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…La brisa marítima levantaba de las dunas ribereñas finos dardos de arena, que emitían un sonido vibrante, evocador de los plañidos de las almas en pena. Cuando al Padre Prior del monasterio de benedictinos de San Nazaire se le ocurrió semejante comparación, no pudo menos de sonreírse. El monasterio se levantaba a unas leguas de la costa del Golfo de Vizcaya, en la alta orilla del Loire, y se veía muy bien a la luz del sol poniente. Desde el monasterio, acompañados por el monótono cántico de dos monaguillos ya afónicos, hundiéndose en la fina arena y casi sin resuello, venían arrastrándose de rodillas los monjes benedictinos, con el Padre Prior caminando al frente.

Delante de los hermanos iba Fray Lorenzo Picard, causante, en realidad, de la singular procesión.

Una esquelita del Papa Clemente V, redactada en un estilo demasiado elegante y rebuscado para no ser una simple orden, disponía que en el monasterio de San Nazaire se dedicaran a la “búsqueda de las prodigiosas substancias que convierten los metales corrientes en oro, en el oro que tanto necesitamos ahora, en estos dificilísimos tiempos que atravesamos, cuando nuestros hermanos en Jesucristo nos han vuelto la espalda hasta el extremo de que los Superiores de la aborrecida por Dios Orden de los Templarios, poseyendo el secreto de la piedra filosofal, se niegan a comunicárnoslo”.

Cuando el Padre Prior leyó la esquelita, no se rió, no; sólo sonrió con respeto, lo cual, a decir verdad, no dejaba de ser una buena prueba de escepticismo. Resultaba demasiado evidente que la misiva había sido dictada por uno de los espías de Felipe IV, que siempre pululaban por la residencia del Papa. Felipe el Hermoso, el “Hermosillo”, como le llamaba con muy poco respeto casi la mitad de Francia, había dilapidado todos sus medios, ya de por sí muy exiguos, en la lucha contra el Papa Bonifacio VIII, y que mantuvo con la tozudez y ferocidad de un hurón. Su sucesor, en cambio, fue un complaciente aliado del rey.

El Padre Prior sabía muy bien que el Papa no había elegido su monasterio por casualidad. Hacía ya unos 20 años que San Nazaire sobresalía de los demás monasterios por la sabiduría de sus moradores. Y el mérito principal en ello correspondía al hermano Lorenzo Picard, el mismo que ahora se arrastraba de rodillas por la arena, ayudándose con las manos, respirando más fatigosamente que los demás.

La libertad de costumbres de los monjes de San Nazaire había llegado a ser, por así decirlo, una tradición santificada por los años. Ni siquiera la falta a la misa de alba era considerada allí un pecado mortal. Esa fue la razón de que Lorenzo Picard, que ingresó en el monasterio en 1287, pudiera dedicarse con entera libertad al estudio de las Ciencias Naturales, alcanzando no pocos éxitos en ese campo. El autor del antedicho libro dice que Lorenzo Picard inventó incluso el telescopio —¡200 años antes que Galileo!—, con el que observaba la Luna, y que dejó a la posteridad una obra sobre las maravillosas propiedades de una substancia —conocida hoy como óxido de mercurio—, que podía ser convertida infinidad de veces en brillante mercurio, y viceversa. Por cierto que este último descubrimiento lo habían hecho mucho antes que él los árabes. Pero es muy probable que él no lo supiera.

Así había transcurrido la tranquila y sosegada vida de Fray Lorenzo en el monasterio de San Nazaire, una vida que jamás se vio alterada por intrigas de los hermanos benedictinos, los cuales, afortunadamente, se distinguían por su alegría y buen humor. Y así siguieron marchando las cosas hasta el día en que llegara al monasterio la carta del Papa Clemente. El plazo concedido para hallar la receta de la preparación del oro era muy corto, ya que el Papa no abrigaba la menor duda de que dicha receta exsstía.

