Tarrant sintió un escalofrío. Había temido algo peor que esto. Logró mantener la compostura y dijo: —Te lo agradezco mucho, y diré a mi gente que el alma Quanah es grande.
Quizá lo decía en serio. Por un instante el jefe olvidó su pomposidad.
—Da las gracias a Peregrino. Él me persuadió. Largaos antes del amanecer.
Hizo una seña a los guardias, quienes lo siguieron hacia el campamento comanche.
Un mortal se habría desmoronado al aliviarse la presión, se habría puesto histérico o se habría desmayado. Un inmortal tenía más reservas, más resistencia. No obstante, Tarrant habló con voz temblorosa.
—¿Cómo lo conseguiste, Peregrino?
—Llevé tu argumento tan lejos como pude. —De nuevo el indio se tomó su tiempo para construir y sopesar cada oración en inglés—. Quanah no estaba dispuesto a aceptar. No es un demonio, sabes; está luchando por la vida de su pueblo. Pero también debe convencer a los demás. Yo tuve que… usar todos mis amuletos, invocar a los espíritus, y al fin dije que si no te liberaba me marcharía. Él valora mis consejos tanto como mi… medicina. Luego no fue difícil convencerlo de que también liberase a esta familia. Le ayudaré a convencer a los guerreros de que fue buena idea.
—Tuvo razón al decir que te diera las gracias a ti —dijo Tarrant—. Lo haré durante todos los siglos de vida que me queden.
La sonrisa de Peregrino era tenue como la luz del este.
—No es preciso. Tuve mis razones, y quiero una retribución.
Tarrant tragó saliva.
—¿Cuáles?
—Admito que tenía que salvarte —dijo Peregrino con voz más serena—. Quizá tú y yo seamos ahora los únicos inmortales del mundo. Debemos juntarnos alguna vez. Pero entretanto…
Peregrino cogió el brazo de Tarrant.
—Entretanto, aquí está mi gente —jadeó—. No nací entre ellos, pero son casi los últimos de nosotros que nacieron en esta tierra y todavía son libres. No lo serán por largo tiempo. Pronto serán vencidos. —Al igual que Tiro y Cartago, Galia y Britannia, Roma y Bizancio, los albigenses y los husitas, los vascos y los irlandeses, Québec y la Confederación—. Ayer te lo dije en la pradera. Debo quedarme con ellos hasta el final, razonar con ellos, ayudarlos a encontrar nueva fe y esperanza. De lo contrario se harán pedazos, como búfalos cayendo a un precipicio. Así que trabajaré entre ellos en busca de la paz.
»Quiero que hagas lo mismo. Como le dije a Quanah, dejar ir a unos pocos puede ganarnos cierta voluntad. Más morirán, horriblemente, pero aquí tienes un argumento favorable. Afirmas que eres rico y cuentas con el apoyo de hombres poderosos. Bien, mi precio por estas vidas es que trabajes por la paz, una paz que sea aceptable para mi gente.
—Haré lo posible —dijo Tarrant. Hablaba en serio. En todo caso, llegaría el día en que Peregrino podría pedirle cuentas.
Se aferraron la mano. El indio se alejó. El alba falsa se esfumó y pronto desapareció en las sombras.
—Seguidme —dijo Tarrant a los Langford—. Tenemos que partir de inmediato.
¿Qué cantidad de años había ganado Rufus para esos cuatro? ¿Unos doscientos?
8
Para ojos habituados al Lejano Oeste, las montañas Wichita no eran más que cerros, pero se elevaban abruptas y desnudas, aunque con las lluvias de primavera se volvían profundamente verdes y se constelaban de flores silvestres. En el valle, una casa grande y sus edificios auxiliares reinaban sobre sembrados, pastos, vacas, caballos.
La hierba húmeda resplandecía después de un chaparrón y flotaban nubes blancas cuando un carruaje alquilado se apartó de la carretera principal. para entrar en la calzada. Un jinete que inspeccionaba las cercas lo vio y se acercó para investigar. Dijo que el señor Parker no estaba allí. El cochero, que también era indio, explicó que en realidad su pasajero deseaba ver al señor Peregrino. Sorprendido, el jinete dio instrucciones y se quedó mirando el vehículo. Para él era casi tan extraño como los automóviles que veía en ocasiones.
