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René Barjavel

La noche de los tiempos

A Andre Cayatté, padre de esta aventura e inspirador de este libro, se lo dedico con mi amistad.
A Estela, mi Elea

Título: La noche de los tiempos

Autor: Barjavel, René

Título originaclass="underline" La nuit des temps

Traductor: Dosia Piñeiro Pearson

Editoriaclass="underline" EMECE Editores S.A.

ISBN: 9788473861335

Mi bien amada, mi abandonada, perdida, te he dejado allí, a lo lejos en el fondo del mundo, he vuelto a mi habitación de hombre de ciudad, con sus muebles familiares sobre los cuales tantas veces he posado mis manos cariñosas, con sus libros que me han nutrido, con su vieja cama de madera de cerezo silvestre donde he dormido mi infancia, y donde esta noche, en vano he buscado el suelo. Y todo este ambiente que me ha visto crecer, dar un estirón, hacerme yo, me parece hoy extraño, imposible. Este mundo que no es el tuyo se ha tornado un mundo falso, en el cual mi lugar nunca existió.

Sin embargo es mi país, lo he conocido…

Será preciso reconocerlo, volver a aprender a respirar en él, a hacer mi trabajo de hombre en medio de los hombres. ¿Seré capaz?

Llegué anoche por el jet australiano. En el aeropuerto de Paris-Nord, una jauría de periodistas me esperaba, con sus micrófonos, sus cámaras fotográficas, sus innumerables preguntas. ¿Qué podía contestar?

A ti todos te conocían, hablan notado el color de tus ojos sobre su pantalla, la increíble distancia de tu mirada, las formas turbadoras de tu cara y de tu cuerpo. Aún quienes no te habían visto mas que una sola vez, no te podían olvidar. Yo los sentía, detrás de sus reflejos de curiosidad profesional, secretamente emocionados, destrozados, heridos… Pero puede ser que fuese mi propia pena que yo proyectaba sobre sus rostros, mi propia herida que sangraba cuando ellos pronunciaban tu nombre…

He vuelto a mi cuarto. No lo he reconocido. La noche ha pasado. No he dormido. Detrás de la pared de vidrio, el cielo que era negro se ha vuelto desconocido, las treinta torres de la defensa se tiñen de rosa. La torre Eiffel y la torre Montparnasse hunden sus bases en la bruma. El Sacre-Coeur parece una maqueta de yeso posada sobre algodón. Bajo esta bruma intoxicado por sus fatigas de ayer, millones de hombres se despiertan, ya extenuados de antemano.

Del lado de Courbevoie, una chimenea alta despide un humo negro que la noche trata de retener. Sobre el Sena, un remolcador pega su grito de monstruo triste. Siento un escalofrío. Nunca, nunca más tendré calor en mi sangre y en mi carne…

El doctor Simon, con las manos en los bolsillos, la frente apoyada sobre la pared de vidrio de su cuarto, observa París, en el cual comienza a despuntar el día. Es un hombre de treinta y dos años, alto, delgado, moreno. Está vestido con un pullover grueso de cuello volcado, color pan tostado, un poco deformado, gastado en los codos, y un pantalón de terciopelo negro. Sus pies están descalzos sobre la alfombra. Los rulos de una barba corta, castaña ocultan parte de su rostro; es la barba de alguien que la dejó crecer por necesidad. Debido a los anteojos que ha usado durante el verano polar, el hueco de sus ojos es claro y frágil, vulnerable como la piel cicatrizada de una herida. Sus frente ancha, un poco disimulada por los primeros mechones de su pelo corto, es ligeramente convexa sobre los ojos, y atravesada por una profunda arruga de sol. Sus párpados están hinchados, el blanco de los ojos tiene pequeñas estrías rojas.

