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— ¡Se ha despertado usted a tiempo! — dijo, en cuanto Niza, luego de darse un baño de electricidad y ondas y de arreglarse, volvió al puesto de comando —. Conecte la música y la luz despertadora. ¡Para todos!

Niza apretó al momento unos botones en hilera, y en todos los camarotes donde dormían los miembros de la expedición surgieron unos resplandores intermitentes y se expandió una melodía singular, de graves y vibrantes acordes en crescendo. El sistema nervioso iba saliendo gradualmente de su inhibición para volver a su actividad normal.

Cinco horas más tarde, todos los tripulantes se reunían en el puesto central de comando, en plena posesión de sus facultades, confortados por el alimento y los tónicos.

Al enterarse de la pérdida del Algrab, cada uno reaccionó a su manera. Pero, como esperaba Erg Noor, todos estuvieron a la altura de las circunstancias. Ni una palabra de desesperación, ni una mirada de miedo. Pur Hiss, que no se había mostrado muy valiente cuando volaban sobre Zirda, recibió la noticia sin estremecerse. Sólo la joven médica Luma Lasvi palideció ligeramente y se pasó la lengua, con disimulo, por los resecos labios.

— ¡Honremos la memoria de nuestros camaradas! — dijo el jefe, iluminando la pantalla del proyector, en la que apareció al momento una fotografía del Algrab hecha antes de partir la Tantra.

Todos se pusieron en pie. Una tras otra, lentamente, empezaron a pasar por la pantalla las imágenes de las siete personas, ya serias, ya alegres, que constituían la tripulación del Algrab. Erg Noor iba mencionando sus nombres y los expedicionarios daban a los muertos su último adiós. Esa era la costumbre tradicional entre los astronautas. Los navíos cósmicos que partían juntos llevaban siempre a bordo una colección completa de fotos de las tripulaciones respectivas. Las astronaves que desaparecían podían vagar aún largo tiempo por los espacios siderales y sus tripulantes continuar vivos largos años. Pero aquello no significaba nada en definitiva, pues la astronave no regresaba jamás. No había ninguna posibilidad real de encontrarla ni de prestarle ayuda. Sus máquinas eran tan perfectas, que las averías leves no se producían casi nunca o se reparaban con facilidad.

Y en cuanto a las graves, nunca se habían podido liquidar en el Cosmos. A veces, como en el caso del Argos, la astronave en peligro tenía tiempo de lanzar una llamada en demanda de auxilio. Pero la mayoría de los mensajes no llegaban a su destino, debido a las enormes dificultades para orientarlos exactamente. En el transcurso de milenios, las emisiones del Gran Circuito habían establecido direcciones exactas y podían además variarlas, transmitiendo mensajes de un planeta a otro. Pero las astronaves se encontraban generalmente en regiones inexploradas donde las direcciones de emisión sólo podían adivinarse de un modo fortuito.

Entre los astronautas predominaba la opinión de que en el Cosmos existían campos neutros o zonas cero que absorbían todas las radiaciones y mensajes. Mas los astrofísicos, por el contrario, consideraban hasta entonces que las zonas cero eran pura fantasía, fruto de la extraordinaria imaginación de los exploradores cósmicos.

Después de la ceremonia fúnebre y de un breve cambio de impresiones, Erg Noor conectó los motores de anamesón. Dos días más tarde, éstos callaron y la astronave empezó a acercarse a la tierra a razón de veintiún mil millones de kilómetros al día. Hasta el Sol quedaban unos seis años terrestres (independientes) de camino. En el puesto central de comando y en la biblioteca-laboratorio el trabajo estaba en todo su apogeo: se calculaba y trazaba la nueva ruta a seguir.

Había que volar durante seis años enteros, consumiendo anamesón únicamente para rectificar el curso. Dicho de otro modo: era preciso conducir la nave guardando con cuidado la aceleración. A todos los inquietaba la región inexplorada 344+2U, entre el Sol y la Tantra, pues no había manera de contornarla: a sus lados, hasta el Sol, se encontraban zonas de meteoritos libres; en los virajes, además, la nave perdía aceleración.

