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— ¡Están muertos, congelados! — exclamó Erg Noor.

La astronave seguía suspendida sobre el satélite de Zirda. Catorce pares de ojos observaban aquella tumba de cristal, sin poder apartarse de ella. Sí, era en verdad una tumba. ¿Cuántos años llevaban allí aquellos cadáveres? Hacía setenta que el planeta había enmudecido, y si agregaban los seis de recorrido de los rayos, resultaban más de tres cuartos de siglo…

Luego, todas las miradas se tendieron hacia el jefe. Erg Noor, pálido el semblante, escudriñaba en la opalina niebla de la atmósfera que rodeaba al planeta. A través de ella, se columbraban apenas los tenues contornos de las montañas y los reflejos del mar, pero nada daba la respuesta que habían venido a buscar los astronautas.

— ¡La estación ha quedado inutilizada y no ha sido reconstruida en setenta y cinco años! Por consiguiente, en el planeta ha ocurrido una catástrofe. Hay que descender, penetrar en la atmósfera, tal vez tomar tierra… Aquí están todos reunidos. Yo pregunto cuál es la opinión del Consejo…

El astrónomo Pur Hiss fue el único que hizo objeciones. Niza miraba con indignación a su narizota corva, como el pico de una ave de rapiña, y a sus feas orejas asoplilladas.

— Si en el planeta ha ocurrido una catástrofe, no tendremos ninguna posibilidad de aprovisionarnos de anamesón. El vuelo a poca altura en torno al planeta, y tanto más la toma de tierra, disminuirán nuestras reservas de combustible planetario. Además, no sabemos qué ha pasado. Puede haber allí potentes radiaciones que nos maten a todos.

Los demás miembros de la expedición apoyaron al jefe.

— Ninguna clase de radiaciones planetarias pueden ser peligrosas para una nave con coraza cósmica, como la nuestra. ¿A qué se nos ha enviado aquí? A poner en claro lo ocurrido, ¿no es cierto? ¿Qué va a responder la Tierra al Gran Circuito? No basta con constatar el hecho. Eso es muy poco; hay que explicarlo además. ¡Perdónenme estos razonamientos de escolar! — dijo Erg Noor. Y en el habitual timbre metálico de su voz había un dejo de ironía —. No creo que podamos eludir nuestro indeclinable deber…

— ¡La temperatura de las capas superiores de la atmósfera es normal! — exclamó Niza con alegría.

Erg Noor sonrió e inició el descenso con precaución, espira tras espira, aminorando la marcha de la astronave a medida que se iban aproximando a la superficie del planeta.

Zirda era un poco más pequeña que la Tierra, y para circundarla en bajo vuelo no se requería una velocidad muy grande. Los astrónomos y el geólogo confrontaban los mapas del planeta con las indicaciones de los aparatos ópticos de la Tantra. Los continentes conservaban sus contornos, idénticos a los de antes, los mares brillaban serenos a la roja luz del sol. Las cadenas montañosas tampoco habían cambiado de configuración y tenían el mismo aspecto que en las fotografías anteriores, pero el planeta callaba.

La gente llevaba treinta y cinco horas en sus puestos de observación, sin abandonarlos ni un momento.

La composición de la atmósfera, la irradiación del sol rojo, todo coincidía con los datos que se poseían acerca de Zirda. Erg Noor abrió el anuario correspondiente a este planeta y buscó las tablas con los datos de su estratosfera. La ionización era más fuerte que de ordinario. Una vaga sospecha empezó a alentar en su mente, llenándole de inquietud.

A la sexta espira del descenso, se divisaron los contornos de las grandes ciudades.

Pero en los receptores de la astronave, al igual que antes, no se oía señal alguna.

Niza Krit, que había sido relevada para que tomase un refrigerio, creía estar sumida en leve sopor. Le parecía haber dormido nada más que unos minutos. La astronave volaba sobre la parte de Zirda envuelta en las sombras de la noche, a una velocidad no superior a la de un simple espiróptero terrestre. Allí abajo debían de extenderse las ciudades, las fábricas, los puertos. Mas ni una sola luz se columbraba en las profundas tinieblas, por mucho que los potentes estereotelescopios las explorasen. El trepidante fragor de la atmósfera, al ser hendida por la astronave, tenía que oírse a decenas de kilómetros.

Pasó una hora. Seguía sin aparecer la menor luz. La angustiosa espera se iba haciendo insoportable. Noor conectó las sirenas de aviso. Un espantoso rugido se expandió hacia la insondable negrura de allá abajo. Los hombres de la Tierra confiaban en que, fundido con el fragor del aire, lo oirían los moradores de Zirda, que guardaban un enigmático silencio.

Un resplandor de fuego rasgó las siniestras tinieblas. La Tantra había entrado en la zona iluminada del planeta. Abajo, todo continuaba envuelto en una oscuridad aterciopelada. Las fotografías, ampliadas rápidamente, mostraron que aquello era un tapiz de flores semejantes a negras amapolas terrestres, que se extendía en millares de kilómetros, sustituyendo todo: bosques, matorrales, juncos y hierbas. Las calles de las ciudades resaltaban en el manto sombrío como costillas de esqueletos gigantescos, las construcciones de hierro parecían rojas heridas. No había en parte alguna ni un solo ser vivo, ni un árbol; únicamente aquellas amapolas negras…

La Tantra lanzó una estación-bomba de observación y entró de nuevo en la noche. Al cabo de seis horas, la estación-robot informó acerca de la composición del aire, de la temperatura, de la presión y demás condiciones existentes en la superficie del planeta.

Todo era allí normal, excepto un exceso de radiactividad.

— ¡Monstruosa tragedia! — barbotó con sofocada voz el biólogo Eon Tal, en tanto anotaba los últimos datos suministrados por la estación —. ¡Se han matado ellos mismos y han destruido todo su planeta!

— ¿Será posible? — preguntó Niza, tratando de contener las lágrimas —. ¡Qué espanto!

No me lo explico, pues la ionización no es tan fuerte…

— Desde entonces, han pasado bastantes años — respondió severo el biólogo. Su rostro circasiano, de nariz aguileña y aspecto viril, a pesar de su juventud, tenía una expresión dura —. Esta desintegración radiactiva es precisamente peligrosa porque va aumentando de un modo imperceptible. La cantidad total de emanaciones ha podido ir creciendo durante siglos, kor a kor, como llamamos nosotros a las biodosis de radiación, y de pronto, un salto cualitativo! Se anula la procreación, viene la esterilidad y surgen, por añadidura, las epidemias de origen radiactivo… No es la primera vez que esto ocurre. El Gran Circuito ha conocido catástrofes semejantes…

— Como la del llamado «Planeta del sol violáceo» — resonó detrás de ellos la voz de Erg Noor.

— Lo más trágico — comentó el taciturno Pur Hiss — es que su extraño sol, setenta y ocho veces más luminoso que el nuestro y de la clase espectral A-cero, aseguraba a los habitantes una energía muy elevada…

— ¿Dónde está ese planeta? — inquirió el biólogo Eon Tal —. ¿No es el que el Consejo se propone poblar?

— El mismo. En su honor se dio el nombre de Algrab a la nave que acaba de perecer.

— ¡La estrella Algrab o Delta del Cuervo! — exclamó asombrado el biólogo —. ¡Pero ésa está muy lejos!

— A cuarenta y seis parsecs. Mas nosotros construimos astronaves que hacen raids cada vez más largos…

El biólogo asintió con la cabeza y barbotó que no había sido un acierto dar a aquella astronave el nombre de un planeta perecido.