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Una extraña sensación de inquietud sacudió los nervios de la astrónomo. Volvió junto a sus máquinas y telescopios, comprobó una vez y otra sus indicaciones y levantó la carta de la región desconocida. Todo estaba en calma, y sin embargo, Ingrid no podía apartar los ojos de las siniestras sombras que se extendían ante la proa de la nave. Key Ber, que había reparado en la intranquilidad de la astrónomo, llevaba largo rato observando y prestando oído a sus aparatos.

— No encuentro nada raro — dijo al fin —. ¿Qué has creído advertir?

— Yo misma no lo sé; me alarma esa oscuridad extraordinaria. Y me parece que nuestra nave va derecha hacia una nebulosa opaca.

— Sí, ahí debe de haber una nube oscura — confirmó Key Ber —. Pero no te preocupes, no haremos más que «rozar» su borde. ¡Así está calculado! La intensidad del campo de atracción aumenta poco a poco, regularmente. Cuando atravesemos esta zona, nos aproximaremos sin duda a algún centro gravitatorio. ¿Y qué más da que sea oscuro o luminoso?

— Tienes razón — repuso Ingrid, más tranquila.

— Entonces, ¿por qué te inquietas? Seguimos el curso señalado, e incluso más de prisa de lo previsto. Si no hay ningún cambio, llegaremos a Tritón, pese a nuestra escasez de combustible.

La sola idea de arribar a Tritón, el satélite de Neptuno, colmaba a Ingrid de alegría. Allí se hallaba la deseada estación astronáutica, construida en la periferia del sistema solar. Y alcanzar a Tritón era tanto como volver a casa…

— Yo esperaba que nos dedicaríamos a nuestra sinfonía, pero Lin se ha ido a descansar. Él dormirá seis o siete horas, y entre tanto yo pensaré la orquestación para el final de la segunda parte. ¿Sabes? el pasaje donde no conseguimos nunca transmitir integralmente el advenimiento de peligro. Este… — Y Key tarareó unas notas.

— Di-í, di-í, da-ra-rá — resonó inesperadamente, como un eco devuelto por las paredes del puesto de comando.

Ingrid se estremeció y miró asombrada en derredor, pero al momento comprendió… La intensidad del campo de atracción había aumentado, y los instrumentos respondieron con un cambio de melodía del aparato de gravitación artificial.

— ¡Graciosa coincidencia! — exclamó ella, riendo con cierto aire de culpa.

— Se ha producido un aumento de la gravitación, cosa normal al aparecer una nube oscura. Ahora, puedes estar completamente tranquila, y deja dormir a Lin.

Dichas estas palabras, Key Ber salió del puesto de comando. Ya en la biblioteca, profusamente iluminada, se sentó ante un pequeño piano-violín electrónico y abismóse por entero en el trabajo. Habrían pasado unas horas cuando se abrió bruscamente la hermética puerta de la biblioteca y apareció Ingrid.

— Key, querido, despierta a Lin.

— ¿Qué ocurre?

— La intensidad del campo de atracción aumenta más de lo que debiera, según los cálculos.

— ¿Y delante?

— ¡Sigue la oscuridad! — contestó Ingrid, y se fue.

Key Ber despertó al astronauta. Éste se levantó de un salto, entró corriendo en el puesto central de comando y se abalanzó hacia los aparatos.

— No observo nada amenazador. Pero ¿de dónde procederá este campo de atracción?

Es demasiado potente para ser de una nube opaca, y aquí no hay estrella alguna… — Lin quedó un momento pensativo y oprimió el botón de despertar correspondiente al camarote del jefe de la expedición. Reflexionó de nuevo unos instantes y conectó con el camarote de Niza Krit.

— Si no ocurre nada, nos relevarán simplemente — le explicó a la alarmada Ingrid.

— ¿Y si ocurre? Pues Erg Noor no volverá a su estado normal hasta dentro de cinco horas. ¿Qué hacemos?

