Era un muchacho alto, delgado, más bien rubio, de modales muy finos. Daba la impresión, por su elegancia natural, de haber hecho confeccionar su vestimenta polar en la casa Lanvin. Los antiguos no podían dejar de sonreír, mirándolo. Eloi lo había apodado «Comexquis», lo que le iba perfectamente.
Se bajó del snowdog en silencio, escuchando con un aire reservado las apreciaciones de Grey sobre su «utensilio». Según el glaciólogo, la nueva sonda desvariaba completamente. Él no había visto nunca ni la más antigua chatarra dibujar un perfil semejante.
— No has vuelto de tu sorpresa… — dijo Brivaux, que esperaba cerca del snowdog-laboratorio.
— ¿Eres tú el que ha llamado?
— Soy yo, papá…
— ¿Qué pasa?
— Entra, ya verás…
Y vieron…
Ellos vieron los cuatro relevamientos, los cuatro perfiles, todos distintos, y todos parecidos. El de la sonda nueva estaba inscripto sobre un film de 3 mm, Grey lo había seguido sobre la pantalla de control. Los otros miembros de la misión lo descubrieron sobre la pantalla del laboratorio.
Aquello que las tres otras sondas habían dejado suponer, el aparato nuevo lo demostraba con la evidencia. Hacía desfilar sobre la pantalla, con una claridad que no dejaba lugar a dudas, perfiles de escaleras derribadas, de paredes rotas, de cúpulas hundidas, de balaustradas helicoidales torcidas, todos los detalles de una arquitectura que una mano gigantesca parecía haber dislocado y triturado.
— Ruinas. — dijo Brivaux.
— No es posible… — respondió Grey con una voz que apena! osaba hacerse oír.
— ¿Y por qué? — preguntó Brivaux, tranquilamente.
Brivaux era hijo de un paisano montañés de la Saboya, el último de su pueblito que continuaba criando vacas, en vez de ordeñar a los turistas parisienses amontonados de a diez por metro cuadrado de nieve o de hierba pelada. Brivaux padre, había rodeado su trozo de montaña de un alambre tejido y postes «Prohibido entrar». En esta prisión vivía en libertad.
Su hijo había heredado de él los ojos azul claro, los cabellos negros y la barba rojiza, su humor parejo y su equilibrio. Veía las ruinas, como todos los que estaban ahí y que sabían interpretar un perfil, y que sin embargo no creían en ellas. Él sí creía porque las veía. Si hubiese visto a su propio padre bajo el hielo, se hubiese sorprendido un segundo, luego habría dicho: «¡Vaya es papá….»
Pero los miembros de la misión no podían dejar de rendirse a la evidencia. Los cuatro relevamientos se recortaban y se confirmaban los unos a los otros.
El dibujante Bernard fue el encargado de hacer una síntesis. Una hora más tarde, presentaba su primer bosquejo. No se parecía a nada conocido. Era enorme, extraño, desquiciado. Era una arquitectura titánica destrozada por algo más grande todavía.
— ¿A qué profundidad están estos chismes? — preguntó Eloi.
— ¡Entre 900 y 1.000 metros! — dijo Grey con un aire furioso, como si hubiese sido el responsable de la enormidad de la información.
— ¿Quiere decir que están ahí desde hace cuánto tiempo?
— No se puede saber… Nunca hemos perforado tan hondo.
— Pero los americanos lo han hecho — dijo sosegadamente Brivaux.
— Si… Los rusos también…
— ¿Han podido fechar sus muestras? — preguntó Simon.
— Siempre se puede… Eso no quiere decir que sea exacto.
— Exacto o no, ¿cuánto han calculado?
Grey se encogió de hombros de antemano, por lo absurdo de lo que iba a decir.
— Alrededor de 900.000 años, con unos siglos de aproximación…
Hubieron exclamaciones, luego un silencio estupefacto. Los hombres reunidos en el camión miraban sucesivamente el bosquejo de Bernard y las últimas líneas del perfil, inmóviles sobre la pantalla. De golpe acababan de comprender la inmensidad de su ignorancia.
— Es imposible — dijo Eloi—. ¿Son hombres los que han fabricado eso? Hace 900.000 años, no habla hombres, no habla más que monos.
