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– ¿Dónde están mis llaves? ¿Las has visto, María?

María cerró la mano en torno a las llaves que guardaba en el bolsillo.

– No, señora. Pero su caballo ya está listo para el paseo que quería dar esta tarde.

– Probablemente eso sea lo más rápido. Así podré atajar camino. ¡Gracias, María!

Hacía apenas diez minutos que se había ido Tate cuando Adam detuvo su camioneta en la parte trasera de la casa. María olió la cebolla que tenía preparada para ese momento y fue corriendo a recibirlo con los ojos anegados en llanto.

– ¡Señor Adam! ¡Señor Adam! ¡Deprisa! -María ocultó el rostro en el delantal y simuló llorar.

– ¿Qué sucede, María? ¿Le ha pasado algo a Tate? ¿Se encuentra bien? -sin esperar respuesta, Adam subió corriendo las escaleras del porche.

– ¡No está dentro! -dijo María.

Adam se puso pálido.

– ¿Se ha ido? ¿Me ha dejado?

– ¡Oh, no! Pero ha ido cabalgando hasta el pasto en el que tiene ese gran toro. El caballo que montaba debió asustarse. El señor Buck la ha encontrado caída en el suelo.

– ¿Está herida? ¿La han llevado al médico?

– Aún se encuentra allí. Buck está con ella…

Adam no esperó a oír más. Volvió a entrar en la camioneta y salió disparado en dirección al pasto.

María se frotó los ojos con el delantal. Pronto vería los resultados de su treta. Si salía como esperaba, en el futuro habría más sonrisas y risas animando la casa. Y cuando el bebé llegara, tía María le contaría la historia del día que papá rescató a mamá del gran toro y cómo desde entonces vivieron felices para siempre.

Tate logró pasar la verja que llevaba al pasto en el que se encontraba el nuevo toro sin desmontar la yegua, pero se impacientó por el rato que tuvo que perder abriendo y cerrándola.

Una vez en el pasto se mantuvo ojo avizor por si aparecía Brahma. No estaba segura de lo que habría hecho con él Buck después de que embistiera a Adam. La posibilidad de que aún anduviera por ahí suelto le produjo un escalofrío.

No había ido muy lejos cuando oyó el sonido de un vehículo sobre la gravilla del sendero que llevaba al pasto. No se oía ninguna sirena, pero supuso que sería la ambulancia. Tal vez el conductor sabría exactamente dónde encontrar a Adam. Volvió la yegua hacia la verja y se dirigió hacia ésta al galope.

Estaba a punto de llegar cuando se dio cuenta de que el gran Brahma estaba ante ella, aparentemente atraído por el sonido del motor del vehículo, que normalmente indicaba que le llevaban el pienso.

Cuando el toro oyó al caballo a sus espaldas, se volvió para enfrentarse al extraño que había osado penetrar en su territorio. Tate se encontró atrapada, sin salida. Detuvo a la yegua, manteniéndola totalmente quieta, sabiendo que cualquier movimiento haría que el toro embistiera.

Adam maldijo en voz alta al darse cuenta de la situación en que se encontraba Tate. Pisó el freno, agarró la cuerda que se hallaba en la parte trasera de la camioneta y salió corriendo en dirección a la verja.

– ¡No te muevas! -gritó-. ¡Enseguida llego!

– ¡Espera! -gritó Tate-. ¡No entres aquí! ¡Es demasiado peligroso!

Adam no se molestó en abrir la verja, limitándose a saltana. El sonido de la verja al moverse hizo que el toro se volviera, convencido de que la cena estaba servida. Se detuvo, confundido al ver al hombre de pie en el interior del pasto. Agachó la cabeza y miró en dirección a Tate y luego hacia el hombre, sin saber exactamente hacia dónde ir.

Adam agitó el lazo y buscó algún lugar en el que poder atarlo. A poca distancia vio un roble de tamaño medio.

No dudó. Caminó lentamente hacia Brahma, que empezó a resoplar. La atención del toro estaba definitivamente en Adam, no en Tate.

