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—Lo sé. Pero… perdóname —exclamó Pyotr—. Hete aquí, una soldado soviética, una patriota. Oí decir que…, bien, que los cosacos se han pasado al bando de los fascistas.

—Algunos —admitió Katya sin rodeos—. No la mayoría. Créeme, no la mayoría. No después de lo que vimos.

Al principio no sabíamos nada. Los comisarios nos dijeron que huyéramos. Nos quedamos donde estábamos. Nos suplicaron. Nos contaron los horrores que sembraban las hordas de Hitler adondequiera que iban. «Vuestra mentira más reciente», replicamos. Luego los tanques alemanes rodaron en nuestro horizonte, y supimos que por una vez los comisarios decían la verdad. No nos ocurrió sólo a nosotros. La guerra me reunió con gente de toda la Ucrania soviética, no cosacos, pequeños rusos comunes, gente tan desesperada que hoy lucha junto con los comunistas.

Aun así, es verdad que miles de hombres se han unido a los alemanes como obreros o soldados. Los ven como liberadores.

—A fin de cuentas —continuó apresuradamente—, es nuestra tradición resistir a los invasores y alzarnos contra los tiranos.

Los lituanos estaban lejos, nos dejaban en paz y se contentaban con llamarse señores. Pero los reyes polacos nos obligaron una y otra vez a la revuelta. Mazeppa acogió a los grandes rusos y fue consagrado príncipe de Ucrania, pero pronto se unió a los suecos con la esperanza de que nos liberasen. Al fin hicimos las paces con los zares, pues su yugo no era intolerablemente pesado; pero luego los bolcheviques tomaron el poder.

Pyotr frunció el ceño.

—He leído acerca de esas rebeliones cosacas.

Katya hizo una mueca. Olvidó tres siglos y estuvo de vuelta en la aldea cuando los hombres —vecinos, amigos, dos hijos de ella— regresaban al galope después de su campaña con Chmielnicki y alardeaban a gritos. Cada sacerdote católico o ttniyat que atrapaban ellos o los siervos era colgado frente al altar junto a un cerdo y un judío.

—Tiempos bárbaros —dijo Katya—. Los alemanes no tienen esa excusa.

—Y los traidores tienen menos aún. ¿Traidores? Vasili el gentil herrero, Stefan el risueño, Fyodor el bello, que era nieto suyo y no lo sabía… ¿Cuántos millones de muertos procuraban vengar? Los olvidados, los exterminados… Pero ella recordaba, aún veía el hambre encogiendo las carnes y enturbiando los ojos. Katya había acunado hijos moribundos; los sicarios de Stalin habían disparado a su hombre Mikhail, a quien ella amaba tanto como una inmortal podía amar a un mortal, matándolo como un perro porque intentaba llevar a la familia parte del grano que ellos embarcaban en trenes abarrotados; Mikhail tuvo suerte, sin embargo, pues no fue en otra clase de tren a Siberia, Katya conocía a algunos, muy pocos, que habían regresado; no tenían dientes, hablaban poco, trabajaban como máquinas; y siempre con el miedo a cuestas. Katya no pudo contenerse.

—¡Tenían sus razones! —exclamó.

Pyotr la miró boquiabierto.

—¿Qué? —Trató de recordar—. Bien, sí, kulaks.

—Granjeros libres a quienes arrebataron las tierras heredadas de sus padres para arrearlos hacia los kolkbozes como esclavos. —De inmediato—: Así es como se sentían, ¿entiendes?

—No me refería a los labriegos honestos —dijo él. Me refería a los kulaks, los terratenientes ricos.

—Nunca conocí a ninguno, y he viajado mucho. Algunos eran prósperos, sí, porque sabían labrar la tierra y se deslomaban.

—Bueno, yo… no quiero ofenderte, Katya, a ti menos que a nadie, pero no puedes haber viajado tanto como crees. Fue antes de tu época, de todos modos. —Pyotr meneó la cabeza—. Sin duda muchos de ellos tenían buenas intenciones. Pero el viejo régimen capitalista los había cegado. Se resistieron, desafiaron la ley. —Hasta que los mataron de hambre.