— ¿Quién te ha dicho eso, tu dedo meñique? — dijo Brivaux.
— Lo que sabemos de la historia de los hombres y de la evolución de la vida sobre la tierra — dijo Simon—, no es mayor que el tamaño de un excremento de pulga sobre la plaza de la Concorde…
— ¿Y bueno? — dijo Eloi.
— Señor Lancieux, pido disculpas a su aparato — dijo Grey.
Lancieux, «Comexquis». Nadie tenia ganas de llamarlo así, aun mentalmente. No cabían más en la cabeza de esos hombres las bromas de colegiales que de costumbre los ayudaban a soportar el frío y la largura del tiempo.
El mismo Lancieux ya no se parecía más a su sobrenombre. Estaba ojeroso, las mejillas ásperas, aspiraba un cigarrillo apagado y torcido, y al escuchar a Grey, meneaba la cabeza con aire ausente.
— Es una mecánica sensacional — decía el glaciólogo—. pero hay otra cosa… No le prestan atención. Muéstresela… Y dígales lo que piensa de ella…
Lancieux apoyó sobre un botón de rebobinaje, luego sobre el botón rojo, y la pantalla se iluminó, mostrando de nuevo el lento desfile del perfil de las ruinas.
— Es ahí que hay que mirar — dijo Grey.
Su dedo mostraba, en la parte superior de la pantalla, arriba del trazado desigual del subsuelo, una línea rectilínea apenas visible, finamente ondulada, de una regularidad perfecta.
Efectivamente, nadie le había prestado atención, pensando que quizá fuera una línea de referencia, una marca o cualquier cosa, pero nada significativo.
— Dígales… — repetía Grey—. Dígales lo que usted me ha dicho. A esta altura de las cosas…
— Preferiría — dijo Lancieux, con voz molesta—, hacer primero una nueva prueba. Ninguna de las otras sondas lo ha registrado…
Grey le cortó la palabra:
— ¡No son lo bastante sensibles.
— Puede ser — dijo Lancieux, con voz suave—. Pero no es seguro… Quizá sea solamente porque no están regulados sobre la frecuencia exacta…
Se lanzó con Brivaux, en una discusión en la cual intervinieron pronto los otros técnicos del grupo, cada uno sugiriendo las modificaciones que convenía hacerle a las sondas, según su opinión.
El doctor Simon llenó su pipa y salió.
No soy un técnico. No mido mis enfermos. Trato más bien de comprenderlos. Pero hay que poder hacerlo. Soy un privilegiado…
Mi padre que era médico en Puteaux, veía desfilar en su consultorio a más de cincuenta clientes por día. ¿Cómo poder saber lo que son, lo que tienen? Sólo cinco minutos de examen, la pinza para perforar la tarjeta, la máquina de diagnóstico, la receta impresa, la hoja S.S. la estampilla que paga, el sello que se coloca y se acabó, váyase a vestir, que entre el siguiente. Odiaba su profesión, tal como el y sus colegas se veían obligados a ejercerla. Cuando se me presentó la ocasión de venir aquí, me presionó con toda energía. ¡Vete! ¡Vete! Tendrás un puñado de hombres para cuidar. ¡Una aldea! Podrás conocerlos a todos…
Se murió el año pasado, agotado. Su corazón le falló. No tuve ni siquiera el tiempo de llegar. Sin duda nunca se le ocurrió perforar su pequeña tarjeta personal, y deslizarla en la ranura de su médico electrónico. Pero había pensado en enseñarme ciertas cosas que había aprendido de su padre, a su vez médico en Auvernia. Por ejemplo, tomar el pulso, mirar una lengua, y el blanco de una córnea. Es prodigioso lo que un pulso puede revelar sobre el interior de un hombre. No solamente el estado momentáneo de su salud, sino sobre sus tendencias habituales, su temperamento y aun su carácter, sea este superficial o profundo, agresivo o imposible de provocar, recto o ladino, pacífico o combativo, suave o áspero, según pase de largo o que se dé aires. Existen pulsos distintos: del sano y del enfermo, del jabalí y del conejo.