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Ivan Efremov

La Nebulosa de Andrómeda

Traducción: A. Herraiz

© 1973 by Ivan Efremov

(НАУЧНО-ФАНТАСТИЧЕСКИЙ РОМАН)

ИЗДАТЕЛЬСТВО ЛИТЕРАТУРЫ НА ИНОСТРАННЫХ ЯЗЫКАХ

МОСКВА

Capítulo I. LA ESTRELLA DE HIERRO

A la pálida luz reflejada del techo, los limbos graduados de aparatos e instrumentos se asemejaban a una galería de retratos. Los redondos tenían un pícaro aspecto, los ovalados se dilataban con insolente jactancia y los cuadrados permanecían inmóviles, como petrificados en su obtusa fatuidad. Las lucecitas — azules, anaranjadas, verdes —, que centelleaban en su interior, hacían más real la impresión aquella.

En el centro del convexo cuadro de comando, resaltaba una ancha esfera de color purpúreo. Ante ella, inclinada en incómoda postura, había una muchacha. Olvidada del sillón que tenía al lado, pegaba la frente al cristal. El resplandor rojo le iluminaba el rostro juvenil, tornándolo severo, de más edad, en tanto sombreaba los labios carnosos, destacando sus trazos, y afilaba la nariz, un poquito arremangada. Las anchas cejas fruncidas habían tomado un matiz intensamente negro y daban a los ojos una expresión sombría, desolada.

El rítmico golpeteo de los contadores fue interrumpido por un leve chirriar. La muchacha se estremeció y echó hacia atrás los finos brazos para enderezar la cansada espalda.

Tras ella, chasqueó la puerta y apareció la gran silueta de un hombre de movimientos bruscos y precisos. Una luz dorada inundó la estancia, arrancando destellos de fuego de los espesos cabellos rojizo-oscuros de la muchacha. Sus ojos se encendieron también al mirar, inquietos y amorosos, al que entraba.

— Pero ¿no ha dormido usted aún? ¡Lleva cien horas en vela!

— ¿Mal ejemplo, verdad? — preguntó el hombre en tono alegre, pero sin sonreír. Y había en su voz inflexiones agudas, metálicas, que parecían remachar las palabras.

— Todos los demás descansan — repuso la joven con timidez —, y… no saben nada — agregó quedo.

— Hable sin temor. Los camaradas duermen. Ahora, usted y yo somos las dos únicas personas que velan en el Cosmos, y hasta la Tierra hay cincuenta billones de kilómetros: ¡un parsec(1) y medio en total!

— ¡Y no tenemos anamesón más que para una carrera! — exclamó la muchacha, exaltada, con espanto.

De dos rápidas zancadas, Erg Noor, jefe de la 37ª expedición astral, se aproximó a la esfera purpúrea.

— ¡La quinta vuelta!

— Sí, ya estamos dando la quinta. Y… nada — confirmó la muchacha, dirigiendo una elocuente mirada al altavoz del receptor automático.

— Ya ve que no es posible dormir. Hay que reflexionar bien acerca de todas las variantes y posibilidades. Al final de la quinta vuelta, tenemos que haber hallado la solución.

— Eso son otras ciento diez horas…

— Bueno, echaré un sueño aquí, en el sillón, cuando cesen los efectos de la sporamina.

Tomé una tableta hace veinticuatro horas.

La muchacha quedó un momento pensativa; luego, se decidió a insinuar:

— ¿Y si redujéramos el radio de nuestro círculo? Tal vez esté averiada su emisora.

— ¡No, no! Si reducimos el radio sin aminorar la velocidad, la nave se destrozará al instante. ¿Cómo disminuir la marcha… y por añadidura, sin anamesón?… ¿Cubrir una distancia de un parsec y medio a la velocidad de los lunniks antiguos? Tardaríamos cien mil años en llegar a nuestro sistema solar.

— Ya lo comprendo… Mas quizá ellos…

— En tiempos inmemoriales, los hombres podían incurrir en negligencias o engañarse unos a otros. ¡Pero en la actualidad no!

