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Tengo también, por supuesto, como todos los médicos, un aparato de diagnostico y pequeñas tarjetas. ¿Qué médico no lo tiene? Sin embargo no lo uso sino para tranquilizar a aquellos que sienten más confianza en la máquina que en el hombre. Acá, felizmente, no son numerosos. Acá, es el hombre quien cuenta.

Cuando Brivaux dejó la chacra de su padre para ir a Grenoble a seguir unos estudios que lo entusiasmaban, tranquilamente había trastornado los programas y había quemado las etapas. Egresado el primero de la escuela de electrónica habiendo ganado un año, habría podido trasformar su diploma de ingeniero en un puente de oro. Porque, le explicaba al doctor Simon, su amigo: «hacer electrónica acá, es entretenidísimo… Se está a dos dedos del polo magnético, en pleno vaivén de partículas ionizadas, en pleno soplo del viento solar, y una cantidad de cosas extrañas que todavía no se conocen. Eso hace una ensalada interesante. Uno se puede ingeniar…»

Extendía los brazos en posición horizontal y agitaba los dedos, como para invitar a las corrientes misteriosas de la Creación a penetrar en su cuerpo y recorrerle. Simon Sonreía, imaginándolo como el Neptuno de la electrónica, de pie en el polo, sus cabellos plantados en las tinieblas del cielo, su barba rojiza hundida en las llamas de la Tierra, sus brazos tendidos en el viento perpetuo de los electrones, distribuyendo a la naturaleza los flujos e influjos vivientes del planeta — madre. Pero era en los trabajos menudos donde manifestaba ser una especie de genio. Sus dedos gordos y velludos eran increíblemente hábiles, y su ciencia asociada a un instinto infalible, le decía exactamente lo que había que hacer. Él sentía la corriente como los animales perciben el agua. Y sus dedos, inmediatamente, le fabricaban una trampa eficaz. Tres cabos de hilo, un circuito, y él torcía, reunía, pegaba, soldaba, un soplo de humo, un olor a resina, y ya estaba; un dial comenzaba a animarse, un arabesco palpitaba sobre la superficie de la pantalla.

El problema que le planteó Lancieux, para él no era tal. En menos de una hora había manipulado las tres sondas clásicas, y los equipos volvían a funcionar. Lo que ellas iban a buscar era tan pasmoso que seguramente volverían sin solución. Salvo Lancieux que conocía bien su aparato, todo el mundo pensaba que la pequeña línea ondulada era efecto del capricho de la nueva sonda. Un «fantasma» como dice la gente de televisión.

Cuando ellos volvieron, el sol se dejaba cortar por la montaña de hielo. Todo era azul, el cielo, las nubes, el hielo, el vaho que despedían sus narices, sus caras. El anorak de Bernard era color ciruela. No volvían con las manos vacías. La línea ondulada se había inscripto sobre sus bandas registradoras, bajo la forma de una línea recta. Menos «detallada», había perdido su pequeño rizado. Pero estaba ahí. Habían encontrado bien lo que fueron a buscar.

Comparando sus relevamientos con el de Lancieux, Grey había podido localizar un punto preciso del suelo subglaciar. Lo proyectó sobre la pantalla del snowdog. Parecía representar un gigantesco pedazo de escalera, volcado y roto.

— Mis hijos — dijo Grey con una voz sin timbre—, ahí… hay ahí…

Tenía en su mano izquierda un papel que temblaba. Calló, carraspeo. Su voz quedó opaca. Golpeó la pantalla con el folleto arrugado.

Tragó saliva, y explotó:

— ¡Gran Dios, mierda! ¡Es pura locura! ¡Pero existe! ¡Las sondas no pueden volverse idiotas, las cuatro! ¡No solamente hay ruinas de no se qué, pero en medio de este guijarral, ahí, en ese lugar, justo ahí, hay un transmisor de ultrasonidos que funciona!

