—¿Dónde está ahora? —preguntó Tarrant.
—En Washington —dijo Peregrino, y notó la sorpresa del otro—. Va allí con frecuencia. Es el portavoz de todas las tribus. Y, bien lo lamento por McKinley, pero eso llevó a Theodore Roosevelt a la Casa Blanca. Él y Quanah se conocen, son amigos.
Fumó un rato en silencio. Los inmortales rara vez tienen prisa. Al fin continuó:
—Entre nosotros, Quanah es algo más que un rico granjero. Es un cabecilla y un juez, nos mantiene unidos. El peyote y las muchas esposas no son del agrado de los blancos, pero lo soportan porque no sólo nos permite continuar a nosotros, sino que así a ellos les permite tener la conciencia tranquila. No es un individuo recatado. Le gusta contar historias con un lenguaje que haría sonrojar a un marinero. Pero es… la reconciliación. Se hace llamar Quanah Parker, en memoria de su madre. Últimamente ha hablado de hacer trasladar aquí los huesos de ella y de su hermana, para que puedan descansar junto a los suyos. Oh, no me preocupo. Los indios tenemos un difícil camino por delante, y muchos caeremos. Pero Quanah nos puso en marcha.
—Y tú lo indujiste —dijo Tarrant.
—Bien, trabajé contra los profetas, usé mi escasa influencia para inculcar la paz al Pueblo. Y tú, por otra parte, cumpliste tu promesa.
Tarrant sonrió con picardía. Había costado. No sólo comprar a los políticos, sino comprar o presionar a hombres que a su vez cerrarían tratos con los adustos incorruptibles. Pero Quanah no había ido a la cárcel ni a la horca.
—Sospecho que eres demasiado modesto —dijo Tarrant—. No importa. Hicimos nuestra labor. Tal vez hayamos justificado nuestras largas vidas; no sé ¿Estás preparado para el viaje?
Peregrino asintió.
—Aquí no puedo hacer más que otros a quienes contribuí a preparar. Y hace más de un cuarto de siglo que estoy en esta reserva. Quanah me ha protegido, me mantuvo oculto en un rincón, exhortando a los de buena memoria, a no hablar de mí con los forasteros. Pero no es como la pradera. La gente se hace preguntas. Si la noticia llegara a los periódicos… Ah, esa preocupación ha terminado. Le dejaré una carta y mi bendición.
Miró hacia el oeste por la ventana. Se llevó a los labios la bebida de gente que antaño había sido bárbara que atacaban el sur y se retiraban al norte en una guerra tras otra, buscando libertad.
—Es hora de empezar de nuevo —dijo.
XV. Reunión
1
La lluvia arreciaba. Limpiaba el calor y la mugre, convertía el aire en una humareda gris y maloliente. El caracoleo de los relámpagos transformaba el color en mercurio, y el trueno sofocaba el ruido de los motores, las bocinas, el agua que goteaba de las ruedas. Un rayo apuñaló el Empire State Building y se diluyó en la telaraña de acero que había bajo la mampostería. Los coches y autobuses llevaban los faros encendidos a plena tarde. Aun en el centro había pocos peatones, y se encorvaban bajo los paraguas o corrían de las marquesinas a los toldos. No se conseguían taxis.
En las afueras, la calle de Laurace Macandal estaba desierta. Habitualmente era una calle ajetreada, llena de bullicio y luces incluso después del anochecer. Pequeños clubes nocturnos habían surgido entre los modestos inquilinatos del vecindario, y ella había reformado esa vieja mansión. A pesar de los malos tiempos, los blancos aún iban a Harlem a disfrutar del jazz, el baile, la comedia y esa despreocupación que atribuían a los negros. En ese momento todos se quedaban dentro esperando que mejorase el tiempo.
Laurace miró un reloj y llamó a una de las criadas.
—Escucha bien, Cindy. No has estado demasiado tiempo en el servicio, y hoy sucederá algo importante. No quiero que cometas errores.