Las triunfales declaraciones de los Templarios, en las que éstos se jactaban de poder obtener oro en grandes cantidades, no hacían más que acrecentar la impaciencia de Su Santidad. Verdad es que algunos cardenales allegados a él, muy bien informados, le habían insinuado cautelosamente que los Templarios, más que a la “piedra filosofal”, debían el oro que acumulaban a crímenes y chantajes. Pero el instruido Papa aducía al instante como prueba las obras del famoso Amoldo Villanovanus, cuyo nombre hacía furor a la sazón en todos los estados de la Europa Occidental. Villanovanus afirmaba haber hallado la “piedra filosofal”, que tenía la propiedad de convertir el mercurio en oro.

Convendría señalar aquí que Viillanovanus, según todas las apariencias, era un redomado picaro. No conformándose con describir la “piedra filosofal”, habló también del “elixir de la vida”, el cual no era sino alcohol etílico poco purificado, que, en efecto, producía a quien lo tomaba la más agradable sensación de alegría. Pero el propio inventor sabía muy bien con qué convidaba a sus crédulos contemporáneos; con el “elixir” que extraía del ¡vino de uva corriente!

Volviendo a nuestro relato diremos que, como era de esperar, la búsqueda de la “piedra filosofal” se le encomendó a Lorenzo Picard. Guando éste trató de negarse, aduciendo con cierta falta de sinceridad que todos sus pensamientos estaban fijos en Dios, el Nuncio de Su Santidad se enfadó mucho y manifestó que por primera vez veía semejante actitud ante un documento sagrado, firmado por el Papa, como el que acababa de presentar. Y al decirlo había lanzado una mirada tan significativa al Padre Prior, que éste, levantando los brazos ante la imagen de San Nazaire, se apresuró a asegurar al alto dignatario que, dadas las aptitudes del Hermano Lorenzo, el oro pronto se podría sacar del monasterio a carretadas. Con lo cual se marchó el Nuncio, no sin haber dispuesto por último que al Hermano Lorenzo le dieran como ayudantes todos los monjes que deseara, ya que estaba bien enterado de que los experimentos alquimísticos eran muy complicados y laboriosos.

Tal fue la causa de que, a los dos días de haber partido el emisario, Lorenzo Picard empezase a iniciar a los hermanos benedictinos en los nada extraordinarios métodos del arte alquimístico. Y comenzaron para el monasterio los días febriles. En las viñas, faltas de cuidado, los racimos de uvas se caían a tierra, donde terminaban por pudrirse sin que nadie los recogiera; y mientras tanto, por las angostas ventanas del refectorio, transformado en laboratorio, salían un humo acre y unas palabrejas que demostraban a las claras que la familiarización con la alquimia apartaba del Señor las almas y los pensamientos de los benedictinos.

En cuanto a Lorenzo Picard, él no tenía la menor duda de que todas las recetas de la “piedra filosofal” citadas en las distintas obras, y sobre todo en las de Villanovanus, eran pura charlatanería. La mayoría de tales obras no eran sino un conglomerado de palabras raras, que lo mismo podían ser un texto cifrado que un galimatías.

Le bastó poco más de un mes y medio para convencerse definitivamente de que ninguna de las recetas para la obtención de oro reportaría más que una pérdida infructuosa de tiempo. Pero precisamente entonces ocurrió lo inesperado…

Al agregar una disolución de plata en ácido nítrico a un recipiente que contenía mercurio disuelto en ácido nítrico diluido, el cual, por lo visto, llevaba como impurezas ciertos compuestos de yodo, el Hermano Lorenzo obtuvo un precipitado de color amarillo. Después de aislarlo de la disolución, empezó a desecarlo. Y súbitamente, a ojos vistas, el polvo amarillo tomó un color rojo muy vivo. Entonces retiró el crisol del fuego, el polvo fue recobrando el color amarillo. Volvió a poner sobre las brasas el crisol, y el polvo empezó a enrojecer; apagó el fuego, y reapareció eil color amarillo.