Un camino lateral llevó al carruaje hasta una cabaña rodeada por canteros, con un huerto al fondo. En el porche, un hombre con pantalones abolsados y sandalias estaba leyendo. Tenía el pelo trenzado pero era demasiado alto y esbelto para ser un comanche. Cuando se acercó el carruaje, dejó el libro, bajó la escalera y esperó.
El carruaje se detuvo y bajó un hombre blanco. La ropa indicaba prosperidad sólo si uno miraba atentamente el paño y la confección. Por un instante ambos se quedaron inmóviles. Luego se estrecharon las manos y se miraron a los ojos.
—Al fin —saludó Peregrino con voz trémula—. Bienvenido, amigo.
—Lamento haber tardado tanto en venir —le respondió Tarrant—. Estaba en Oriente por negocios cuando tu carta llegó a San Francisco. Cuando llegué a casa, pensé que un telegrama podía llamar demasiado la atención. Tú me habías escrito años atrás, cuando te envié mi dirección, y esa sola carta despertó rumores. Así que simplemente cogí el primer tren hacia el este.
—Está bien, entra, entra. —Con la larga práctica, hablaba en inglés fluido—. Si tu cochero lo desea, puede continuar hasta la casa grande. Allí cuidarán de él. Puede llevarnos al pueblo… ¿Qué te parece pasado mañana? Debo encargarme de ciertas cosas, incluyendo mercancías que me gustaría hacer embarcar. Si no tienes objeciones.
—No, Peregrino. Lo que tú quieras. —Tras hablar con el otro hombre, Tarrant bajó un bolso del carruaje y acompañó a su anfitrión adentro.
La cabana tenía cuatro habitaciones, pulcras, limpias, soleadas, casi desnudas, excepto por una gran cantidad de libros, un gramófono, una colección de discos clásicos y, en el dormitorio, ciertos artículos religiosos.
—Dormirás aquí —dijo Peregrino—. Yo me instalaré en el patio. No, no digas nada. Eres mi huésped. Además, será como en los viejos tiempos. De hecho, lo hago a menudo.
Tarrant miró en torno.
—¿Vives solo, entonces?
—Sí. Me parecía mal casarme y tener hijos sabiendo que al fin inventaría una patraña para abandonarlos. La vida entre las tribus libres era diferente ¿y tú?
Tarrant frunció los labios.
—Mi última esposa murió el año pasado, joven. Tuberculosis. Probamos suene en un clima seco, hicimos lo posible, pero… Bien, no teníamos hijos, y ya es hora de que yo cambie de identidad. Me estoy preparando para ello. Se instalaron en la sala del frente en sillas de madera. Sobre la cabeza de Peregrino coleaba una cromolitografía, un autorretrato de Rembrandt. Aunque la copia era muy mala, los ojos conservaban esa pesadumbre mortal. Tarrant sacó una botella de whisky del bolso. Ilegalmente, llenó los dos vasos que había traído el anfitrión. También le ofreció habanos. Esas pequeñas gratificaciones brindaban cierta satisfacción.
—¿Y cómo te han ido las cosas? —preguntó Peregrino.
—He estado atareado. No sé a cuánto asciende mi fortuna, pues tendría que revisar los libros de varios alias. Pero es enorme, y mayor cada día. Te necesito, entre otras cosas, para que me ayudes a pensar en qué gastarla. ¿Y tú?
—Una vida apacible. Cultivo mi tierra, hago cosas en mi taller de carpintería, asesoro a mi congregación. Es una iglesia nativa, así que en verdad no soy como un pastor blanco. Enseño en la escuela. Lamentaré abandonarla. Ah y leo mucho, tratando de aprender acerca de tu mundo.
—Y supongo que eres el consejero de Quanah.
—Bien, sí. Pero no creo que yo sea el poder que hay detrás de su pequeño trono ni nada por el estilo. Lo hizo todo por sí mismo. Es un hombre notable. Entre los blancos habría sido un Lincoln o un Napoleón. Mi mayor mérito ha sido posibilitar ciertas cosas, facilitarlas. Pero fue él quien las hizo.
Tarrant asintió recordando. La gran alianza de los comanches, los kiowas, los cheyennes y los arapaho, con Quanah como gran jefe. El sangriento choque de Adobe Walls, el año de guerra y persecuciones que siguió. Los últimos supervivientes, encabezados por Quanah, yendo a la reserva en 1875. Las buenas intenciones de un agente de asuntos indígenas tres años después, cuando logró que los comanches salieran bajo escolta militar en una última cacería de búfalos y no quedaban búfalos. Y aun así, aun así…