Él se estremeció. El aliento le raspaba la garganta.
—Puedo… intentarlo…
—Bien. Por aquí.
Katya lo guió y lo empujó adelante. Doblaron a la derecha, a la izquierda, dejando un laberinto entre ellos y el enemigo. Ese distrito estaba destrozado, como la zona céntrica adonde se dirigía Katya: árboles caídos, ruinas, callejas cerradas, mampostería ennegrecida por los incendios, una selva donde podías burlar a los cazadores. Aunque no había sol ni sombra, Katya mantenía su sentido de la orientación. Oyó un zumbido en el aire.
—¡Cúbrete! —ordenó.
Se refugiaron bajo una lámina de metal oxidado que sobresalía como un toldo entre las ruinas. Un olor pestilente brotaba de los ladrillos, las vigas, los vidrios rotos, denso y dulzón a pesar del frío. El impacto directo de una bomba había derribado el inquilinato entero sobre los ocupantes. ¿Niños, sus madres, sus babusbkas? No, habían evacuado a la mayoría de los no combatientes. Quienes se pudrían allí debían de ser soldados. Cualquier edificio se convertía en fuerte cuando los defensores luchaban contra los invasores calle a calle. ¿En qué bando estaban éstos…? Ya no importaba, y menos para ellos.
Su compañero vomitó. Debía de haber reconocido el olor. Eso era buena señal. Estaba saliendo del aturdimiento.
El avión voló a ras de las ruinas. Katya lo vio un instante: delgado, veloz, una cruz gamada en la cola. Luego desapareció. ¿Reconocimiento o qué? Tal vez el piloto no los hubiera visto, o no había querido molestarse por ellos. Aunque nunca sabías. Los fascistas habían acribillado a multitudes de evacuados que esperaban el ferry junto al río. Dos soldados soviéticos eran una presa más codiciable.
El zumbido cesó. Katya no oyó nada más.
—Vamos —dijo.
El joven la acompañó unos metros antes de preguntar con voz débiclass="underline"
—¿Estás segura, camarada? Creo que nos dirigimos al sur.
—Así es.
—Pero el enemigo domina esa zona. Nuestra gente está en el norte de la ciudad.
—Lo sé. —Le cogió el brazo instándolo a seguir—. Tengo mis órdenes. Regresa si deseas. Dudo que llegues Tejos. Si quieres, puedes venir conmigo. De lo contrario, tendré que abandonarte. Si haces ruido, si me causas problemas, tendré que matarte. Pero creo que es tu única oportunidad.
Él apretó el puño.
—Lo intentaré —susurró—. Gracias, camarada.
Katya se preguntó si Zaitsev le daría las gracias. La misión valía más vidas que la de un simple herido. Bien, los buenos tiradores a menudo debían usar su propio juicio. Y, suponiendo que llevara de vuelta a ese soldado hasta su unidad, los superiores de Katya no tenían por qué enterarse. A menos que él de veras supiera algo importante.
La calle terminaba en la garganta de Krutoy. En el lado opuesto de la hondonada, los edificios estaban igualmente dañados pero eran más altos y macizos. Allí empezaba el centro de la ciudad.
—Tenemos que cruzar —dijo Katya—. No hay puente. Bajamos y subimos a rastras. Tú primero.
Un cabeceo desmañado, pero un cabeceo. Agachándose, el soldado se internó en el espacio abierto y se alejó reptando. Katya estaba dispuesta a permitir que él atrajera las balas. No había buscado esa ventaja, pero no podía permitir que un torpe comprometiera su misión. Sin embargo, el soldado se las arregló. La conmoción no había sido tan fuerte, y lo estaba superando con la vitalidad de la juventud. Rifle en mano, los sentidos alerta, Katya lo siguió. La tierra era áspera, los arbustos deshojados la arañaban. Cuando iniciaron el ascenso, él empezó a flaquear. Clavó las uñas, resbaló, se desplomó jadeando. Ella se colgó el arma y se le acercó a gatas. Él la miró desesperado.
—No puedo —resopló—. Lo lamento. Sigue adelante.