Al cabo de dos meses, la línea de vuelo estaba ya calculada y la Tantra describía una suave curva de igual tensión.

El magnífico navío cósmico se encontraba en perfecto estado, su velocidad se mantenía dentro de los límites previstos. Únicamente el tiempo — cerca de cuatro años dependientes de vuelo — le separaba de la Patria.

Erg Noor y Niza, cansados después de la guardia, se sumieron en largo sueño.

También quedaron en profundo letargo dos astrónomos, el geólogo, el biólogo, el médico y cuatro ingenieros.

Fueron relevados por el equipo siguiente: Peí Lin, experto astronauta que hacía su segundo viaje a los espacios siderales, la astrónomo Ingrid Ditra y el ingeniero electrónico Key Ber, que se había agregado voluntariamente a ellos. Ingrid, con autorización de Peí Lin, iba con frecuencia a la biblioteca contigua al puesto de comando. En unión de Key Ber, viejo amigo suyo, la astrónomo estaba componiendo una sinfonía monumental, La muerte de un planeta, inspirada en la tragedia de Zirda. Peí Lin, hastiado de la musiquilla de los aparatos y de la contemplación de los negros abismos cósmicos, dejó a Ingrid ante el cuadro de comando y se puso a descifrar afanoso unas enigmáticas inscripciones halladas en un planeta — abandonado misteriosamente por sus habitantes —, de las estrellas próximas del Centauro. Creía en el éxito de su ilusoria empresa…

Luego, dos relevos más se sucedieron. Durante ese tiempo la nave se había aproximado a la Tierra en cerca de diez billones de kilómetros y los motores de anamesón no habían sido conectados más que unas horas.

Tocaba ya a su fin la guardia del equipo de Peí Lin, la cuarta desde que la Tantra saliera del lugar del frustrado encuentro con el Algrab.

Terminados sus cálculos, la astrónomo Ingrid Ditra volvióse hacia Peí Lin, que observaba melancólico el palpitar incesante de las rojas agujas en las azules esferas graduadas de los aparatos que medían la intensidad de la gravitación. El retardo habitual en las reacciones psíquicas, al que estaban sujetas hasta las personas más fuertes, se dejaba sentir en la segunda mitad de la guardia. Durante meses y años, la astronave, gobernada automáticamente, seguía el curso señalado de antemano. Si ocurría de pronto algún suceso extraordinario, superior a las fuerzas del dirigente automático, la catástrofe era casi inevitable, pese a la intervención de los hombres. El cerebro humano, por muy bien entrenado que estuviese, no podía reaccionar con la celeridad requerida.

— Me parece que nos hemos adentrado hace tiempo en la región inexplorada 344+2U.

El jefe quería estar aquí de guardia él mismo — dijo Ingrid al astronauta. Peí Lin miró al contador de los días. — De todos modos, dentro de dos días nos relevarán. Por el momento, no se prevé nada de particular. ¿Qué, esperamos hasta que termine nuestra guardia?

Ingrid asintió con la cabeza. Key Ber vino de los compartimentos de popa y ocupó su habitual sillón cerca de los mecanismos de equilibrio. Peí Lin bostezó y levantóse.

— Voy a dormir unas horitas — comunicó a Ingrid.

Ella, dócilmente, dejó su mesa y avanzó hacia el cuadro de comando.

La Tantra, sin oscilación alguna, volaba en el vacío absoluto. Ningún meteorito, ni siquiera lejano, era advertido por los supersensibles detectores de Voll Hod. La ruta de la astronave se apartaba un poco de la dirección del Soclass="underline" en año y medio de vuelo aproximadamente. Las pantallas delanteras mostraban una negrura desértica, pasmosa; diríase que el navío se dirigía al mismo corazón de las tinieblas. Tan sólo los telescopios laterales continuaban clavando en las pantallas las agujas de luz de las innumerables estrellas.