—Sí, Mama-lo —dijo la muchacha con tono reverente.
Laurace meneó la cabeza.
—Eso, por ejemplo. Ya te he dicho que soy «Mama-lo» sólo en momentos sagrados.
—Perdón…, señora: —Las lágrimas enturbiaron los ojos de la muchacha. La mujer que hablaba con ella parecía joven pero antigua como el tiempo; alta, delgada, con un vestido marrón de austera elegancia, en la muñeca izquierda un brazalete con una serpiente de plata, en la garganta un medallón dorado donde un círculo y un triángulo entrelazados rodeaban un rubí; tez oscura, cara angosta, nariz arqueada, pelo lacio y rígido—. Siempre lo olvido.
Laurace sonrió y dio unas palmaditas a la mano de la criada.
—No temas, querida. —Su voz, que podía sonar como una trompeta, cantaba como un violín—. Eres joven y tienes mucho que aprender. Pero quiero que entiendas que mi visitante de hoy es especial. Por eso no habrá hombres por aquí excepto Joseph, y él se quedará cuidando el coche. Tú ayudarás en la cocina. No salgas de allí. No, no es que atiendas mal la mesa, y eres más bonita que Conchita, pero ella tiene más categoría. La categoría se debe ganar, no sólo mediante el servicio sino mediante la devoción y el estudio. Tu momento llegará, sin duda. Ante todo, Cindy, debes guardar silencio. No debes decir una palabra a nadie, nunca, acerca de quién es mi huésped ni de lo que llegues a ver u oír. ¿Entiendes?
—Sí, señora.
—Bien. Ahora vete, niña. Oh, y mejora tu inglés. Nunca irás a ninguna parte si no demuestras cultura. Si no tienes cultura. El maestro Thomas me dice que tampoco andas bien en aritmética. Si necesitas ayuda, pídela. La enseñanza no es sólo su trabajo, sino su vocación.
—Sí, señora.
Laurace inclinó la cabeza y cerró los grandes ojos como si escuchara algo.
—Tu buen ángel revolotea por aquí —dijo—. Ve en paz.
La muchacha se alejó, pulcra en su uniforme almidonado, radiante de repentina alegría.
A solas, Laurace se paseó por la sala, cogió objetos, los acarició y luego los dejó donde estaban. Había decorado esa sala al estilo Victoriano: paneles de roble, muebles pesados, alfombra y cortinas gruesas, vitrinas para curiosidades selectas, un anaquel de libros aún más selectos encima de los cuales descansaba el busto blanco de un hombre que había sido negro. Las bombillas eléctricas del candelabro de cristal eran opacas; la lluvia creaba una atmósfera crepuscular. El erecto era cautivante sin ser abiertamente extraño.
Cuando, por una ventana, vio llegar el coche, Laurace olvidó sus inquietudes y se enderezó. Todo dependería de la impresión que ella causara.
El chófer salió con un gran paraguas, fue hasta el flanco derecho y abrió la portezuela trasera. Escoltó a la pasajera hasta el porche, donde tocó la campanilla. Laurace no lo vio, pero lo supo al oírlo. También supo que las dos criadas recibían a la visitante, cogían el abrigo y la guiaban por el vestíbulo.
Cuando la mujer entró en la sala, Laurace le salió al encuentro.
—Bienvenida, bienvenida —dijo, aterrándole ambas manos. Clara Rosario respondió con un ademán contenido y una sonrisa parca. Parecía fuera de lugar con su ropa de colores chillones. Aunque tenía pelo oscuro y rizado, tez tostada y labios carnosos, era de raza blanca, con ojos castaños, nariz recta, pómulos anchos. Laurace era siete centímetros más alta. No obstante, Clara se comportaba con aplomo, como era de esperar con esa figura.
—Gracias —replicó con cierta brusquedad. Mirando a su alrededor—: Vaya lugar tienes aquí.