—Casi hemos llegado —le dijo Katya aferrándole la mano izquierda—. Venga, muévete, maldito seas. —Retrocedió, hundió las botas en el suelo, esforzándose como un caballo con una pieza de artillería empantanada. Él apretó los dientes e hizo lo que pudo. Eso bastó. Llegaron arriba y se refugiaron tras una pila de ladrillos. Katya tenía la capa empapada de sudor. El viento la calaba hasta los huesos.
—¿Adonde… vamos? —tosió él.
—Por aquí. —Se levantaron. Ella lo guió, apoyándose en paredes, deteniéndose en cada puerta y esquina para escuchar y mirar. Un par de cazas volaban sobre sus cabezas. El ronroneo de los motores parecía un sonido de insecto en medio de la desolación. Katya oyó un rumor más profundo, artillería. ¿Una escaramuza en la estepa? Mamaev seguía tranquila. Toda la ciudad seguía tranquila, un gran cementerio esperando los truenos del juicio final.
Su meta no estaba lejos, de lo contrario habría sido una locura. No la habrían enviado a tal distancia en el sector alemán si no hubiera demostrado repetidamente que podía desplazarse con el sigilo de un comando…, y esos expertos en destrucción eran menos prescindibles que ella. Si el lugar recomendado resultaba excesivamente peligroso y ella no encontraba deprisa uno mejor, debía desistir y regresar al Lazur.
Desde detrás del árbol de un paseo, vio el cráter de una bomba y dos automóviles destrozados. El edificio al que iba parecía seguro. Pertenecía a una hilera de inquilinatos con aire de barraca. Aunque en mal estado, se elevaba sobre lo que quedaba de sus vecinos, seis pisos. Las ventanas estaban cegadas.
—Allí —le indicó al joven—. A mi señal, corre y entra deprisa. —Sacó los binoculares de la caja que le colgaba del cuello y buscó indicios del enemigo. Sólo ventanas rotas, borrones, cráteres. El aire silbaba y arremolinaba la nieve seca. Bajó la mano y echó a correr. Cuando llegó a la puerta vacía dio media vuelta y se agazapó para disparar contra todo lo que fuera sospechoso. El vendaval de nieve había cesado. El viento hacía rodar un papel.
Oscuras escaleras de cemento conducían arriba. En los rellanos más bajos las puertas desvencijadas yacían sobre un caos de cosas y polvo. Las de arriba estaban cerradas. En el piso superior Katya tanteó un picaporte. Iba a volar la cerradura de un tiro, pero la puerta cedió con un crujido.
Allí la penumbra era menos densa. Las ventanas rotas dejaban entrar claridad además de frío. Había sido un buen apartamento, dos habitaciones con cocina. Por cierto, el cuarto de baño estaba abajo y era compartido por los inquilinos de tres pisos. Las sacudidas habían arrancado el yeso de los listones, cubriendo de escombros y de polvo los muebles y la alfombra deshilachada. La lluvia había formado un lodazal, ahora endurecido, bajo los antepechos. Las ruinosas paredes estaban salpicadas de moho. También había manchas en las cortinas, los cobertores, y un sofá. La onda explosiva había actuado con el capricho de costumbre. De las paredes aún colgaban una gárrula lámina estajanovista y dos fotografías enmarcadas: una joven pareja en su boda, un barbudo tío Vanya que tal vez era el abuelo del novio o de la novia. Otras tres o cuatro fotos habían caído. El musgo abría los libros y revistas desparramados por doquier. Entre ellos yacía una pequeña radio. Un reloj había callado sobre su repisa. Las flores de las macetas eran tallos pardos.
Aparte de los utensilios, Katya no vio pertenencias personales. Tal vez habían sido escasas y la familia se las había llevado en la evacuación. No tenía deseos de investigar, pues podía toparse con la muñeca de una niña o el osito de un niño. Sólo esperaba que todos los habitantes hubieran escapado.
Recorrió las habitaciones. En las dos había dormido gente. La primera daba al norte, la segunda al este. Con la puerta abierta entre ambas, podría abarcar un semicírculo entero, corriendo de una ventana a otra.
Esa visión cubría doce calles en ambas direcciones, porque la mayor parte del vecindario era un yermo. Pero el enemigo no había pensado en ocupar o dinamitar ese mirador. Bien, todos cometían alguna estupidez, especialmente en la guerra. Esta vez la inteligencia soviética había pescado una torpeza nazi.