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No se saludaban. El último en llegar proclamaba un «¡Buenos días, señores!» dirigido a todo el mundo, y el que quisiera darse por saludado, allá él. Don Perico y el Vate ya habían olvidado las últimas palabras cruzadas entre ellos. Trataban de poesía, eso sí lo recordaban ambos, y también que el Vate se proclamaba seguidor de Zorrilla, de Campoamor y todo lo más, de Rubén Darío y de Vicente Medina, en tanto que don Perico no ocultaba, antes bien, exhibía su secuacidad de la literatura más moderna, empezando por Gómez de la Serna. Pero quién había llamado Jumento al otro era materia de discusión. Cada uno de ellos, cuando se traía a colación el episodio, decía invariablemente: «Fue él, y a mí nadie me llama Jumento impunemente, y menos por una cosa así.» Antes del episodio, se saludaban y hasta se daban la mano, todos los días, por encima del tenderete del escritorio, pero, a partir de entonces, no volvieron a saludarse. Si don Perico hacía en verso sus epigramas era porque el Vate le negaba todo talento para la versificación; pero el Vate hacía los suyos en prosa por una razón equivalente: en la ciudad, se consideraba a don Perico como el único, como el insuperable prosista y, el resto, nada.

De modo que a Pepe Ansúrez no le cupo la menor duda de que aquel caballero, un poco calvo va, que se sentaba al otro lado de la mesa, y que esta mañana, como de miércoles, llevaba la corbata colorada moteada de violeta, era el autor de la crónica anticipada de la gran función preparada por la Caja en la que, entre otras glorias de distinta naturaleza, resaltaría la gloria poética del Vate, quien todavía dudaba entre la recitación del soneto a la señora del Director dando de mamar a su niña y el romance a la Llegada, una a una, de todas las bellezas que gastaban su juventud ante máquinas de escribir y computadoras, y todo porque a la señora del Director no le gustaba la palabra mamar, tan ordinaria, y ponía ciertos reparos al uso de pechos, por mucho que rimase con hechos y con helechos.

La crónica, que El Progreso debía publicar anticipada, decía también que el Capitán General no había querido asistir, y que había enviado en su lugar al ayudante de menor graduación, lo cual era sin duda una muestra de desprecio al talento poético del Vate Ansúrez, quien, después de todo, era hijo de un flautista de la Banda de Infantería de Marina graduado de suboficial.

El Vate no dijo nada en toda la mañana, ni siquiera cambió de humor, como si no se hubiera enterado, o como si no le importase, como creían los que le habían ido con el cuento; pero cuando sonaron los timbres y todo el mundo salió, él se emparejó, según su costumbre, con Elisa Pérez, con la cual iba a casarse, y estaban va amonestados. Se emparejó con ella, la besó en la mejilla delante de todo el mundo y del bracete, se fueron a la cafetería donde todos los mediodías tomaban el vaso y unos pinchos antes de comer, y fue allí donde él se explayó en quejas y en temores, pero ella le respondió: «Deja eso de mi cuenta y no se hable más», y el resto del tiempo lo consumieron ella explicando y él maravillándose del juego de cama de matrimonio que le estaban bordando las monjas y que era una preciosidad.

Elisa Pérez estuvo a la puerta de El Progreso a las cuatro menos cinco; a las cuatro en punto llegó Rey Martínez fumándose un farias. Entraron juntos, y ella le dijo que venía a pedirle que no publicase anticipadamente la crónica de marras; él le respondió que tales favores no los hacía gratis, y Elisa retrucó que eso ya lo sabía, que contaba con ello y que venía preparada, de modo que fue ella misma la que echó la llave del despacho y la que se fue a un rincón, mientras él miraba unos papeles y apartaba los urgentes. «Aquí está la crónica esa, lo que tú quieres…» Lo que ella quería estaba claro: Rey Martínez acudió al rincón, donde ella le esperaba con las faldas remangadas. Continuaron, aunque no quietos: ella, silenciosa; él, de rodillas, bufando como una locomotora, y cuando él, derrengado, se sentó en la mesa de su despacho y dejó caer la cabeza sobre los brazos, la cana oculta, ella dio de pataditas a las bragas azules hasta dejarlas debajo de una butaca; luego cogió las cuartillas y las guardó en el bolso. «Adiós, precioso», dijo con sorna; abrió la puerta y salió. Rey Martínez levantó la cabeza y una mano temblorosa buscó, encima de la mesa, las cuartillas… «¡Esa zorrupia…!»