Era eso, la pequeña línea misteriosa, era el registro de la señal emitida por este transmisor que funcionaba, con la lógica, desde hacía más de 900.000 años… Era demasiado enorme para ser creíble, nos remontábamos más allá de la historia y de la prehistoria, se derribaban todas las teorías científicas, ya no estábamos a Ia escala de lo que estos hombres sabían. El único que aceptaba el acontecimiento con placidez, era evidentemente Brivaux. El único que había nacido y se había criado en el campo. Los otros en las ciudades, habían crecido en medio de lo provisorio, de lo efímero, de lo que se edifica, se incendia, se derrumba, cambia, se destruye. Él, en la vecindad de las rocas Alpinas, había aprendido a calcular a lo grande, y a encarar la duración.

— Todos nos van a tomar por locos — dijo Grey.

Llamó a la base por radio y pidió el helicóptero para llevar al grupo de vuelta con urgencia.

Pero se había olvidado de la rubeola. El último piloto disponible acababa de caer en cama.

— Está André que anda mejor — dijo el radiotelegrafista de la base, dentro de tres o cuatro días se lo podremos mandar. Pero ¿por qué quieren volver? ¿Qué pasa? ¿Hay fuego en la banquisa?

Grey cortó. Esta broma estúpida, había sido demasiado utilizada.

Diez minutos más tarde, el jefe de la base, Pontailler Mismo, volvía a llamar muy inquieto. Quería saber por qué la misión deseaba volver. Grey lo tranquilizó, pero se rehusé a decirle cosa alguna.

— No basta con que te lo diga, es preciso que te lo muestre — dijo—, sino pensarás que todos nos hemos trastornado; mándanos buscar en cuanto puedas.

Y colgó.

Cuando el helicóptero llegó al punto 612, cinco días más tarde, Pontailler estaba adentro, y fue el primero en saltar a tierra.

Los hombres de Grey habían pasado esos cinco días en una excitación y una alegría crecientes. Pasada la estupefacción del primer momento, habían aceptado las ruinas, aceptado el transmisor, los habían hechos suyos. Su mismo misterio y su inverosimilitud los exaltaba como niños que entran en un bosque donde las hadas existen verdaderamente. Y ellos habían acumulado los relevamientos y las grabaciones. Bernard, sobre las coordenadas suministradas por el aparato, trabajaba en una especie de plan audaz, lleno de incógnitas y de espacios en blanco, pero que ya tomaba e! aspecto de un paisaje fantástico, mineral, desierto, destrozado, desconocido, pero Humano.

Brivaux se había agenciado un magnetófono y lo había acoplado a la nueva sonda. Obtuvo una banda magnética y convidó a sus amigos a venir a escucharla. No oyeron nada, luego nada, y todavía nada.

— Hay clavos sobre tu aparato — gruñó Eloi…

Brivaux sonrió.

— Todo Estaré en silencio — dijo—. Ustedes no pueden oír los ultrasonidos pero están ahí, se los garantizo. Para oírlos, se precisaría un reductor de frecuencia. Yo no lo tengo. No lo hay en la base. Habrá que ir a París.

Habrá que ir a París. Fue igualmente la conclusión de Pontailler, cuando lo pusieron al corriente; al principio rehusé y después lo aceptó frente a la evidencia del descubrimiento. No se podía hablar de esto ni por radio, con todos los oídos del mundo escuchando día y noche los secretos y las charlas. Había que llevar los documentos a la sede de París. El jefe de Expediciones Polares decidiría a quién o qué comunicaría. Mientras tanto, cada uno debía callarse. Como decía Eloi «esto corría el riesgo de ser una cosa sensacional».

He tomado el avión de Sydney. Con dos semanas de retraso y con el deseo de volver muy pronto. Ya no estaba aguijoneado por el anhelo del café—crema. Realmente no había allá, bajo el hielo, algo mucho más excitante que el olor del café y de los parisienses mal lavados en la mañana temprana.

El avión subió sobre su soplo, como una pelotita de plástico sobre un chorro de agua, y dio un poco vuelta sobre sí mismo a la búsqueda de su rumbo, luego lanzó un rugido y saltó hacia el norte y hacia arriba, en una pendiente de 50 grados. A pesar de los asientos reclinables y rellenos como una nodriza, produce un efecto extraño el subir a una inclinación y a una aceleración semejantes. Pero es un avión que no transporta sino a veteranos aguerridos, y que no corre el riesgo de romper vidrios con sus «Bangs». Luego los pilotos se dan el gusto de demostrar atrevimiento.