— Esperar — repuso tranquilo el astronauta —. ¿Qué puede ocurrir en cinco horas aquí, tan lejos de todos los sistemas estelares?…

La tonalidad del sonido de los aparatos bajaba de continuo, prueba indudable de que las circunstancias de vuelo se modificaban. En la angustia de la espera, el tiempo se alargaba interminable. Dos horas transcurridas parecieron toda una guardia. Peí Lin permanecía sereno exteriormente, pero la agitación de Ingrid se había transmitido ya a Key Ber. Miraba con frecuencia a la puerta de la cámara de comando, aguardando la irrupción, impetuosa como siempre, de Erg Noor, aunque sabía que el despertar del largo sueño sería lento.

Un timbrazo prolongado hizo estremecer a todos. Ingrid se agarró a Key Ber.

— ¡La Tantra, está en peligro! ¡La intensidad del campo es dos veces más alta de la calculada!

El astronauta palideció. Había ocurrido lo inesperado. Era preciso tornar inmediatamente una determinación. La suerte de la astronave estaba en sus manos. El acrecentamiento continuo de la fuerza de atracción exigía que se aminorase la marcha de la nave no sólo porque su peso aumentaba, sino porque en medio de su camino se encontraba evidentemente una gran acumulación de materia compacta. Mas si se aminoraba la marcha, ¡no habría después manera de tomar nuevamente velocidad! Peí Lin apretó los dientes, y dio vuelta a la manija de conexión de los motores iónicos planetarios de freno. Un sonoro golpeteo se fundió con la melodía de los instrumentos, acallando el pertinaz timbrazo del aparato que calculaba la correlación entre la fuerza de atracción y la velocidad. El timbre cesó de repiquetear y las agujas corroboraron el éxito: de nuevo, la velocidad no era peligrosa y se acercaba a la que correspondía a la creciente gravitación. Pero apenas hubo desconectado Peí Lin los frenos, volvió a resonar: la amenazadora fuerza gravitatoria exigía que se disminuyese la marcha. Ya no cabía duda de que la astronave iba derecha hacia un potente centro de atracción.

El astronauta no se decidió a cambiar el curso, fruto de un gran trabajo y una extrema exactitud. Utilizando los motores planetarios, frenó otra vez la astronave, aunque ya era evidente el error cometido al trazar la ruta a través de una masa desconocida de materia.

— El campo de atracción es muy grande — indicó Ingrid a media voz —. Tal vez…

— ¡Hay que aminorar aún más la marcha, para virar! — gritó el astronauta —. Pero ¿cómo acelerarla después?… — y en sus palabras se percibía una indecisión fatal.

— Ya hemos atravesado la zona externa vertiginosa — repuso Ingrid —. La gravitación aumenta con rapidez y sin cesar.

Oyóse un golpeteo frecuente y sonoro: los motores planetarios habían comenzado a funcionar automáticamente, cuando la máquina electrónica que gobernaba la nave percibiera delante una enorme acumulación de materia. La Tantra empezó a balancearse.

A pesar de la incesante aminoración de la marcha, las personas que se encontraban en el puesto central de comando empezaron a perder el conocimiento. Ingrid cayó de rodillas, mientras Peí Lin, en su sillón, se esforzaba por alzar la cabeza, pesada como el plomo.

Key Ber sintió un miedo absurdo, zoológico, y un desamparo infantil.

El golpeteo de los motores, cada vez más precipitado, se convirtió en un rugido continuo. El «cerebro» electrónico de la nave luchaba — en lugar de sus dueños, medio desvanecidos —, potente a su manera, pero limitado, ya que era incapaz de prever las complejas consecuencias y de hallar una solución en los casos excepcionales.

Disminuyó el balanceo de la Tantra. Las columnillas indicadoras de las reservas de cargas iónicas planetarias descendían raudas. Al recobrarse, Peí Lin comprendió que el extraño acrecentamiento de la fuerza de atracción era tan rápido, que se requería tomar urgentes medidas para detener la marcha de la nave y cambiar bruscamente de ruta.

Movió hacia adelante la palanca de los motores de anamesón. Cuatro altos cilindros de nitrito bórico, visibles por una mirilla del cuadro de comando, se iluminaron interiormente.