Supongo que sí —dijo Peregrino.
La reunión se disolvió. Tarrant presentó sus respetos a Quanah y caminó entre filas de guerreros, que lo miraban con aire hosco o burlón, hacia el campamento de Herrera. Estaba a varios metros del tipi más cercano. El neomexicano se demoró hablando con algunos hombres.
Sus hijos habían encendido una fogata. Preparaban la cena antes de que llegara el rápido anochecer de la pradera. Largos rayos de sol temblaban en el humo. Las mantas para dormir aguardaban. Rufus estaba sentado con una botella en el puño. Alzó los ojos cuando se acercó Tarrant y preguntó innecesariamente, ya que lo había visto todo:
—¿Qué ha ocurrido?
—No hay trato. —Tarrant se sentó en el pasto pisoteado y tendió la mano—. Beberé un sorbo de whisky. No mucho, y será mejor que tú te cuides. —Sintió la grata mordedura del alcohol en el gaznate—. He fracasado. Peregrino no abandonará a los comanches, y los comanches no aceptan el rescate. —Describió la situación en pocas palabras.
—Ese hijo de perra —jadeó Rufus.
—¿Quién? ¿Quanah? Será un enemigo, pero es honesto.
—No. Herrera. Él podía haber…
El traficante llegó en ese momento.
—¿He oído mi nombre? —preguntó.
—Ahá —gruñó Rufus, y se puso de pie, botella en mano—. Vípera es —masculló en latín. Y continuó en inglés—: Eres una víbora. Un mexicano grasiento. Podías haberle vendido a Hanno…, podías haber vendido al jefe esas armas y…
Herrera se llevó la mano derecha al Colt. Sus hijos se pusieron alerta, desenvainando los cuchillos.
—No podía cambiar un trato que ya estaba hecho —dijo. El español era un idioma demasiado suave para comunicar toda su frialdad—. No a menos que ellos aceptaran, y ellos rehusaron. Eso habría perjudicado mi reputación y mi negocio.
—Seguro, mestizo, siempre estás dispuesto a vender hombres blancos, mujeres blancas, venderlos por… dinero. Dinero de sangre. —Rufus escupió a los pies de Herrera.
—No hablaremos de sangre —dijo con calma el traficante—. Yo sé quién era mi padre. Y lo vi llorar cuando los yanquis nos arrebataron la tierra. Ahora debo cederles el paso en las calles de Santa Fe. El cura me dice que no debo odiarlos, ¿pero debo preocuparme por ellos?
Rufus gruñó y atacó con el garfio. Herrera retrocedió a tiempo. Desenfundó la pistola. Tarrant se levantó de un salto y agarró el brazo de Rufus antes que el pelirrojo intentara desenfundar. Lentamente, los muchachos envainaron los cuchillos.
—Compórtate —jadeó Tarrant—. Siéntate.
—¡No con éstos! —barbotó Rufus en latín. Se zafó—. Y tú, Hanno. ¿No recuerdas? Como esa mujer que salvamos, allá en Rusia. Y ése era un solo hombre que después no le habría abierto el vientre, ni la habría entregado a mujeres con cuchillos y antorchas… —Se alejó de todos sin soltar la botella.
Algunas miradas lo siguieron.
—Déjelo en paz —dijo Tarrant a Herrera—. Pronto volverá a sus cabales, y añadió sin gran sinceridad—: Gracias por tu paciencia.
6
Durante la tarde, Tom Langford se animó a salir dos veces. Cuando vio el campamento, entró deprisa y atrancó la puerta.
—Sospecho que intentarán un ataque nocturno —dijo al atardecer—. De lo contrario, ¿por qué se demoran tanto? Tal vez de nuevo al amanecer, pero podría ser a cualquier hora. Tendremos que mantenernos alerta. Si los rechazamos de nuevo, quizá se marchen. Los indios no saben cómo sostener un sitio.
Bill Davis se echó a reír.
—No valemos la pena —opinó. —Los vecinos vendrán, indudablemente, a ayudarnos —aventuró Carlos Padilla en español.
—Sí pero quién sabe cuándo —suspiró Langford—. Suponiendo que Bob haya logrado pasar, los vecinos están muy desperdigados. Quizás haya un destacamento de caballería en las cercanías.
—Estamos en manos de Dios —declaró Susie. Sonrió a su esposo—. Y en las tuyas, querido, y son manos bien fuertes.
Ed Lee se movía y gemía en la cama de los Langford. La herida le había producido fiebre. Los niños estaban agotados.
Primero comieron la cena, habichuelas frías, pan, la leche que les quedaba. No tenían leña, y el agua era escasa. Langford pidió a su esposa que dijera la oración de gracias. A nadie le molestó que Carlos se persignara. Luego los hombres fueron uno por uno detrás de una cortina que Susie había puesto en un rincón para ocultar el cubo que todos debían compartir. Langford lo había vaciado en sus dos salidas. Esperaba que nadie más tuviera ganas de defecar hasta que los indios se hubieran largado. Sería desagradable, en ese encierro con una mujer y una niña. El retrete era de tepe, y aún debía de estar en pie. De lo contrario, usarían la protección de la hierba alta, la libertad de esos acres por los cuales luchaba.