—Ah sí, el hambre. Un trágico… accidente. —Pyotr aventuró una sonrisa—. Se supone que no debemos mencionar a la Providencia.

—Yo dije… No importa. —Yo he dicho que los mataron de hambre. Las cosechas no se perdieron. El Estado simplemente nos arrebató todo. Al final, así lograron someternos—. Sólo quise decir que muchos ucranianos sienten rencor. —Nunca abandonaron la esperanza. En sus corazones, todavía resisten.

—¡Son estúpidos! —exclamó Pyotr indignado.

Katya suspiró.

—Los que se unieron a los nazis cometieron un gran error.

Por Dios, yo misma pude haberlo hecho. Si Hitler hubiera querido, no, si hubiera podido tratarnos como seres humanos, nos habría tenido a todos. Hoy dominaría Moscú, Leningrado, Novosibirsk; Stalin se refugiaría entre sus gulags en el rincón más remoto de Siberia, o sería un refugiado en Estados Unidos. Pero no, los fascistas incendiaron, violaron, asesinaron, torturaron, destrozaron cabezas de bebés y rieron mientras ametrallaban a niños, mujeres, viejos, gente desarmada, clavaban la bayoneta por diversión, descuartizaban prisioneros o los rociaban con gasolina y les prendían fuego… Oh, me enferma la sola idea de que entren en la sagrada Kiev.

—Tú sabías qué era lo correcto, y lo hiciste —murmuró Pyotr—. Eres más valiente que yo.

Katya se preguntó si el miedo a la NKVD había disuadido al joven de desertar. Había visto los miles de cadáveres que los Gorras Verdes dejaban a lo largo de los caminos, como advertencia.

—¿Por qué te uniste a los partisanos? —preguntó él.

—Los alemanes ocuparon nuestra aldea. Trataron de reclutar hombres nuestros, y mataron a los que se negaban. Mi esposo se negó.

—¡Katya, Katya!

—Por suerte, éramos recién casados y no temamos hijos. —Yo era una recién llegada, con un nombre nuevo. Eso se ha vuelto difícil con los comunistas. Tengo que buscar funcionarios ineptos. Pero son bastante comunes. Pobre Ilya. Estaba tan orgulloso de su novia. Podríamos haber sido felices mientras la naturaleza lo permitiera.

—¿Por suerte? —Pyotr reprimió nuevas lágrimas—. Aun así, fuiste muy valiente.

—Estoy habituada a cuidar de mí misma.

—¿Siendo tan joven? —se maravilló Pyotr.

Ella no pudo contener una sonrisa.

—Soy mayor de lo que parezco. —Se levantó y dijo—: Hora de mirar de nuevo.

—¿Por qué no cogemos una ventana cada uno? —sugirió él—. Podríamos vigilar sin descanso. Me siento mucho mejor. Gracias a ti —concluyó con adoración.

—Bien, podríamos… —Sonó un trueno—. ¡Espera! ¡Artillería! Quédate donde estás.

Corrió a la habitación del norte. Caía el temprano atardecer del invierno, y las ruinas perdían relieve entre las sombras, pero Mamaev aún se perfilaba contra el cielo. Allí ondulaban las llamas. El estrépito continuaba.

—Nuestra pequeña tregua ha terminado —masculló yendo hacia la habitación del este—. Los cañones rugen.

Él estaba en medio de la habitación, los rasgos borrosos en la creciente penumbra, la voz incierta.

—¿El enemigo ha empezado?

—Eso creo, —asintió Katya—. El comienzo de lo que tienen planeado. Ahora nos ganaremos nuestra paga. —¿De veras? —le preguntó Pyotr con voz trémula.

—Si podemos averiguar qué ocurre. Ojalá tuviéramos luna esta noche. —Rió secamente—. Pero los alemanes no escogerán buen tiempo para complacernos. Guarda silencio.