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Regresó a la sala y encontró al soldado tendido en el sofá. Se había quitado el casco y el abrigo. La camisa apestaba a sudor. (Bien, pensó Katya, yo no soy un jardín de rosas. ¿Cuánto hace que no me doy un buen baño? Mucho tiempo atrás, esa noche en el bosque, cuando me oculté en la choza de un campesino…) El muchacho tenía pelo rizado y empezaba a recobrar el color.

—Ojo con el frío, camarada —le advirtió Katya—. Estaremos aquí un rato. —Dejó el rifle y descolgó la cantimplora—. Debes de necesitar el agua más que yo, así que bebe primero, pero no demasiado. Enjuágate la boca antes de tragar. Tiene que durar.

Mientras él bebía, ella se agachó para revisarle la mano herida, meneó la cabeza y chasqueó la lengua.

—Mal aspecto —dijo—. Esos huesos son un desastre. Al menos no tienes lesiones en vasos sanguíneos importantes. Puedo hacer algo. Aguanta. Esto te dolerá.

Él contuvo el aliento mientras ella limpiaba y vendaba las heridas. Luego Katya le dio un trozo de chocolate.

—También compartiremos mis raciones —prometió Katya—. Son magras, pero el hambre es una alegría comparada con nuestros verdaderos problemas, ¿eh?

El bocado lo reanimó. El joven atinó a sonreír.

—¿Cuál es tu nombre en el cielo, ángel? —musitó.

Ella registró ambas ventanas. Nada, excepto cañonazos lejanos.

—¿Yo un ángel? —replicó con una sonrisa huraña—. ¿Qué clase de comunista eres?

—No soy miembro del Partido —dijo él—. Me habría afiliado, eso quería mi padre, pero… Bien, después de la guerra.

Katya acercó una silla y se sentó frente a él. No tenía sentido vigilar constantemente. En ese silencio oiría cualquier movimiento importante. Bastaría con mirar cada tantos minutos.

—¿Quién eres, pues? —preguntó.

—Soldado Pyotr Sergeyevitch Kulikov, Sexuagesimosegundo Ejército.

Ella sintió un cosquilleo en la espalda. Soltó un silbido.

—¡Kulikov! Qué espléndido presagio.

—¿Eh? Oh… Sí. Kulikovo. Donde Dmitri Donskoi derrotó a los mongoles. —Suspiró—. Pero eso fue… casi seiscientos años atrás.

—Es verdad. —Recuerdo cómo nos alegramos cuando la noticia llegó a la aldea—. Y se supone que ya no debemos creer en presagios, ¿verdad? —Se inclinó hacia él, interesada—. Conque conoces la fecha exacta de esa batalla. —Aun ahora, agotado, dolorido, tal vez al filo de la muerte—. Pareces culto.

—Mi familia de Moscú lo es. Algún día espero ser profesor de clásicas. —Trató de enderezarse. La voz cobró una vaga resonancia—. ¿Pero quién eres tú, mi salvadora?

—Ekaterina Borisovna Tazurina. —Mi nombre, mi identidad más reciente.

—Una mujer soldado.

—Existimos, ¿no lo sabías? —Dominó su fastidio—. Fui partisana antes de que la lucha me trajera aquí. Luego me dieron un uniforme, aunque eso no cambiará las cosas si los alemanes me atrapan. Cuando aprobé el curso del teniente Zaitsev, me ascendieron a sargento porque una tiradora necesita cierta libertad de acción.

Pyotr ensanchó los ojos. Zaitsev era famoso de un extremo al otro de la Unión Soviética.

—Ésta debe de ser una misión especial, no sólo de francotiradora.

Katya asintió.

—Las órdenes vienen de la Casa de Pavlov. ¿Sabes a qué me refiero?

—Desde luego. Un edificio de las cercanías, en terreno alemán, que el sargento Pavlov y algunos héroes han defendido desde… fines de septiembre, ¿verdad?

Ella le perdonó que repitiera lo obvio. Estaba herido y desconcertado, y era muy joven.

—Mantienen comunicación con nosotros —explicó—. Ciertas cosas que han visto nos dan razones para suponer que el enemigo planea una embestida contra nuestro sector de la ciudad. No, no me explicaron qué cosas, ni necesito oírlas, pero me enviaron a observar desde este punto para informar sobre lo que vea.

—Y pasabas por allí… Tuve una suerte increíble. —A Pyotr se le llenaron los ojos de lágrimas—. Pero mis pobres amigos…

—¿Qué ocurrió?