– No te acerques más, por favor -rogó ella.

– No te preocupes. Lo tengo todo pensado -si no acertaba con el lazo, correría como loco hacia la valla, esperando que Brahma no lo atrapara.

Pero el lazo cayó limpiamente en torno a los cuernos del toro. Adam sujetó la cuerda por el extremo mientras corría hacia el roble. Rodeó éste varias veces, asegurándose de que la cuerda sujetara al toro cuando éste arrancara y la tensara.

Para entonces, Tate ya se había dado cuenta de lo que estaba haciendo Adam. Corrió con la yegua hacia el roble, sacó el pie del estribo para que Adam pudiera montar rápidamente tras ella y luego hizo que la yegua saliera galopando en dirección contraria.

Entonces, Brahma cargó contra ellos, pero vio repentinamente frustrada su embestida cuando la cuerda se tensó. Tate condujo la yegua de vuelta a la verja y Adam la abrió. Una vez al otro lado, Adam alargó los brazos para bajarla de su montura.

Se abrazaron casi con fiereza, conscientes del terrible peligro al que acababan de enfrentarse. En cuanto pasaron los primeros instantes de alivio, empezaron a hablar al mismo tiempo, asombrados ante el hecho de haberse encontrado mutuamente sanos y salvos.

– ¡María me ha dicho que el toro te había embestido!

– ¡Ya mí que tú te habías caído del caballo!

– ¡Yo no me he caído!

– ¡Ya mí no me ha embestido el toro!

De pronto comprendieron que ambos habían sido manipulados para que acudieran allí y se encontraran.

– ¡La mataré! -dijo Adam.

– Creo que deberías subirle el sueldo -dijo Tate, riendo.

– ¿Por qué? ¡Casi logra que nos mate el toro!

– Porque me ha hecho comprender que he sido una tonta por no creer lo que en el fondo de mi corazón sé que es cierto.

– Te quiero, Tate -dijo Adam, abrazándola-. Te quiero con todo mi corazón.

– Lo sé. Y yo también te quiero. Al pensar que podías estar muriendo he comprendido cuánto.

– Yo he sentido lo mismo al saber que te había sucedido algo -dijo Adam-. Debería haberte repetido todos los días que te quiero. Te quiero, Tate. Te quiero. Te quiero.

Adam puntuó cada afirmación con un beso. Tate empezaba a tener problemas para respirar. Finalmente, logró decir:

– Adam, tenemos que hacer algo con ese toro.

– Déjale que encuentre su propia vaca -murmuró Adam contra la garganta de su esposa. Tate rió.

– No podemos dejarlo atado así como así.

– Haré que Buck y los demás vaqueros vengan a ocuparse de él y a recoger tu yegua. Nosotros tenemos cosas más importantes que hacer esta tarde.

– ¿Como qué?

– Como planear qué vamos a hacer para devolvérsela a María.

Mientras conducían de vuelta a casa, Adam y Tate planearon imaginativos castigos para María por haberles mentido. No fue tarea fácil, sobre todo teniendo en cuenta los buenos resultados de su maniobra.

– Creo que lo mejor que podemos hacer es tener cinco hijos -dijo Adam.

Tate tragó.

– ¿Cinco?

– Sí. Eso le servirá de escarmiento a María. ¡Tendrá diablillos sentados en su regazo y tirando de su falda durante mucho tiempo!

– !Me parece una buena idea! -asintió Tate, sonriendo.

Adam detuvo la camioneta frente a la casa, tomó a Tate de la mano y entraron juntos en busca de María.

– !María! -gritó Adam-. ¿Dónde estás? -se encaminó a la cocina, arrastrando a Tate consigo.

– Hay una nota en la nevera -dijo Tate.

– ¿Qué dice?

Tate se la alcanzó.

Querido señor Adam,

Dígale que la quiere. Estaré fuera dos… no, tres horas.

Besos, María

Adam rió y tomó a Tate entre sus brazos, sintiendo de inmediato cómo el pequeño de los diablillos de María daba una patada a su padre en el estómago.

Joan Johnston

***