— Yo no me refiero a eso — replicó ofendida la muchacha, con brusquedad —. Quería decir que tal vez Algrab se haya desviado de su ruta y nos esté buscando también.

No ha podido desviarse tanto. Sin duda alguna, partió a la hora señalada y prevista.

Aunque se haya dado el caso inverosímil de avería de sus dos emisoras, la astronave habría cruzado el círculo diametralmente y ahora la oiríamos nosotros con el receptor planetario. No hay equivocación posible: ¡mire, ahí está el planeta convenido!

Erg Noor señaló a las pantallas reflectoras colocadas en profundos nichos a los cuatro costados del puesto de comando. Innumerables estrellas brillaban en la insondable negrura. Por la pantalla delantera de la izquierda pasó fugaz un pequeño disco gris — apenas esclarecido por su sol — que se encontraba muy alejado del sistema B-7336 — C+87 — A, donde se desarrolla la acción de este capítulo.

— Nuestros faros-bomba funcionan con precisión, a pesar de que los lanzamos hace cuatro años independientes(2). — Erg Noor mostró una franja de luz que se extendía nítida por el largo cristal de la pared izquierda —. El Algrab debía estar ya aquí desde hace tres meses. Por consiguiente… — hizo una pausa, como dudando de pronunciar la sentencia, y concluyó —: ¡Ha perecido!

— ¿Y si no ha sido así? Tal vez lo haya averiado algún meteorito y no pueda desarrollar velocidad… — objetó la muchacha pelirroja.

— ¡Velocidad!.. — repitió Erg Noor, sarcástico —. ¿Y qué más da? Si entre la nave y su lugar de destino se han interpuesto milenios de viaje, todavía será peor: vendrá la muerte lenta, tras años de terrible desesperanza. Y si llaman pidiendo socorro, puede que nos enteremos… dentro de unos seis años… ya en la Tierra.

Con impetuoso ademán, sacó un sillón plegable de debajo del banco de la calculadora electrónica, modelo reducido de la «MNU-11». Hasta entonces, no se había podido aún dotar a las astronaves de máquinas-cerebros electrónicos del tipo de la «IUT», capaces de realizar toda clase de operaciones y de dirigir dichas naves. Y no se había hecho porque tales máquinas eran muy pesadas, frágiles y de gran volumen. Entre tanto, había que tener de guardia en el puesto de comando a un astronauta, máxime cuando en tan largas trayectorias era imposible mantener exactamente el rumbo.

Con la destreza de un pianista, los dedos del jefe de la expedición se deslizaban rápidos por las clavijas y los botones de la calculadora. Su pálido rostro, de pronunciados rasgos, tenía una inmovilidad de piedra; la frente, despejada, se inclinaba tesonera sobre los mandos y parecía desafiar a los elementos, hostiles a aquel mundillo de seres vivos que se habían lanzado a las profundidades vedadas del espacio.

La joven astronauta Niza Krit, que hacía su primera expedición astral, observaba anhelante al ensimismado Noor. ¡Qué sereno era! ¡Cuánta energía y talento poseía el amado! Lo amaba desde hacía tiempo, desde el comienzo de aquel viaje que duraba ya cinco años. Y era inútil ocultarlo… El también lo sabía, Niza se daba cuenta… Ahora, al ocurrir aquella desgracia, tenía la dicha de estar de guardia con él. Los dos solos, durante tres meses, mientras el resto de la tripulación permanecía sumida en dulce sueño hipnótico. Aún quedaban trece días; luego, ambos se dormirían por medio año hasta que terminasen sus turnos respectivos dos equipos de nautas, astrónomos y mecánicos. Los demás — los biólogos y geólogos, cuyo trabajo no comenzaría hasta que no llegasen al lugar de destino — podrían seguir durmiendo… En cambio, los astrónomos estaban siempre atareados. ¡Cuan grande era su labor! Erg Noor se levantó, y los pensamientos de Niza se interrumpieron.

— Voy a la cabina de las cartas astrales… Su descanso será dentro de… — miró al reloj dependiente — nueve horas. Puedo dormir de sobra antes de relevarla.

— Yo no estoy cansada, y estaré aquí todo el tiempo que haga falta para que usted descanse bien.