—Nuestro escuadrón salió a patrullar. Mi unidad está ahora en un bloque de casas al sur de Mamaev. No esperábamos problemas, porque todo estaba tranquilo. —Pyotr jadeó—. De pronto hubo disparos y gritos y… mis camaradas cayeron a izquierda y derecha. Creo que sólo yo quedé con vida al cabo de unos minutos. Y con esta mano. ¿Qué podía hacer sino correr?

—¿Cuántos alemanes? ¿De dónde venían? ¿Cómo estaban equipados?

—No sé. Todo fue demasiado rápido. —Hundió la cara en la palma izquierda y se estremeció—. Demasiado terrible.

Ella se mordió el labio con furia.

—Si estás con el Sexuagesimosegundo, has tenido meses de experiencia en combate. El enemigo os hizo retroceder desde… Ostrov, ¿verdad? Por la llanura hasta aquí. Y aun así no prestaste atención.

Él recobró la compostura.

—Puedo tratar de recordar.

—Así está mejor. Tómate tu tiempo. A menos que algo nos desaloje primero, nos quedaremos aquí hasta que veamos algo de interés para el cuartel general. Sea lo que fuere.

Miró por las ventanas, regresó, se sentó ante Pyotr, le cogió la mano sana. Ahora que estaba fuera de peligro inmediato lo dominaba el cansancio, pero Katya no podía dejarlo dormir. Era un joven saludable y podía superar la situación. Katya le habló con voz suave y notó que la presencia de una mujer lo reanimaba.

Poco a poco surgió una historia más o menos coherente. Al parecer, los alemanes estaban haciendo un reconocimiento. Era una fuerza pequeña, pero superior a la patrulla rusa. Sabiendo que estaban en territorio hostil, se habían mantenido alerta y vieron la oportunidad de emboscar al grupo de Pyotr. Sí, sin duda querían capturar prisioneros. Sombríamente, Katya esperó que Pyotr fuese, en efecto, el único superviviente.

Una misión de exploración indicaba que estaban preparando un ataque importante. Se preguntó si debía considerar que esta información daba su tarea por cumplida y regresar de inmediato. Desde luego, cuando la patrulla no se presentara, el oficial que la había enviado adivinaría la verdad; pero tal vez tardara un tiempo. No, probablemente la historia valía menos que la posibilidad de obtener mayor información aquí.

¿Enviar a Pyotr? Si no llegaba, el Ejército Rojo no habría perdido mucho. A menos que lo capturasen. ¿Resistiría bajo tortura, o el cuerpo atormentado traicionaría al joven obligándolo a traicionarla a ella? Katya no quería correr ese riesgo. Y no era justo para él.

Ayudarlo a recordar lo que él ansiaba olvidar forjó una extraña intimidad. Al final, mientras compartían pan con agua, él preguntó tímidamente:

—¿Eres de esta zona, Katya Borisovna?

—No. Del sudoeste —respondió ella.

—Eso creía. Tu ruso es excelente, pero el acento… Aunque tampoco es pequeño ruso.

—Tienes buen oído. —Sintió un deseo impulsivo. ¿Por qué no? No era un secreto—. Soy kazak. Él se sorprendió. Le goteó agua de los labios. Se los enjugó con un gesto torpe y trémulo.

—¿Eres cosaca? Pero tú también eres culta, por lo que veo, y…

—Vamos —rió ella—. No somos una raza de jinetes bárbaros.

—Lo sé…

—En realidad, nuestras escuelas son mejores que la mayoría. O lo eran. —El rayo de alegría se desvaneció detrás de nubes invernales—. Antes de la Revolución, casi todos éramos granjeros, pescadores, comerciantes, mercaderes que se internaban en Siberia. Teníamos nuestras instituciones, sí, nuestras costumbres —y añadió en voz baja—: Nuestra libertad.

Por eso fui hacia ellos cuando dejé de enseñar bordado en la escuela del convento de Kiev. Por eso estuve con ellos, casi desde sus comienzos, estos cuatrocientos años. Una mezcla de gente de Europa y Asia, a lo largo de los grandes ríos y en las ilimitadas estepas del sur, armada contra el tártaro y el turco, librando guerras contra esos antiguos enemigos. Pero ante todo éramos minifundistas, éramos un pueblo libre. Sí, también las mujeres, no tan libres como los hombres, pero mucho más que en otras partes. Yo era una persona, poseía mis derechos, y al cabo de un tiempo no me era difícil iniciar una nueva vida en otra tribu.