No puede dormir, ya no puede llorar más, no puede olvidar, es imposible…

La aventura comenzó por una misión de las más banales, la rutina, lo cotidiano, lo ordinario. Hacia años que el trabajo sobre el continente antártico no era ya asunto de intrépidos, sino de sensatos organizadores. Se tenía todo el material que hacía falta para luchar contra los inconvenientes del clima y de la distancia, para conocer lo que se buscaba aprender, para asegurar a los investigadores un confort que hubiese merecido por lo menos tres estrellas, y personal necesario completo poseyendo todos los conocimientos indispensables. Cuando el viento soplaba demasiado fuerte, uno se encerraba y lo dejaba soplar; cuando se calmaba, volvía a salir y cada cual ejecutaba lo que debía hacer. Se había recortado el continente sobre el mapa, como si fueran trozos de melón, y la misión francesa se había instalado de manera permanente en la base Paul — Emile Victor, había dividido su trozo en pequeños rectángulos y trapecios que exploraba sistemáticamente el uno después del otro. Ella sabia que allí no se podía encontrar más que hielo, nieve y viento, viento, hielo y nieve. Y por debajo, rocas y tierra como en todas partes. Ello no tenía nada de exaltante, pero sin embargo era apasionante, porque se estaba lejos del óxido de carbono y de los atascamientos, y además uno se hacia la ilusión de ser un pequeño héroe explorador, desafiando horribles peligros; y también porque se estaba entre amigotes.

La misión acababa de terminar la investigación del trapecio 381, el expediente estaba cerrado, un duplicado enviado a la Sede de París, y había que pasar a la segunda parte. Burocráticamente debería seguirse del 381 al 382, pero sin embargo no se hacia así. Intervenían las circunstancias, los imponderables, y la necesidad de un mínimum de variedad.

La misión acababa precisamente de recibir un nuevo aparato de sondeo subglacial de concepción revolucionaria, cuyo constructor, pretendía será capaz de detectar los mínimos detalles del suelo bajo un espesor de varios kilómetros de hielo. Louis Grey, el glaciólogo, de treinta y siete años, catedrático de geografía, estaba ansioso de probarlo comparando su trabajo con el de los sondeadora clásicos. Se decidió, por lo tanto, que un grupo iría al cuadrado 612 a levantar un plano del suelo subglacial, que estaba situado apenas a un centenar de kilómetros del Polo Sur.

En dos viajes, el pesado helicóptero depositó sobre el lugar de operación a los hombres, sus vehículos y todo el material.

El sitio ya había sido sondeado a «grosso modo» con los métodos y aparatos habituales. Se sabía que profundidades de 800 a 1.000 metros de hielo estaban cercanas a abismos de más de 4.000 metros. A los ojos de Louis Grey, ello constituía un campo de experiencia ideal para probar el nuevo aparato. Era esto pensaba él, lo que había motivado su elección. Hoy en día, nadie se anima a creerlo. Con todo lo que se ha relevado desde entonces, fue una casualidad, lo que hizo venir a estos hombres a este punto preciso del continente, antes que a otro lugar cualquiera de este desierto de hielo, más grande que Europa y los Estados Unidos juntos?

Muchos espíritus serios piensan ahora que Louis Grey y sus compañeros fueron «llamados». ¿Por qué procedimiento? Esto nunca ha sido aclarado. Ni se ha discutido semejante cosa. Había problemas mucho mayores y más urgentes por elucidar. La verdad es que Louis Grey, once hombres y tres snowdogs se posaron exactamente en el sitio donde hacía falta.

Y dos días después, todos estos hombres sabían que habían ido al encuentro de un acontecimiento inimaginable. Dos días… ¿Cómo hablar aquí de días y noches? Se estaba a principios de diciembre, es decir en pleno verano austral. El sol no se ponía jamás. Daba vueltas alrededor de los hombres y los camiones, sobre el borde de su mundo redondo, como para vigilarlos de lejos y por todos lados. Pasaba hacia las nueve de la noche detrás de un montaña de hielo, reaparecía hacia las 10 a su otro extremo, y hacia medianoche parecía a punto de sucumbir y desaparecer bajo el horizonte que comenzaba a tragarlo. Se defendía hinchándose, deformándose, se volvía rojo, ganaba la batalla y retomaba lentamente sus distancias y su ronda de centinela. Recortaba alrededor de la misión un inmenso disco blanco y azul de frío y soledad. Del otro lado, más allá de esos bordes lejanos sobre los cuales montaba guardia, detrás de él, estaba la Tierra, las ciudades y las muchedumbres, y los campos con vacas, pasto, árboles y pájaros que cantaban.